Las referencias etimológicas coinciden en que el sonido “comunidad” se deriva del latín communitas, un nominativo compuesto por el prefijo com/comoine, que significa “conjuntamente”, “en común”, añadido al radical munis/munia, referente a “servicio”, “deber” u “obligación” de carácter público. Haciendo este desglose lingüístico, communitas se suele describir como un conjunto de personas vinculadas entre sí por intereses colectivos y bajo el cumplimiento de obligaciones recíprocas.
No parece haber controversia entre las distintas maneras de definir el término comunidad, aunque sí hay diversidad en las formas que toma y en cómo evoluciona el concepto en diferentes culturas y periodos. En este tenor, ¿qué ocurre con el conjunto de personas vinculadas por obligaciones y dinámicas de reciprocidad cuando nuestro entendimiento del término persona trasciende el ámbito de lo humano? Dicho de otra manera, ¿qué forma cobra la comunidad cuando la condición de persona se extiende para incluir a seres animales, incluso vegetales, por no mencionar presencias intangibles o sobrenaturales?
Desde hace dos décadas realizo la mayor parte de mi trabajo etnográfico en el pequeño archipiélago de Melanesia. Este lugar se llama Vava en la lengua de su gente, un sonido que evoca el crecimiento vivo alrededor del cual se configuran sus vidas y sus islas, pero para el resto del mundo se conocen como Islas Torres, en honor a un explorador portugués de fama menor que nunca las visitó.
Las Islas Torres son un grupo de seis pequeñas ínsulas que, en términos cartográficos, están dejadas de la mano de Dios, ya que prácticamente no aparecen en ningún mapa. Ubicadas en la frontera oceánica de Vanuatu con las Islas Salomón, en el Pacífico occidental, representan una hilera minúscula de puntos de tierra, seres vivos y presencias espirituales suspendidos sobre una vasta región marítima. Como lo relata su mito de origen, las Islas Torres nacieron cuando el creador del cosmos terminó de moldear las tierras altas del océano-mundo. Al sacudirse los grumos de tierra primordial de sus manos, estos cayeron y se dispersaron sobre la periferia del Mar del Coral, dando forma al pequeño rosario de montículos de fertilidad que aquí me conciernen.
La población humana de este microarchipiélago es escasa: cuenta con menos de mil residentes de etnicidad melanesia esparcidos entre cinco islas y ocho aldeas. Desde la perspectiva de nuestra modernidad global, estas islas son pequeñas y vulnerables, con carencia de oportunidades, sin servicios básicos —falta de electricidad, educación y salud precarias—, y muy alejadas de los centros regionales y globales de comercio. Pero cada grumo de suelo fértil en este cosmos isleño tiene su nombre y su historia, y para sus residentes estas islas ni son minúsculas ni están alejadas de ningún lado. Por el contrario, son el centro del universo. En su superficie crece desde hace milenios un bosque atravesado por las diligencias, las relaciones productivas y la naturaleza múltiple de una gama extensa de seres, presencias y personas que constituyen una comunidad extraordinaria.
Conviene recordar que el medio físico de las Islas Torres, como el resto de los archipiélagos de Oceanía, no es estático: es un entorno dinámico constantemente modificado por los desplazamientos cíclicos —diarios, mensuales y anuales— de las mareas, los vientos, los seres humanos, los animales, y sí, también de los espíritus ancestrales y primordiales con quienes los residentes de estas islas guardan relaciones cotidianas. En esta sociedad, el mundo de los muertos coexiste con el de los vivos. Este mundo sobrenatural está empalmado con el nuestro y representa una versión especular del universo físico. Los isleños dicen que somos las sombras de ese mundo, una versión imperfecta del mismo, hacia cuyas virtudes y alegría hay que aspirar. Los muertos también viven en aldeas, poseen lanchas de motor, cazan, pescan, organizan danzas y andan por los senderos del bosque. Y no están solos: a los espíritus ancestrales les acompañan espíritus primordiales, energías incomprensibles y los espíritus de los animales y plantas que también son parte del cosmos.
La coexistencia de los mundos de vivos y muertos nos advierte que el respeto hacia las cosas del bosque no es producto de una visión romántica de la naturaleza. Es resultado de una manera de conocer y comportarse con el mundo circundante como un espacio compartido con una comunidad dilatada de seres intangibles e invisibles, pero siempre presentes. El comportamiento que mostramos en cualquier parte del mar y del bosque está determinado por las reciprocidades, obligaciones y consideraciones que nos impone esta visión relacional del mundo.
Estos son los ámbitos del océano-mundo de Melanesia: ecologías, topografías y mares imbricados, habitados por seres humanos y no humanos cuyas presencias y actos se combinan y traslapan para conformar una enorme red generativa de causas y efectos medioambientales, así como de producción, consumo, creación y destrucción.
El bosque que cubre las islas es el escenario privilegiado en el cual se origina y se desarrolla toda esta actividad. Lo describo como un bosque humanizado porque lo imaginamos desde el punto de vista de las personas humanas que somos, toda vez que representamos a los agentes preponderantes de la forma que toma el bosque y todo lo que hay en él. Son humanos los que gestionan los nexos generativos del suelo y del mar, los que viven en simbiosis con este bosque y sus contenidos desde hace más de tres milenios. Pero no es exclusivamente humana la experiencia y la transformación del bosque. Existen otros seres, otras personas, indispensables para entenderlo como una comunidad más-que-humana. Uno de esos seres, acaso el más importante desde la perspectiva de los humanos, es el humilde ñame.
Para comprender mejor la extraordinaria naturaleza del ñame, y su relevancia como persona no humana, resulta instructiva una breve viñeta etnográfica.
Un día, en el transcurso de mis primeros veintidós meses de residencia inicial en las Islas Torres, me encontraba grabando canciones tradicionales con Fred Vava, uno de los maestros y amigos más cercanos que he tenido en ese lugar. Lo escuchaba cantar a la sombra de un viejo árbol de mango. Mientras sudaba a chorros, tras terminar cada canción, lo interrogaba con diligencia taxonómica por el nombre de la persona y el linaje al que pertenecían los derechos tradicionales de la pieza.
En mi ingenuidad académica, llevaba meses compilando un registro de pertenencia y autoría individuales de cada fragmento de sabiduría al que me permitieron acceso: nombres, topónimos, recetas, fórmulas artesanales, estilos de navegación —todo era sujeto de mi motivación organizacional en aras de acomodar de la mejor manera posible los datos etnográficos dentro de categorías preestablecidas de conocimiento antropológico—. En ningún momento se me ocurrió que esas categorías taxonómicas pudieran ser productos de personas no humanas. Nunca se me había ocurrido que la condición de la persona, con la agencia y creatividad que la acompañan, no fuese exclusiva de los humanos ni que se extendiera al resto de la comunidad del bosque humanizado.
—Esta última canción, ¿a quién pertenece? —le pregunté a Fred.
—A un ñame —respondió.
—Es decir, ¿el nombre del custodio de la canción es igual al del ñame comestible?
—Su nombre era un ñame porque él era un ñame.
—El autor de la canción… ¿era un ñame?
Fred se quedó callado, me buscó la mirada con cierta preocupación, como se hace con un niño que no comprende una obviedad, y me respondió con paciencia y ternura:
—Sí, Carlos… era un ñame.
El ñame (Dioscorea alata) es el tubérculo esencial en la dieta isleña. Parece un camote de gran tamaño o una papa sobredimensionada y multiforme. Constituye el cultivo central de los huertos de las Islas. Es el resultado principal del esfuerzo hortícola de los isleños, así como el cultivo paradigmático no solo de las Islas Torres sino de cientos de comunidades lingüísticas y culturales del gran rompecabezas marítimo de Melanesia.
Como todo tubérculo, el ñame no da semillas. Su cultivo se realiza recortando un esqueje, o pedazo de ñame cosechado, para enterrarlo de nuevo en el suelo y dejar que crezca otra vez. Así, el cuerpo del ñame siempre es el mismo: desde que el primer ancestro humano lo cultivó, cada esqueje y cada ñame que genera forman parte de una cadena ininterrumpida que tiene su origen en un cuerpo de inicio, una suerte de ñame primordial. Esta cualidad genealógica es equiparable a la de los humanos, que somos el resultado de concatenaciones genealógicas que tienen como origen la actividad procreadora de una ancestra inicial (en Islas Torres todas las ancestras originales son femeninas). El ñame, como el ser humano, forma parte de un cuerpo colectivo y a la vez singular que se prolonga en el tiempo y el espacio.
Como producto constituido tanto por el trabajo humano como por la vitalidad del suelo fértil —ese suelo primordial del que se formaron las islas en el inicio del océano-mundo—, el ñame conforma una entidad cuya pervivencia coincide y depende de su relación con las personas humanas que lo cultivan, lo cosechan, lo consumen y que, al reinsertar en el suelo cada esqueje, garantizan su continuidad. Es por eso que a los ñames se les considera consustanciales a las personas y al suelo ancestral (en este caso, el huerto de cada linaje y familia isleña) con los que están inmersos, desde sus orígenes, en ciclos de reciprocidad y reproducción.
Es preciso entender esta imbricación genealógica en términos fenomenológicos, concretos: el ñame como persona no es un símbolo ni una representación; es una realidad. Es una persona, y como toda persona posee agencia, perspectiva, actividad creadora… incluyendo la capacidad de componer una canción tradicional y transmitirla a sus congéneres humanos.
El misionero marista y etnólogo francés Maurice Leenhardt, quien vivió durante treinta años entre los pueblos kanakos de la Nueva Caledonia, al sur de Vanuatu, fue uno de los extranjeros que mejor entendió que “la expresión de este ciclo [es decir, la proyección de la existencia del hombre en el ñame] no es una metáfora”. En su obra maestra etnológica, Do Kamo: La persona y el mito en el mundo melanesio, Leenhardt ofreció una de las descripciones más tempranas, claras y elegantes acerca de la naturaleza del ñame en Melanesia:
El ñame es cosa humana. Como nace dentro de la tierra en la que se descomponen los ancestros —se encuentran en un estado difuso, por así decirlo—, el ñame es la carne de los ancestros. Durante el festival de los primeros frutos, lo decoran como a una persona, con un sombrero especial y con ornamentos hechos con conchas y plantas mágicas. Como es una falta de respeto hablar mientras se come un ñame, siempre se consume en silencio. Este conforma la carne del hombre, su fuerza y su virilidad. El ñame crece de nuevo en cada estación, pero se considera uno mismo en su continuidad.
El ñame es excepcional, pero se arraiga y se sostiene en una red relacional cuyo nexo central es el huerto isleño. El huerto es el sitio del suelo fértil que nutre al ñame junto con una amplia variedad de cultivos complementarios: la mandioca, el camote dulce, el melón, la kava (una pimienta con propiedades psicoactivas), la papaya, el mango, el cocotero, y muchos más. Los huertos de las Islas Torres son sitios de forma, límite y contenido variados dispersos sobre la mayor parte de la superficie terrestre de las cinco islas habitadas. Los linderos y organización interna de cada huerto de este mosaico socioambiental se encuentran ocultos bajo la densa vegetación que recubre el territorio visible de las islas.
Por su propia naturaleza, los huertos son sitios efímeros en el tiempo y el espacio. Al igual que los humanos y los ñames, son fenómenos históricos. Poseen sus propios ciclos y ritmos según el momento en que son desmalezados, semillados, cosechados y dejados en barbeche. No es casual que a cada huerto se le asigne un nombre propio y un pasado genealógico. Sus nombres constituyen parte del conocimiento acumulado y heredado en cada linaje en las Islas. El huerto isleño constituye, en suma, un auténtico artefacto fractal. Es una creación singular, dado que surge del esfuerzo colectivo, pormenorizado y artesanal de las personas que lo producen. Pero también forma parte de un mosaico socioambiental en constante transformación.
Varios factores influyen en el patrón de dispersión de semillas arbóreas —y, por lo tanto, la concentración de ciertas especies en distintas partes del bosque—, entre los que se incluyen la limpieza periódica de los huracanes y el rebrote (posterior) de nueva vegetación —dominado, a su vez, por especies colonizadoras más robustas—; la dispersión semiestructurada de semillas durante las evacuaciones de animales como lagartijas y zorros voladores, cuyos desplazamientos diarios y áreas de anidación anuales también se sincronizan de acuerdo a las estaciones principales de los vientos. Finalmente, en la dispersión de especies arbóreas también influyen miles de años de transformaciones hortícolas y la movilidad de los patrones de asentamiento humanos que han implicado el cultivo preferencial de ciertos árboles que dan frutos comestibles, nueces y varios otros recursos.
Pero la dispersión diferenciada de especies arbóreas —y con ella la de animales que favorecen ciertas plantas y árboles, principalmente— se ve afectada, sobre todo, por el efecto de los vientos anuales, que sirven para recordar que el cosmos relacional de las islas está siempre en distintos estados de movimiento y transformación, sujetos a ritmos mucho más amplios de cambio estacional.
Los vientos alisios soplan del sudeste al noreste durante poco más de la mitad del año solar. Parecen un enorme ventilador cósmico que nunca se detiene: sopla noche y día durante meses. Los vientos contraalisios o ciclónicos, su contraparte, suelen traer huracanes (y largas calmas) desde el norte y el occidente. Este ciclo de vientos se traduce en que los costados de barlovento (sur y oriente) de cada isla son más húmedos y tienden a estar dominados por variedades arbóreas más altas, frondosas y de hojas perennes. En cambio, los costados de sotavento (norte y poniente) de las islas tienden a ser más secos, y se caracterizan por árboles de hojas caducas, bosques de bambú, arbustos dispersos y pastizales gruesos. A su vez, la concentración de ciertos tipos y volúmenes de peces en los arrecifes circundantes también se diferencia según ciclos diurnos, lunares y anuales, de acuerdo a las calmas, las mareas y el oleaje, en los que tienen influencia, entre otros factores, la acción de los vientos estacionales.
Aquí conviene observar que el efecto de los vientos no solamente se limita a la vitalidad y dispersión de cosas sobre la tierra, sino que también se extiende al mar y su disposición en torno de las islas. Así, los arrecifes de barlovento se explotan durante la temporada anticiclónica, de noviembre a marzo, cuando los vientos del sureste y el oleaje son mínimos. La pesca de agua profunda se reserva para este tiempo, que representa la temporada más alta de traslados de humanos, y animales, entre las islas. Por el contrario, el buceo y la pesca en los arrecifes de sotavento se realizan durante la estación de vientos alisios.
A su vez, las formas de tenencia marina y costeña están íntimamente ligadas a los niveles de las mareas, que por su parte siguen el cambio de posición de la luna en su ciclo mensual. Las mareas surten un efecto directo sobre los distintos momentos del día, la semana, el mes y el año solar que se dedican a la cosecha del mar, las lagunas de manglar y los pastos marinos en aguas poco profundas, que son visitadas por manatíes. Por último, las mareas afectan las lentes de agua dulce que se encuentran debajo de cada pequeña isla, y que son las únicas fuentes de agua potable que sostienen la vida humana, animal y vegetal en el pequeño archipiélago.
El ñame, que ocupa un lugar privilegiado en el centro del huerto, hace las veces de persona-cultivo. Humanos y ñame constituyen la dualidad de personas a partir de cuyos actos de ancestría compartida y continuidad generativa toma forma el resto del rompecabezas hortícola, arbóreo y marino de las Islas Torres. Su generatividad se extiende más allá de los límites del huerto, hacia los árboles, las plantas, los arrecifes y los animales que conforman la totalidad del territorio isleño. A esta congregación enorme, multiforme, multiespecie, de personas, presencias y cosas personificadas la describo como el cosmos relacional, el bosque humanizado y la verdadera comunidad de las Islas Torres, en Melanesia.
Lo que desde afuera percibimos como una diminuta selva tropical, perdida en un rincón remoto del océano Pacífico, guarda una riqueza de enseñanzas desde las cuales podemos no solo entender mejor aquellos parajes, sino repensar y reflexionar con perspectivas novedosas nuestros conceptos de persona, medio ambiente y comunidad, en resumen, nuestros horizontes de realidad.
Imagen de portada: Marianne North, Nepenthes northiana, 1876