Borderline, asperger, dos trastornos conductuales, son la autodescriptiva reminiscencia de la temprana infancia de un “joven peculiar” llamado David Byrne, quien operó su primer fonógrafo a los tres años de edad, aprendió rudimentos de armónica a los cinco y luego guitarra, acordeón y violín, en una ruta para llegar a ser algo más que un mero multiinstrumentista: uno de los creadores de música popular más significativos de nuestra turbulenta contemporaneidad. Al sucesivo advenimiento de tecnologías que posibilitaron registros sonoros cada vez más sofisticados, difusión por radio y pantallas, eventos musicales masivos y universalización mediante la red cibernética, la música popular devino emblemática de momentos históricos. Apocopada pop entre grandes guerras del siglo XX, devino moneda cultural de curso legal, lucrativa empresa y sigilosa crónica de cambios sociales globalizados que traspasa barreras geográficas, ideológicas y culturales. Género emblemático de esto es el rock, síntesis de formas autóctonas del subcontinente americano: sincrético blues, evolucionista jazz, rural música country y cuanto estilo regional en fértil contacto con su bendita y proteica promiscuidad se nos ocurra. Entre ambos, rock y pop, es relevante y ejemplar la inquieta carrera de este escocés de nacimiento (14 de mayo, 1952, Lambhill, Glasgow) cuyos padres Tom y Emma iniciaron, migrados a Hamilton en Ontario, Canadá primero, y luego a Arbutus, Maryland en el noreste yanqui, una incesante y productiva hégira que llevaría a su inquieto hijo mayor a ser destacable proponente de música poco etiquetable, pero tan admirablemente inteligente como vorazmente incluyente. Descalificado por sus primeros educadores musicales por “desafinado y reservado”, el espigado chico inició actividad en un dúo llamado Revelation antes de intentar dos ciclos de escuelas de diseño y artes. La primera, en Rhode Island, lo puso en contacto con el incipiente baterista Chris Frantz, con quien alternó en un intrascendente grupo llamado de forma ambiciosa The Artistics. Mudados a la urbe neoyorkina, enseñaron a la novia del segundo, Tina Weymouth, rudimentos del bajo eléctrico. En la segunda mitad de los años setenta, cuando la redituable masificación del rock comercial lo tornó distante, aprovecharon la apertura del legendario bar C.B.G.B. —y antros similares, hambrientos de nuevas propuestas— e irrumpieron en la escena punk crecidos a cuarteto con el extecladista y guitarrista de los seminales The Modern Lovers, Jerry Harrison, y esgrimieron por nombre el término de la jerga televisiva que designa al close up de conductores noticiosos: Talking Heads.
Sin mimetizarse con la escena punk,1 esas improbables Cabezas Parlantes alternaron con la parodia de simplonería garagera de Ramones y el revisionismo del pop prebeatle de Blondie, sorprendieron con música ajena los clichés rockeros, música que no remitía a precedente alguno: melodías memorables y sencillas, cantadas en primera persona por un psicópata asesino, o propias de candorosos descubrimientos adolescentes del amor. Entre quienes los escucharon con visionario interés estuvo el audaz empresario discográfico Seymour Stein, quien los contrató e inició con su debut ‘77 un ciclo de doce años que redituó, a partir de la retadoramente bautizada secuela More Songs About Buildings and Food, ocho memorables álbumes, propulsados por su contacto con el célebre “antimúsico” e innovador productor Brian Eno. En el trayecto pasaron de sencillas melodías guitarrísticas, nutridas por la vitalidad de un rhythm and blues escrupulosamente blanqueado, a exuberantes despliegues polirrítmicos de influencia africana que igual reciclan poesía dadá (“I Zimbra” de Hugo Ball), que ponderan la impotencia existencial del hombre posmoderno (“Once in a Lifetime”), en una gama tan amplia e inusitada que amerita repaso por separado. Inevitablemente, la preponderancia creativa de Byrne causó una confrontación con sus compañeros y el eventual desbandamiento del expandido grupo para perseguir sus propios intereses. David inició carrera de solista tras colaborar con Eno en el memorable álbum My Life in the Bush of Ghosts, pionero digital de la incorporación de grabaciones de campo y sons trouvés. Después, dio paso a su fascinación por la música latina con su debut solista Rei Momo, literal catálogo de ritmos afroantillanos, entrañablemente entiesados por su distintiva vocalización. Caprichoso y osado, compuso luego, tras escribir, dirigir y coestelarizar los imaginarios relatos de True Stories aún con Talking Heads, ensambles de alientos (The Knee Plays), música de cámara (The Forest), de ballet contemporáneo (The Catherine Wheel) y fílmica (The Last Emperor). Su discografía posterior se escinde nítidamente entre álbumes solistas, en los que compartió micrófono con Celia Cruz (“Loco de Amor”), Selena (“God’s Child-Baila Conmigo”) y Rubén Albarrán de Café Tacvba (“Desconocido soy”); Uh-Oh (1992), David Byrne (1994), Feelings (1997), Look Into The Eyeball (2001) y Grown Backwards (2004), y sucesivas colaboraciones formales con Brian Eno (Everything That Happens Will Happen Today, 2004), Norman Cook alias Fatboy Slim (Here Lies Love, 2010) y Annie Clarke alias St. Vincent (Love This Giant). Residente neoyorkino desde 1974, Byrne adquirió apenas hace cuatro años la nacionalidad estadounidense. Interesado en el replanteamiento creativo de la vida urbana —simbolizado por su ardiente militancia ciclista—, convertirse en ciudadano de su país de adopción llevó al artista conceptual, autor de nueve reflexivos libros, y que tiene entre otros proyectos una instalación que convirtió un edificio en instrumento musical interactivo, a aportar una urgente y positiva contribución a la crisis desatada por el arribo a la presidencia de un personaje que supera sus más estrambóticos delirios. Impartió una conferencia que bautizó con el título de un viejo tema del trovador postpunk británico Ian Dury: Reasons To Be Cheerful (Razones para ser jovial) que devino en un activo sitio web multiplataforma donde aporta dinámicas reflexiones positivas sobre ejes de involucramiento cívico, clima/energía, cultura, economía, educación, salud, ciencia y tecnología, urbanismo y transportación, como antídotos a la distopía que se cierne sobre el mundo. Esta dinámica iniciativa lo devolvió recientemente al estudio de grabación y al escenario, catorce años después de su más reciente grabación solista, pero el origen de tan esperado retorno no fue deliberado sino accidental: Brian Eno la correspondió con unas pistas rítmicas que suscitaron la decena de canciones que coronan su formidable trayectoria y contemplan una vez más el mundo con mirada fresca y reflexiva. American Utopia (2018), lejos del cinismo absurdista que podría sugerir su nombre, es una galería de tópicos que urge reconsiderar en este momento álgido, según lo canta en la emblemática “Everybody’s Coming to My House”: “Somos sólo turistas en esta vida / Sólo turistas, pero la vista es buena”. Habituado desde el álbum bisagra de Talking Heads, Fear of Music (1980) a líricas de torrente de conciencia y cut & paste computacional, sus nuevas canciones provocan al escucha a formular sus propias impresiones. Su presentación escénica cumplió la declarada intención de lograr su más interesante propuesta desde su gira y consiguiente aclamado documental, Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984): un escenario vacío, delimitado y a la vez no, por fondo y laterales de hilos eslabonados que permiten constante y expresivo movimiento a músicos y coristas descalzos elegantemente uniformados de gris, coreografiados y liberados del habitual estatismo escénico por la repartición de hasta media docena de pulsantes percusiones, cuya portabilidad hace eco a las de instrumentos electrónicos ambulatoriamente habilitados por transmisores inalámbricos. Quienes no atestiguaron su más reciente gira están, pues, urgentemente convocados a asomarse a los numerosos y fácilmente accesibles videos en línea que registran la más reciente, balsámica y motivante creación de David Byrne: moderno hombre renacentista cuyo compromiso artístico, contagiosamente positivo, entraña propuestas que reinyectan vitalidad y relevancia al cansado y predecible ritual de los conciertos pop, redimidos por este peregrino del caos de su origen hacia una utopía cada vez más urgente.
Imagen de portada: David Byrne. Fotografía de Marcia Resnick, 1982
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Término acuñado por el crítico de rock Dave Marsh para describir la vitalidad del género surgido de garages y espacios distantes de los grandes cosos deportivos que lo habían engullido. ↩