La hora de la fogata era el momento preferido para contar historias en el campamento del Parque Nacional Kruger. El ritual más antiguo de la humanidad tenía un escenario inmejorable en esa reserva de 20 mil kilómetros de sabana, ubicada en Sudáfrica, entre las provincias de Mpumalanga y Limpopo. Milton había llegado allí procedente de la Ciudad de México con el encargo de realizar una crónica sobre el safari para ver a los llamados “cinco grandes”: elefantes, leopardos, búfalos, leones y rinocerontes. Su editor en jefe quería una nota atractiva para la página de ocio del periódico; sin embargo, lo que le interesaba a Milton era escribir un reportaje sobre el lado oscuro del Kruger: la caza furtiva, en especial el asesinato de elefantes y rinocerontes, codiciados por sus colmillos y sus cuernos. Tenía en mente incluir dicho texto en un libro que preparaba sobre el absurdo mundo del turismo de animales, algo que le había tocado atestiguar a lo largo de su carrera como periodista de viajes.
Samuel, el guía sudafricano, les había contado ya algunas historias truculentas en los dos días anteriores, relacionadas con el parque, y ahora que se había sentado junto a la fogata para asar unas salchichas, con su ropa de camuflaje y el clásico sombrero redondo de safari, Milton sospechaba que se había guardado la mejor para esa última noche, antes de que el campamento concluyera. Entre las anécdotas, había una que llamó su atención, pues le serviría para su libro: la de un cazador furtivo que había sido arrollado por un elefante; algo que el guía calificó como un acto de justicia poética. La cabeza del sujeto quedó aplastada como una fruta podrida —palabras textuales de Samuel. Al lado del cuerpo se encontró un teléfono celular que las autoridades utilizaron para dar con sus cómplices. Los funcionarios del parque se encargaron de que la noticia recibiera una importante cobertura en los diarios locales, y aprovecharon para lanzar una advertencia: en el Kruger los cazadores ilegales podían perder la libertad; también la vida.
—¿Qué estás esperando, Sammy? —dijo Lula, una norteamericana que estaba de luna de miel junto con Andrew, su esposo—. Quiero que cuentes la historia antes de que me emborrache…
Milton había aborrecido a la pareja de gringos desde el momento en que los conoció. Eran altaneros, vulgares; creían que lo merecían todo por venir del primer mundo. Representaban la clase de turistas que Milton buscaba criticar en su libro: tras haber observado una buena cantidad de especies durante el primer día del safari, y de mencionar de manera constante lo mucho que amaban a los animales, regresaron al restaurante del campamento para devorar albóndigas, carne seca y filete de avestruz. Le recordaban a la misma clase de personas que había visto en Tepic o en Los Cabos, que tras regresar de un tour para admirar ballenas, se daban un atracón en las marisquerías.
—Pero esta vez debes sorprendernos —exigió Andrew—. O presentaré mi queja en la gerencia.
Samuel permaneció impasible. Estaba acostumbrado a tratar con todo tipo de gente: el parque Kruger recibía un millón de visitantes cada año. El guía masticó lentamente su salchicha, lamió la grasa que le escurría por los dedos, y luego dijo con tono complaciente:
—Está bien, les hablaré del guardabosques mutilado.
Milton sintió una punzada en el estómago. La noche anterior había soñado con un hombre al que le faltaba una pierna.
Había algo más en la pareja de gringos que irritaba a Milton, y que tenía que ver con esa mezcla de euforia e inocencia que emanaban los recién casados. Con dos divorcios a cuestas y en vísperas de cumplir cuarenta, el periodista había aprendido que esa felicidad era pasajera, que más temprano que tarde la rutina y los pleitos se encargaban de convertir a dos personas enamoradas en enemigos. Sin embargo, Lula y Andrew estaban en el comienzo de la vida matrimonial, y por lo tanto en su apogeo: ese momento donde el futuro no importa porque el presente carece de bordes. Lula y Andrew se hacían arrumacos, hablándose con una ternura empalagosa, pero también se besaban de manera apasionada, mordiendo sus labios y succionando sus lenguas, con esa mezcla de cursilería y erotismo que resulta insoportable para quienes están condenados al papel de espectadores. En el fondo, Milton sabía que los envidiaba, y eso era lo que terminaba de fastidiarlo: el haber viajado miles de kilómetros para descubrir que sus fracasos amorosos seguían pesándole.
Durante el primer día de excursión, la camioneta Toyota en la que el periodista viajaba con otros turistas se detuvo en un tramo del sendero para observar a unos leones que descansaban a la sombra de un árbol. Samuel les había advertido que cada vez que hicieran un alto para observar animales debían permanecer en silencio —especialmente si se trataba de felinos—, para no asustarlos y poder mirarlos por más tiempo, pero también por la seguridad de todos. Desobedeciendo al guía, Lula había lanzado un “¡Acá, gatitos!” mientras levantaba un brazo para llamar su atención y obtener una mejor fotografía, lo que provocó que el macho se alzara sobre sus cuatro patas con una velocidad escalofriante. Samuel se vio obligado a pisar el acelerador para evitar un ataque.
Tras el incidente, Lula y Andrew se habían puesto a reír y a hacer bromas, motivando al guía a contar la primera de sus historias: la de un turista que había rentado un carro —en el Kruger se podían contratar guías o ir por cuenta propia— y que, en algún punto de su recorrido, sacó de manera imprudente el brazo para tomar la fotografía de un leopardo. En segundos, el felino se precipitó sobre él, arrancándole la extremidad de una mordida. Antes de llegar al puesto de socorro, el turista había muerto desangrado: las autoridades del parque encontraron el auto detenido en medio del camino, rodeado de buitres y hienas.
Esa misma noche, cuando terminó la cena y los huéspedes se retiraron a sus habitaciones, ubicadas dentro del campamento, Milton descubrió que sus vecinos eran los recién casados. Por la madrugada, los escuchó gemir durante largos minutos, mientras la cabecera de la cama golpeaba de manera exasperante contra la pared. Andrew soltaba bufidos de animal salvaje, pero Lula hablaba: “Qué rico me coges. Me voy a venir, no pares”, a lo que siguió el sonido de unas nalgadas. Milton pensó en masturbarse, pero se sintió patético. Decidió salir a dar un paseo por los alrededores del campamento, a pesar de que estaba prohibido hacerlo por la noche. Vio algunos babuinos que merodeaban por la terraza del restaurante, y luego distinguió, a lo lejos, la luz de una fogata.
Mientras se aproximaba, comprendió que asistía a algo a lo que no estaba invitado, así que se escondió detrás de un árbol. En torno al fuego había cinco figuras, cuyas cabezas estaban cubiertas por cestos tejidos con la raíz de alguna planta; en el cuerpo llevaban una pechera y una falda, confeccionadas con algo similar a la paja. Lo más inquietante era que los cestos tenían agujeros a la altura de los ojos; la luz de las llamas sacaba destellos a las pupilas, lo que confirmaba que detrás de esos espantapájaros había seres humanos. Una sexta figura, ataviada de igual manera pero más alta que las otras, se les unió, sosteniendo un cuchillo. Milton pensó que se trataba de un chamán y que el resto eran niños. De manera inesperada, el chamán se inclinó ante uno de ellos; le abrió la falda, sujetó el pene con una mano, y con la otra procedió a cortarle el prepucio, mientras un chorro de sangre se proyectaba hacia su máscara. Milton no pudo seguir mirando; sintió una arcada y un mareo. Se dio la media vuelta, y corrió hacia el hotel, espantando a su paso a los babuinos, que se dispersaron rompiendo el silencio de la noche con sus chillidos.
Minutos después, Milton soñó con el hombre mutilado. Pensó que no podría dormir después de lo que había atestiguado; sin embargo, el cansancio ocasionado por el largo viaje desde México lo sumió en un sueño inquieto. El hombre mutilado estaba en un cruce de caminos del parque Kruger, rodeado de penumbra. Era de piel oscura, labios gruesos y nariz ancha. Vestía el uniforme verde de los guardabosques de la reserva; incluida una gorra con el logotipo del parque. Todo en él parecía normal, salvo por un detalle: le faltaba la pierna izquierda, que había sido cercenada por encima de la rodilla. Extrañamente, el hombre mutilado se mantenía en pie, sin apoyarse en nada. Sonreía, mostrando una dentadura muy blanca, pero su mirada estaba perdida: parecía no darse cuenta de la presencia del periodista. Milton se aproximó, con la intención de escrutar su rostro. Los labios del hombre mutilado temblaban, su quijada estaba tensa. Milton comprendió que no sonreía, sino que intentaba hablar, haciendo un gran esfuerzo: tenía las venas de las sienes inflamadas y unas lágrimas escurrían por su rostro. El hombre mutilado permanecía en un trance. Al final, pudo decir una sola palabra. Milton la escuchó con claridad antes de despertarse: zimwi.
—Les contaré la historia del hombre mutilado —repitió Samuel, y dio otra mordida a su salchicha.
Lula se levantó, le arrebató la comida y regresó a su lugar junto a la fogata. Había bebido demasiada cerveza y estaba ebria, al igual que Andrew. El desplante que acababa de cometer era acorde con su personalidad: le exigía al guía, de manera infantil, que empezara su relato. Samuel miró con condescendencia a la turista y asintió. No era sometimiento, sino paciencia. Milton reflexionó: aquellos que están acostumbrados a convivir con animales aprenden a tolerar a los humanos.
—En este parque suelen desaparecer personas —inició por fin Samuel—. La más conocida fue la de Pat Mashego, un guardabosques que se perdió hace diez años, mientras rastreaba a un grupo de turistas que se habían salido de la ruta. Los turistas regresaron, pero Pat no. Durante meses las autoridades lo buscaron, sin resultados. Su familia llegó a quejarse de que no se estaba haciendo lo suficiente para encontrarlo. Pat tenía tres hijos, y cinco nietos, y era el sostén económico de todos ellos. Ante la presión, el portavoz del parque anunció que se le había hecho una oferta a la esposa de Pat para que trabajara en el parque, pero ella se negó. El caso nunca se resolvió y el guardabosques se convirtió en una presencia ubicua en la reserva, no solo por el escándalo que rodeó el caso, sino porque, literalmente, hay personas que afirman que se lo han encontrado en distintos sitios…
—¿Han visto su fantasma? —preguntó Andrew, con un brillo de excitación en los ojos.
—No exactamen… —Samuel no pudo continuar, porque Lula lo interrumpió:
—Obvio que a su fantasma, tonto —dijo, dirigiéndose a su marido, mientras le arrebataba la cerveza. Luego le preguntó al guía—: ¿Cómo es? ¿Anda por aquí?
—Quienes lo han visto dicen que le falta una pierna —respondió Samuel—. Pero no es un fantasma.
—¿Entonces qué es? —preguntó Andrew, que había recuperado su cerveza y le daba tragos ansiosos.
Samuel se levantó y les lanzó una mirada a Lula y a Andrew carente de bondad. Milton pensó que el guía no estaba molesto: le daba pereza seguir conversando con gente ordinaria.
—No lo entenderían —respondió Samuel.
Y luego se alejó de la fogata, con rumbo a su cabaña.
Milton encontró al guía en la terraza, bebiendo amarula, un licor de crema demasiado azucarado para su gusto. Sin embargo, tuvo que aceptar un vaso por cortesía cuando Samuel se lo extendió. El periodista estaba interesado en la historia de Pat Mashego porque había soñado con él, pero también porque intuía que aquella anécdota era necesaria para su libro: el lado oscuro del turismo en Sudáfrica no podría explicarse sin ahondar en las supersticiones locales.
El matrimonio gringo no había hecho las preguntas correctas, pero él era periodista. Tras darle un trago a su vaso con amarula, Milton dijo:
—¿Quiénes han visto al guardabosques desaparecido?
—Distintos trabajadores del parque —respondió Samuel—: recamareras, meseros, gente de limpieza, incluso otros guardabosques.
Milton los había observado: la mayoría eran nativos. Y debían de ser bantúes, el término que agrupaba a cuatrocientas etnias. Leer sobre el sitio al que viajaba era parte de su trabajo.
—La historia de Pat podría tener una explicación lógica —dijo Milton—: fue devorado por un predador o víctima de cazadores furtivos. Pero es evidente que hay otra, relacionada al folklore…
Samuel se sirvió otro vaso con amarula y lo vació de un trago.
—La tradición dice que los muertos siguen en el mundo de los vivos. Y que estos no desaparecen mientras exista alguien que los recuerde. La memoria de Pat sigue muy presente aquí en el Kruger.
—¿Por qué dijiste que no es un fantasma?
—Porque no es la palabra correcta. En el idioma zulu es un umkovu.
—¿Qué quiere decir?
Samuel miró su vaso vacío, mientras meditaba si debía servirse más licor. Finalmente lo dejó sobre la mesa, antes de responder:
—Zombie.
Los ruidos de los babuinos inundaron la terraza. A veces parecían ladridos, otras chillidos; Milton pensó que sería difícil describirlos cuando regresara a México y llegara el momento de redactar su nota. Para un hombre de la ciudad, la inmersión en la vida salvaje representaba el contacto con la otredad; quizá por eso había visto a muchos turistas sentir hambre después de contemplar animales: era su manera de asimilar aquello que no podían entender. Se acordó del segundo día de excursión, cuando el vehículo se detuvo junto a un riachuelo en el que unas hienas despedazaban el cadáver de un búfalo. En medio del festín, una leona se había aproximado, ahuyentando a sus rivales y quedándose con el premio. Lula y Andrew grababan entusiasmados la escena con sus celulares, mientras Milton, perplejo, no dejaba de ver en aquel episodio una metáfora de las relaciones humanas.
Bebió más amarula, que lo tenía sumido en una embriaguez meditativa, y le confesó a Samuel:
—La otra noche soñé con Pat. Lo vi parado en una sola pierna. Parecía reír y sufrir al mismo tiempo.
Samuel asintió. Si estaba sorprendido, no lo demostró.
—¿Te habló? —preguntó.
—Sí. Le costó trabajo porque parecía paralizado.
—Eso describe a un umkovu. ¿Qué te dijo?
—Una sola palabra: zimwi. ¿Sabes lo que significa?
Samuel se quedó pensativo, mientras escogía con cuidado sus palabras.
—Hace referencia a un monstruo de la mitología bantú —dijo al fin—. Literalmente, quiere decir ogro.
—Supongo que no es amigable…
Samuel negó con la cabeza.
—Es un devorador de humanos. Si yo perteneciera a la cultura bantú, te diría que la invocación de un zimwi hecha por un umkovu, significa algo muy concreto…
—¿Qué?
—Hay una historia que nunca cuento en las fogatas —respondió Samuel, como si cambiara de tema—, porque ahuyentaría a los turistas. Hace unos años, una camioneta se perdió durante una excursión a la reserva. Nunca se encontró ni al vehículo ni a sus tripulantes. No dejaron rastro y hasta la fecha no hay explicación a lo sucedido. Lo único que sé es que, una noche antes, uno de los turistas soñó con un umkovu…
Milton sintió una sed apremiante, como si tuviera resaca.
—¿Qué significa entonces mi sueño? —preguntó.
—Un presagio.
El periodista recordó la escena que había visto en la fogata con los niños enmascarados y el chamán, y se la relató a Samuel.
—Es un ritual de circuncisión bantú —respondió el guía—. Pero no lo hacen en el campamento: perderían su trabajo. Quizá lo soñaste…
—Y si lo soñé, ¿qué significa? ¿También un presagio?
En ese momento, un grito sacudió la quietud del campamento.
Milton y Samuel corrieron hacia la zona de la fogata. Quien había gritado era uno de los guardabosques: acababan de despojarlo de su vehículo. El hombre estaba muy alterado, pero una vez que logró calmarse, les relató que dos turistas ebrios —Lula y Andrew, Milton no tenía duda—, lo habían hecho bajar del jeep con engaños, y que luego se lo robaron. Antes de alejarse, los gringos le habían gritado que iban en busca de “un fantasma”.
Samuel le dio instrucciones al guardabosques para que avisara sobre el incidente a las autoridades, y luego subió a otro jeep. Milton no le preguntó si podía acompañarlo; brincó al asiento del copiloto, mientras el guía arrancaba en busca de los recién casados.
—Se tomaron muy en serio lo de Pat —dijo Samuel, preocupado—. Debería tener cuidado con las cosas que cuento…
—No es tu culpa —Milton quiso tranquilizarlo—. Son imprudentes y estaban borrachos.
El guía no dijo nada más. Condujo el jeep por el sendero de la reserva con una lentitud desesperante: las reglas no permitían rebasar los 40 kilómetros por hora, pues los animales cruzaban libremente. Los faros iluminaban el camino de terracería, pero el resto del paisaje era inescrutable.
—Si los gringos atropellan a algún animal —dijo Samuel, al cabo de unos minutos—, no me lo perdonaré.
El guía estaba más preocupado por la fauna que por los turistas. Milton no lo juzgó.
Media hora después, encontraron el jeep volteado a un lado del camino. Samuel y Milton bajaron del vehículo, pero el matrimonio no se veía por ningún lado. El guía sacó una linterna de la guantera y se puso a revisar el pastizal y las ramas de los arbustos cercanos. Tras unos minutos, localizó un rastro que se internaba en la sabana y le hizo una seña al periodista para que lo siguiera.
Puedo morir aquí, pensó Milton. Puedo pisar la cola de una serpiente o cruzarme en el camino de un predador. Podría convertirme en una más de las leyendas que se cuentan en la fogata del parque Kruger: la del periodista que murió intentando rescatar a unos turistas borrachos. Siempre que alguien busca a otra persona, se pierde. Es la historia de los exploradores, de los obsesos, de los románticos. Y, sin embargo, no tengo miedo, porque todo lo que he hecho en mi vida me condujo aquí, a este momento, por alguna razón…
Samuel se detuvo de manera abrupta, sacando a Milton de sus reflexiones. A unos metros había un árbol, y una serie de figuras que lo rodeaban. El guía apagó la linterna, para no delatarse. A la luz de la luna, el periodista pudo distinguir algo que lo perturbó: las mismas figuras con máscaras y vestimenta de paja que había visto la otra noche en la fogata. Los niños estaban acompañados por el chamán y su inseparable cuchillo. Pero Milton vio otra cosa, que lo inquietó aún más: Lula y Andrew estaban amarrados al árbol.
El guía permaneció impasible.
—¿No vamos a hacer nada? —preguntó Milton.
—Es más complejo de lo que parece —respondió el guía.
El chamán pronunció unas palabras en bantú. Samuel tradujo: el hambre de nuestros dioses, que no están muertos…
Después, en una coreografía que parecía ensayada, los niños y el chamán comenzaron a retroceder, hasta perderse en la negrura de la sabana. Milton aprovechó para dar un paso al frente, pero Samuel lo sujetó de un brazo. Luego le señaló con la cabeza hacia un punto a la derecha.
Una figura antropomorfa, de gran tamaño, avanzaba hacia el árbol. Lo hacía en dos patas, de manera amenazante, igual que los cuadrúpedos cuando se yerguen. Parecía un oso, pero Milton sabía que en la reserva no había osos.
—Zimwi —dijo Samuel—. Corre y no mires atrás.
Milton obedeció. Corrió lo más fuerte que pudo, sintiendo una mezcla de vergüenza y frustración: era consciente de que jamás podría escribir sobre todo aquello, sobre las leyes de un mundo que no era para turistas pero que los necesitaba, sobre su cobarde huida, sobre los gritos de Lula y Andrew mientras eran sacrificados para mantener el equilibro en el reino atroz del parque Kruger.
Imgen de portada: Paul Gaugin, El final real, 1892. Getty Museum