Los primeros serán los últimos: Mary Pickford

El Pacífico / panóptico / Junio de 2019

Samuel Cortés Hamdan

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¡Qué sagacidad la de Mary! Tentaba de todas maneras, por la mañana, por la tarde, por la noche. Comprometía toda la ilusión moral del cine como ninguna de sus compañeras y para ella eran siempre los papeles de virgen de las películas, de agasajada por su candor, de víctima inocente. Ramón Gómez de la Serna


En 1906, la canadiense Charlotte Hennessey Smith recibió un telegrama escrito por su hija de catorce años: “Gladys Smith ahora Mary Pickford contratada por David Belasco para aparecer en Broadway este otoño”. Belasco, reputado productor teatral, contrató a la jovencita tras una persuasiva maniobra de largo aliento de Pickford para conseguir una audición ante él. El empresario le ofreció 25 dólares a la semana a quien había hecho su debut actoral a los seis años, en 1898, en el Princess Theatre de Toronto, y vivido entre giras desde entonces; además la convenció de cambiar su nombre por una solución más atrayente. Con el “Pickford” tomado de la región de la familia oculta por la patriarcal costumbre de elegir el apellido del varón, y tras declarar una devoción personal por el “Mary”, vino la respuesta. Apenas doce años después de aquel telegrama, durante el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, la magia de proyectar luz al mundo desde las tablas del set cinematográfico había completado sus alquimias de tierna y biempensante seducción planetaria; había fundado el llamado star-system vigente hoy que convierte a algunos elegidos peatones en lumbreras totales, puntos de contacto de colectivos masivos, y había registrado en una fotografía la contundencia del éxito: la imagen que muestra a una pequeña, siempre elegante e impoluta Mary Pick­ford que reparte combos de cigarros con fotografías autografiadas de ella misma entre la tripulación del barco de guerra Texas, en un encuadre donde la actriz es el sol, el equilibrio de la composición, la certeza patriótica, la nobleza de la ingenuidad, el Ometéotl estadounidense en la era de la reproductibilidad técnica, el salvoconducto de la esperanza. El eje. La blancura. Eran los tiempos de la invención de todo, de la primera vez hacia la edificación de improntas que siguen moldeando corazones y perfeccionando el oficio de erguir y desechar lumbreras, según las exigencias del boletaje y las pautas de la vida que se oxida. Eran los días en torno a la inauguración del siglo XX, que vieron morir a Friedrich Nietzsche, celebrarse los primeros Juegos Olímpicos modernos con la participación de atletas mujeres, de la Exposición Universal de París, de la publicación de las Prosas profanas (1896) de Rubén Darío y de la Santa (1903) de Federico Gamboa; el siglo en cuyos albores Louis y Auguste Lumière exhibieron por primera vez al público las imágenes de un puñado de obreros saliendo de una fábrica de Lyon (con un perro de manufactura gruesa que se cuela al testimonio de la historia, dos carros arrastrados por caballos, bicicletas, sombreros, sombreros, sombreros, sombreros tocados con flores, faldas, bolsas, bigotes, corbatas) desde un aparato que transformaría irreparablemente la comunicación humana. Mary Pickford nació en 1892, tres años antes que el cinematógrafo, y filmó cerca de 250 películas, trabajó bajo la dirección de D. W. Griffith y Cecil DeMille, colaboró y se empantanó en discusiones sobre quién merecía cobrar más millones con uno de los comediantes más famosos del mundo, Charles Chaplin, entendió las lenguas y escoriaciones de un salvaje negocio naciente en el que se supo asegurar un rol dominante no sólo como protagonista amada masivamente, sino como empresaria en defensa de los trabajadores del espectáculo y como curadora de una imagen que fascinó a la adoradora e injustamente autoproclamada América —cómoda voz imperial en el país del muro que civilizó a Hawái y mantiene en tensión geopolítica a lo que planificadores del régimen llaman la región latinoamericana: las irreductibles identidades de países plurales que se desdoblan de Tijuana a la Patagonia—. Paco Ignacio Taibo I en su periodística, anecdótica y amorosa Historia popular del cine: Desde sus inicios hasta que comenzó a hablar (1996) pondera:

Mary era un delicado y blanco mito que se repetía en las pantallas del cine, en las revistas, en los cromos. Era la primera estrella, la que señalaría una ruta que pronto se iba a convertir en el más transitado camino. Tras de ella, la ingenua, llegarían las vampiresas, las interesantes, las niñas, las misteriosas, las malvadas. Camino real por el que habrán de pasar también perros y gatos, incluso la mula que habla; todos pueden ser estrellas.

“Pickford fue la primera estrella femenina” —revela en tanto Robert Cushman en la introducción de Mary Pickford Rediscovered (1999), una colección de imágenes firmada por Kevin Brownlow y publicada por la Academia que entrega cada año los premios Oscar—,

en fundar su propia corporación (en 1915) y, virtualmente, inventó el concepto de la artista y productora independiente. A este rol agregó el concepto del distribuidor, una inspiración emprendedora que resultó en la incorporación y participación como copropietarios (con sus socios Douglas Fairbanks, Charles Chaplin y D. W. Griffith) de la United Artists en 1919. Éste fue un momento único en la historia del cine; hasta el día de hoy nadie ha logrado amasar tanto control. Ni siquiera aquéllos como Steven Spielberg o Barbra Streisand poseen sus propias compañías de distribución.

El año de su debut cinematográfico, 1909, filmó 42 películas. El siguiente, 1910, sólo 32. Tenía entonces 17 años esa joven huérfana de padre que se encargaría hasta la vejez de la manutención de su familia. La imagen del bucle perfecto y de la conveniente ingenuidad, que obligó a Mary Pick­ford a seguir representando a jovencitas de dulces y simples intenciones incluso con 33 años cumplidos, había nacido y, con ella, su devoción persistente: America’s sweetheart fue el mote con que se apropiaron de ella los corazones de un público cuya búsqueda de afecto a través de la pantalla continuó en sus herederas inmediatas y se siguió extendiendo puntualmente durante las décadas siguientes: desde Joan Crawford hasta Léa Seydoux y Mia Goth, pasando por Natassja Kinski, Sharon Stone y Winona Ryder: todas talentosas intérpretes, todas también guapísimas mujeres del cinematógrafo obligadas a la belleza en la persistida búsqueda de sangre para excitar el hígado anónimo de consumidores en masa y fundar las carniceras electricidades de la nueva devoción, de fusibles renovables. Magnéticos anzuelos infalibles que abultan los carteles y aseguran la rentabilidad del juego de feria.

Los accionistas de United Artists Corporation, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Charlie Chaplin y D. W. Griffith en 1919. Imagen de dominio público

“Amamos sus rizos, su brillo, sus pequeñas maneras de olvidarse de sí misma; y, sobre todo, todos amamos a Mary Pickford porque ella nos ama… Mary Pickford, corazón, es el corazón de América”, escribió una seguidora en una carta publicada en 1918 por la revista Motion Picture. “El modo en que los fans la eligieron y la nombraron America’s sweetheart, y el modo en que los críticos la veneraron, es el primer asentamiento en la historia del fanatismo, la adoración de la estrella y la histeria colectiva en los Estados Unidos del siglo XX”, valora Jeanine Basinger en su libro Silent Stars, publicado en Nueva York en 1998. Y sin embargo, la chuza del cortocircuito finalmente le sucedió a la novia de Estados Unidos, quien dominó el mundo de 1915 a 1925, conformó una fortuna, evaluó dictar la destrucción de todo su trabajo cinematográfico para evitar ser visitada tras su muerte, filmó su primera película sonora en 1929, Coqueta, firmó su último trabajo en 1933 y recibió a una cámara deambulatoria en su mansión —vacía— en Beverly Hills para componer el clip de la recepción de un Oscar honorario en 1976, tres años antes de su muerte, a los 87 años: tras casi cinco décadas de silencio, olvido, postergación, desecho, obligada paciencia. “No se baja vivo de una cruz”, sintetizó Julio Cortázar en su cuento “Queremos tanto a Glenda”. El video de aquel Oscar fue presentado por Gene Kelly, quien da entrada “al rostro de la mujer más popular del mundo”. Mientras la cámara recorre la mansión, Kelly asegura que siguieron esa misma ruta reyes y estrellas de cine, primeros ministros, deportistas, científicos, músicos, artistas, amantes del cine y turistas. Un gesto replicado por multitudes que la esperaron a ella y a su marido, Douglas Fairbanks, a sus arribos en Moscú, Tokio, Berlín, París, Londres, Roma, Estocolmo. El paradigma de la adoración había fructificado. Una fotografía de 1932 la muestra de la mano de un pequeño Mickey Mouse y ataviada con un atuendo infantil. Se trata de su caracterización como Alicia para la versión que entonces proyectaba filmar Walt Disney del clásico de Lewis Carroll, Alice in Wonderland. Pickford tenía 40 años y el desafío, otra vez, de interpretar a una menor. La película nunca se filmó, Disney tuvo su versión hasta 1951, y la Paramount lanzó una versión en 1933 tras inclinarse por Charlotte Henry para el protagónico: una actriz rubia de gesto bondadoso y 22 años más joven que la Pickford. “¿No es irónico que la más grande estrella femenina de la historia acabó siendo la más incomprendida?”, indaga Basinger. Irónico sí, quizás. O quizá solamente el síntoma frontal de las costumbres de un sistema de explotación y sustitución exhibidas que inauguró la Pickford en 1909. 110 años de que, como dijo Liliana Felipe, el pasado nos vuelve a pasar.

Imagen de portada: Mary Pickford, ca. 1920. Imagen de dominio público