Las páginas de Blanco no están en blanco, pero casi: las atraviesa un escritura espectral y sutil, como las marcas de las patas de un pájaro sobre la nieve.
Como ocurre en el resto de la obra de la surcoreana Han Kang, que saltó a la fama internacional en 2016 al ganar el premio Booker por su novela La vegetariana, este libro recorre las coordenadas del dolor con precisión de cirujana. Dividida en tres secciones —”Yo”, “Ella”, “Todo lo blanco”— Blanco no solo revela una historia, sino que también propone una mitología personal. Lo hace a cuentagotas, sin prisa pero sin pausa, como se deshielan los polos en el Ártico mientras escribo estas líneas. Aunque las secciones varían en cuanto a enfoques narrativos, el libro entero está estructurado alrededor de una lista de cosas blancas —vendas, arroz, canas, leche materna, grullas, las pequeñas píldoras para mitigar la migraña que Kang padece desde la adolescencia— que juntas van formando el paisaje nevado del luto por su hermana mayor, su onnie, que falleció a las pocas horas de haber nacido. Pero aunque ella murió y la narradora tomó su lugar, ambas andan por ahí como fantasmas. ¿Qué pasa con una vida que es posible gracias a que otra no lo fue? Pasa que dos rostros se asoman cada uno a un lado del espejo, sus muecas sobrepuestas como algunas máscaras antiguas.
Kang es una gata que puede moverse en la oscuridad. Podría parecer que avanza a tientas, pero lo cierto es que no se le escapa nada. Cada capítulo de este libro, algunos de los cuales son apenas unas cuantas oraciones sobre el llano limpio del papel, viene como un susurro y para escucharlo hay que afinar el oído. No es que la autora nos exija atención con un lenguaje excesivamente complicado o imágenes demasiado arduas, al contrario: las oraciones son tan claras que deslumbran y cada palabra está tan cargada de significados que desviar la mirada nos puede hacer perder el foco. Es una invitación a respirar, a pensarlo todo de nuevo. Puede que estemos dejando de lado algo esencial.
Algunas de las secciones de Blanco funcionan como un diario de cosas que aquella hermana mayor estaría haciendo de no haber muerto al nacer: tomarse una radiografía, deshacer cubitos de azúcar con la lengua, visitar Noruega, preparar arroz y sentir su vapor en el cuerpo como si fuera un rezo. Otras son más bien contemplaciones de pájaros blancos, del oleaje. “Ella creció en el seno de esta historia”, escribe Kang en uno de los pasajes que cuenta el lado B de la historia de su hermana. No te mueras. No te mueras, por favor. Si tan solo su boca se hubiera aferrado con más fuerza al pezón de su madre. Si sus ojos hubieran permanecido atentos después de todo. Si su padre no hubiera tenido que envolverla varias veces en una tela blanca y enterrarla a solas en el monte, abriendo en la nieve el hueco por donde asomarían años después los brotes verdes de la vida de su segunda hija.
“Supongamos que empiezo diciendo que me he enamorado de un color”, dice Maggie Nelson en la primera línea de Bluets, un libro completamente distinto a Blanco y que, sin embargo, guarda con él cierto aire de familia. ¿Qué tienen los colores que nos enamoran así? Wittgenstein escribió sus Observaciones sobre los colores mientras moría de cáncer de estómago, dice Nelson. Pudo haber escogido trabajar en cualquier problema filosófico, pero decidió escribir sobre el color y el dolor. Quizá ese fue, después de todo, el tema de su vida. Si el azul representa la pérdida de una relación amorosa, con el deseo y la melancolía que eso implica, el blanco es el color de la muerte y de la fragilidad, pero también de la posibilidad de renacer. “Necesitaba ponerme en las heridas un ungüento claro y recubrirlas después con una gasa blanca”.
El escenario de Blanco no es en absoluto inocente. Aunque en ningún momento lo menciona explícitamente, Kang lo escribió durante una estancia en Varsovia, y encontró en esta ciudad devastada por la guerra el lugar perfecto para hablar de su propia transformación. En algo se parecen esas calles reconstruidas a una familia que ha atravesado un duelo en silencio, parece decirnos, por eso seguirle los pasos a su hermana muerta es intentar conocer una ciudad en la que nada tiene más de setenta años y ninguna de las palabras en los carteles resulta familiar. ¿Hasta dónde se puede ocultar aquello que está irremediablemente roto? Pero hay belleza en el punto de quiebre: “Cuando encontraban la parte inferior de un pilar o una pared que había resistido, la continuaban hacia arriba o hacia los lados con materiales nuevos”.
¿Qué tanto podemos acercarnos a la escritura de Kang realmente? La pregunta no me deja en paz. En 2016, cuando La vegetariana estalló en todas las listas de libros más vendidos, su traducción al inglés, a cargo de Deborah Smith, estuvo en el ojo público debido a una serie de críticos que señalaron inconsistencias (y algunos francos errores) en su versión. Por ejemplo, Charse Yun, un profesor coreano-americano que ha impartido clases de traducción en Seúl, escribió un par de artículos en los que asegura que Smith amplifica el estilo discreto de Kang cargándolo de adverbios, superlativos y demás palabras enfáticas que no aparecen en el original, “como hacer que Raymond Carver suene a Charles Dickens”. Smith, que para entonces había recibido un enorme reconocimiento, se defendió diciendo que su prioridad era mantenerse fiel al espíritu del texto y señaló que la traducción debe ser vista como un acto de “escritura creativa” que echa mano de varios grados de interpretación. Pero al margen de esta polémica, cuyos pliegues e implicaciones rebasan la intención de este texto, es un hecho que la escritura de Kang se mantiene como un misterio para los lectores que no estamos familiarizados con la cultura coreana.
En español, la obra de Kang ha sido traducida por Sunme Yoon, que quedó asombrada con ella tiempo antes de que se convirtiera en el foco de atención del mundo literario, antes incluso de que existiera la versión en inglés. La vegetariana fue publicado primero en Argentina por la editorial Bajo la Luna y unos años después en España por Rata Books, que actualmente tiene el catálogo completo de Kang. Quién sabe cómo suene ella en coreano, pero la de Yoon es una versión hermosa, incisiva, desnuda.
Si Blanco es novela o poesía es una pregunta que no tiene caso intentar responder. Es novela y es poesía y es una serie de oraciones lanzadas al vacío. Es una meditación sobre la ausencia y el dolor, es un sueño ligero. Es también un ensayo visual, pues entre los textos hay intercaladas una serie de siete fotografías en las que aparece una mujer con el rosto oculto por las sombras, o a veces solo aparecen sus manos sosteniendo un vestidito de bebé o una pequeña piedra blanca cubierta de sal (es, de hecho, la misma Kang fotografiada por Choi Jin-hyuk durante un performance llevado a cabo en Seúl después de la publicación de la edición coreana del libro). Blanco es, sobre todo, una voz de la cual solo alcanzamos a escuchar el eco. Lo leemos, lo intuimos: una muestra delicada y poderosa de cómo lo que podemos decir de la muerte es, en el fondo, lo que podemos decir de la vida.
Imagen de portada: Shin Yun-bok, Mujer cargando un bebé, Dinastía Joseon, s.f. Museo Nacional de Corea