La sangre nuestra de cada día. La que ellos guardan en sus venas, soterrada y silenciosa. La que ellas pierden cada mes y en cada parto. Mi primera sangre me tomó por sorpresa. Estaba en clase de deporte, en un partido de voleibol, vestía un short de satín blanco. Me asusté mucho al sentir la mancha tibia extenderse de pronto. De las lecciones de biología había aprendido poco, el aparato femenino me parecía demasiado complejo, con sus golosas trompas, propulsoras de huevecillos rosas destinados a encontrarse con renacuajos voluntariosos y, de cuando en cuando, algunas gotas de sangre, rojas como las uñas de mi amiga Fernanda. Mas nada de eso me interesó del todo hasta sentirlo en carne propia. No imaginé que las gotas formarían cúmulos tan visibles. Salí sin aviso y bajo amenaza del profesor: “Laporte, no se mueva de su puesto, ¿a dónde cree que va?”. La pelota golpeó la cara de alguien más. Me refugié en el baño, busqué mi falda gris en el casillero, pero siendo una confección casera decorada con un listón dorado para tergiversar el rigor del uniforme, alguien había tenido a bien robársela. Me lancé a la calle con las piernas desnudas, testigos de mi recién estrenada “condición de mujer”. Como cada jueves, mi padre pasó por mí aquella tarde. Al ver mi rostro compungido y el short colorado, sacó de la cajuela una cobija que llevaba para casos de emergencia. Me la tendió sin decir palabra, con la mirada puesta en el asfalto. Tampoco se lo conté a mi madre hasta pasados unos meses, cuando al fin había aprendido a ponerme una toalla higiénica con el adhesivo del lado correcto.
Mi última sangre coincidió con el colapso de las Torres Gemelas. Aquella mañana, en la clase de jazz, al instructor le costaba trabajo concentrarse. Confundía los pasos de la coreografía, suspiraba hondo, hasta que se detuvo en seco y exclamó: “¡Es que no lo puedo creer, un avión se estrelló en Nueva York!”. Un accidente, un atentado… corrieron los rumores entre los alumnos. También iba vestida de blanco y la mancha roja de nuevo me agarró desprevenida. Me vi obligada a dejar el salón en medio del alboroto, corrí a mi casa y encendí el televisor en busca de noticieros. Mi intención de meterme a la regadera se esfumó. Apreté las piernas. Alelada, presencié la llegada del segundo avión que a las 9:03 am atravesó la Torre Sur del World Trade Center. Al principio, pensé en un montaje: esperaba ver al reportero anunciar la falsa noticia, como cuando en 1938 Orson Welles narró un episodio de su adaptación de La guerra de los mundos y los radioescuchas creyeron que los marcianos habían invadido la Tierra. En cambio, vi mujeres y hombres desesperados por no hallar una salida y lanzarse por las ventanas de los edificios en llamas. Los cuerpos caían al vacío, uno tras otro. Mi sangre y mis lágrimas corrieron a la par del horror.
Una luna después la prueba de embarazo dio positiva. Tras el alumbramiento, mientras la familia celebraba la llegada de mi hija, las enfermeras festejaban un gol de México en el Mundial Corea del Sur-Japón 2002 y el médico se había ido a jugar golf. La placenta se negó a desprenderse de la matriz y se presentó una hemorragia con tanta obstinación que entré en coma. Se requirieron varios cirujanos y tratamientos de choque para salvarme, entre ellos, la ablación del útero. Al despertar y enterarme de que alguien había tomado una decisión sobre mi cuerpo mientras yo dormía, enfurecí. Se me había arrebatado la posibilidad de volver a procrear. Al cabo de meses de reflexión, en los que me veía al espejo trunca e inútil, como si mi feminidad estuviera basada solo en un órgano del tamaño de una pera pequeña, invisible pero decisivo, me obligué a mirarme completa. Debía reinventarme, sentirme agradecida, disociar la fecundidad del erotismo, incluso aprender a ser madre de otra forma.
Sin los medidores habituales para detectar la llegada de la menopausia, me queda el control anual del perfil hormonal. Hace unas semanas, fue un hombre quien me dio la pauta del nuevo cambio que se avecinaba. Asistíamos a una cena protocolaria. Mi rostro enrojeció y empecé a transpirar sin ninguna razón. Entre dos resuellos busqué ventanas o aires acondicionados a mi alrededor. A los tres minutos me apoderé de mi suéter: me recorría un escalofrío hasta los pies. Es Covid, pensé. Él se compadeció del otro lado de la mesa, sin duda su compañera pasaba por las mismas. “Ya sé lo que sientes”, me dijeron sus ojos. “Qué bueno, porque yo no sé qué me pasa”, respondieron los míos. Los sofocos, el calor repentino que sube de las entrañas, los calambres nocturnos, los insomnios, las migrañas, la flacidez o la resequedad de la piel, el cabello opaco, los cambios de humor, el cansancio… Leo la lista: es larga y aterradora, y cuanto más me informo, más confundida estoy. Que es pésimo controlar los síntomas con hormonas sintéticas, que pueden causar cáncer, dicen algunos especialistas. Que no es necesario sufrir habiendo tantos medios para evitarlo, dicen otros. Entonces, después de los síndromes premenstruales, los cólicos, las toallas nocturnas, gruesas y ultra delgadas, el pavor a embarazarse o a no embarazarse, ahora toca sobrellevar las inclemencias arriba mencionadas. Anuncian el fin de la capacidad reproductiva y, para muchos, el de la actividad sexual. La fecha de caducidad. El chongo plomizo y el chalecito tejido sobre los hombros. Me vienen a la memoria algunas tías sudorosas y opulentas, sostén copa DD, miembros activos del club del abanico. Solían sacarlo para ventilarse a la menor provocación. Me da el soponcio, me da… “¿Duran para siempre? ¿Se le quitan a una in articulo mortis?”, pregunté a mi doctora. “No, qué va —buscó tranquilizarme— pero sí pueden durar varios años”.
Hace unos días estábamos mi hija y yo en Mazunte, echadas frente al mar. Se instaló a nuestro lado un hombre de unos 50 años. Con insistencia, se pasaba la mano por las todavía escasas canas de sus sienes y la lengua sobre el labio inferior. “¿Cómo te llamas?”, me preguntó. Acostumbrada al ligue playero, respondí ufana. “Yo me llamo Guapo”, informó. “¿Así nada más, sin apellido?” “Sí, así, soy Guapo. Por cierto no trabajo, vivo eternamente de vacaciones”. Suertudo. Entre dos piñas coladas, me dediqué a observar a aquel monumento a la confianza. Barba acicalada, tanga anaranjada, axilas depiladas, posaba su mirada lasciva en los senos de las jóvenes que sorteaban las olas. Bombeaba el pecho y apretaba los párpados, cual si observara un cuadro de lejos, en cuanto pasaba frente a nosotros la redondez de una chica. Poco parecía importarle que estuviera acompañada. Durante dos horas, sin atisbo de cansancio, echó a andar diversas estrategias para volverse indispensable hasta la hora de la cena. Mi hija, en bikini también naranja, aburrida con su plática, se quedó dormida. Guapo la recorrió con los ojos entrecerrados y fue entonces cuando entendí que el objeto de su anhelo no era yo, sino ella. Salté y acomodé mi tumbona entre ellos. Lejos de sentir celos, me irritó que un hombre mayor que yo buscara los favores de mi novata veinteañera. Para colmo, al caer la noche, cuando dejábamos la playa, un niño se tropezó conmigo y su padre, aún más añejo que Guapo, le gritó: “¡Quítate, hijo, deja pasar a mi suegra!”. Sonreí ante la rápida ocurrencia. “Cuidado con el abuelo”, mascullé; mi hija rio a su vez y, confesando que nunca se había sentido tan codiciada, prometió volver a Mazunte en caso de decaimiento extremo. La mirada de los hombres marcó la pauta: así, en unas vacaciones, yo me convertí en suegra y ella en esposa potencial. Recordé uno de sus comentarios, dos años antes: “Ay mamá, pareces una reina y yo tu mascotita”. ¿Le había pasado la estafeta? ¿Debía borrarme, eclipsarme, para dejarla a ella brillar? Hay lugar para todas, concluí. Sin embargo, al pasar frente a un estanquillo, miré con nostalgia las cubetas de juguete y las pelotas traslúcidas. La pérdida de la menstruación conlleva un cambio de estado social. A menudo sucede cuando los hijos se van de casa dejando tras de sí los cajones atiborrados y el oso de peluche sobre la almohada, cual si fueran a volver al día siguiente. Al rato vas a ser abuela, afirman algunos en tono burlón, mientras me buscan los cabellos blancos en la cabeza. ¿Estarán acaso pensando, como mi marchante del mercado, que la fruta ya se echó a perder? “Ya no me gusta tanto el sexo —me confiesa una amiga— prefiero ver una peli y francamente me da flojera lidiar con las pastillitas azules. Si le llega a dar un ataque cardiaco voy a cargar para siempre con la culpa”. “Muchos maridos acompañan a mis pacientes —reconoce mi ginecóloga— con la esperanza de que, mientras ellas se están cambiando tras la cortina, yo les recete en voz baja algún remedio en gel contra la impotencia, la barriga y la alopecia”. Entonces, a la vuelta de los 50, cuando en principio nos quedan, según las estadísticas, otros treinta años de vida, ¿qué vamos a hacer con todo ese tiempo? La idea de envejecer es sin duda perturbadora, aunque lejos de avergonzarme y regodearme en el sillón a la espera de los primeros signos de desgaste, con la convicción de que todo irá empeorando, me habita una rabia sorda por no perderme un minuto.
Por ello, tras el primer impulso, perdoné a Guapo. Ya fuera un gigoló o un sugar daddy, un patrocinador en busca de un pimpollo para mejor rebrotar, luchaba ferozmente contra la corrosión. Saboreaba cada espejismo de eternidad. Al emularlo me siento magnífica. Que mi prescripción sea la hora de mi muerte, he dicho. Aún no exploro la condición de cougar, pero puedo entender a los perseguidores de la juventud, a los cazadores de los resabios de inocencia. ¡Esa piel! Aunque las mujeres nos emparejamos cada vez más, los hombres siguen llevando la delantera. Brigitte fue la comidilla de la prensa hasta la náusea por llevarle a su marido presidente de Francia, Emmanuel Macron, veinticuatro años. Cuando la extinta duquesa de Alba se casó con un hombre veinticinco años más joven, los memes circularon a destajo. Pero cuando un diputado sexagenario entra a un restaurante del brazo de una treintañera es envidiado y festejado. Ya lo veo, alisándose los bigotes y echando para adelante la corbata de seda tornasolada, mientras ella agita su cabellera al viento. “Linda su hijita”, llegan a decirle con el fin de adularlo, y el bigote se retuerce. Ante la tentación, mejor hacerse la vasectomía, asegura otro amigo precavido, no vaya a ser que a alguna se le ocurra embarazarse y yo ya tengo tres hijos. Siendo más implacable el juicio hacia las mujeres, ellas suelen ser más discretas. El contrapeso del diputado es una fuerza de la naturaleza de la que me hablaron, una mujer con sus 72 años y sus dos amantes de 50 y pico. Sin embargo, esconde a ambos y mantiene su fachada de abuela soltera ante su clan familiar.
Mientras la palabra menopausia, cargada de estigmas, es pronunciada a manera de confidencia, la de andropausia —el Síndrome de Deficiencia de Testosterona también provoca irritabilidad, cansancio, libido baja, insomnio, etcétera— está ausente del vocabulario de mis conocidos. Fuera de una que otra calvicie tenaz, ellos no parecen asumir como suyo el paso del tiempo. A George Clooney, con sus atractivas patas de gallo cuando pregunta “What else?”, nada le pasa. Sin duda, todos se imaginan iguales a Chaplin: capaces de reproducirse hasta bien entrados los 70 años. Tampoco se dan por aludidos quienes cuentan con orgullo los años que los separan de sus compañeras mozas. Para no enloquecer como Humbert, el padrastro de Lolita, y asesinar a quien se interponga ante su deseo, se prefieren educadores y protectores. El mito de Pigmalión en toda su potencia: el rey de Chipre esculpe en marfil a Galatea, su ideal de mujer, y la diosa Afrodita, conmovida, la convierte en humana. Ellos deberían contarnos un poco más sobre sus padeceres para terminar de desenmascararnos unos y otros. Acabar de una vez por todas con el tufo a chisme argüendero, cosas de viejas, que a veces persiste en cuanto se menciona la menopausia.
Para algunas mujeres, lejos de evidenciar una cercanía de la muerte, este periodo encarna otras posibilidades. Al hacerse menos visibles, al alejarse del foco de la atención masculina, surge un sentimiento de liberación. Aprecian esta nueva fase de su vida, la posibilidad de alcanzar al fin una verdadera igualdad con ellos, sueldos y carreras profesionales similares, con los hijos crecidos y la sabiduría de las experiencias acumuladas. La libertad de manejar su tiempo y sus pasiones a su antojo, la idea de que su cuerpo les pertenece al fin por entero al dejar de someterse a las necesidades ajenas (complacer, concebir, alumbrar, alimentar), con la perspectiva de tener, si no la capacidad de engendrar, orgasmos hasta el último suspiro. Nada de quedar fuera de la ronda de la piñata y sin dulces.
Imagen de portada: ©Sarah Maple, Menstruate with Pride, 2010-2011. Cortesía de la artista