En Jonathan Strange y el señor Norrell, Susanna Clarke, una de las autoras más interesantes de la fantasía contemporánea, plantea una curiosa historia alterna: ¿Qué pasaría si Inglaterra estuviera toda encantada durante las guerras napoleónicas, mientras Jane Austen publicaba sus novelas y las locomotoras de vapor aún no devoraban los bosques? La historia comienza en 1806, cuando John Segundus, un caballero con afición por la magia, asiste a la reunión que cada miércoles tiene la Sociedad de magos de York, donde “se leían unos a otros largos y aburridos textos sobre la historia de la magia en Inglaterra”. Segundus acude a ellos para preguntarles por qué dejó de practicarse la magia, en contraste con épocas pasadas. Los magos, molestos, responden que los caballeros no hacen magia debido a su desprestigio, pues “se la asociaba con caras mugrientas, gitanos y ladrones; habitaba en sórdidos cuartuchos de sucias cortinas amarillas”. Pero, al parecer, hay otra persona en Yorkshire que podría abonar algo interesante a la cuestión, un engreído ermitaño que tiene la colección más grande de libros sobre magia: el señor Norrell. Orgulloso de sí mismo, Norrell anuncia a John Segundus que la magia sigue viva y que él mismo es “un mago practicante bastante aceptable”, afirmación que confirma con creces más adelante, cuando Norrell ayuda a que el ejército británico bloquee la bahía de Brest a los franceses creando una flotilla de barcos hechos de lluvia. De alguna manera, las poblaciones urbanas del siglo XXI nos parecemos un poco a la Sociedad de magos de York: nuestro mundo está desencantado, como afirmó Max Weber en Sociología de la religión:
Ya no necesitamos apoyarnos en la magia como un dispositivo para dominar a los espíritus o negociar con ellos, a diferencia de los salvajes, para quienes esas misteriosas fuerzas existían. El cálculo y la tecnología cumplen esa función.
Y sin embargo, aunque nos cueste admitirlo (pues nos consideramos seres racionales muy respetables, herederos de la Ilustración, creadores de algoritmos y satélites) dedicamos bastante energía a la búsqueda del encantamiento, a producir objetos culturales en los que la magia revive e incide de diversas formas en la realidad. En The Long Life of Magical Objects, Allegra Iafrate reconoce que dentro de las historias que nos contamos perviven, intangibles, los objetos mágicos cuya materialidad quizá existió algún día y cuya función precisa dentro de su contexto hoy nos resulta inalcanzable: nacieron dentro del arte, la magia, la ciencia o la religión de su tiempo y ahora residen en la imaginación. Su mera aparición hace presente el mundo de antes, en el que no existían las certezas de la modernidad: cofres, espejos, anillos, alfombras voladoras, espadas, escobas hechas con ramitas de abedul. La autora define a estos objetos metamórficos, como
cualquier objeto dotado de poderes superiores a los de su inherente condición física, sin discutir la agencia que otorgó esos poderes o la manera en que los adquirieron.
Normalmente representan un valor simbólico o un sentido metafórico, pues son parte de un sistema semiótico más amplio: importan más por lo que significan que por lo que son. Cabe considerar la complejidad que implica la distinción entre ciencia, magia y religión, cuestión que, ante la diversidad de culturas, sistemas de creencias y epistemologías, aún hoy sigue en crisis. Los objetos mágicos, pues, existen gracias al poder evocativo de sus descripciones, que dependen de la suspensión de la incredulidad para que sean, crezcan y se amplifiquen en la mente de quienes reciben la información. Aunque sus características cambien y se adapten a la geografía y época, es precisamente su mutación y su trayectoria las que los hacen potentes y perdurables, capaces de cumplir sus múltiples funciones. Por ejemplo, las espadas nos son bastante ajenas en nuestro día a día, pero la fascinación por ellas pervive en los sables de luz de Star Wars. El asombro que despertaban en la antigüedad tuvo raíz en la capacidad transmutadora de sus componentes: el metal, escondido bajo la tierra, dentro de la roca, era capaz de convertirse en un objeto bello, refulgente y poderoso gracias a las virtudes del fuego y del forjador de espadas, cuyos métodos y rituales eran celosamente guardados y transmitidos a sus aprendices. Estas cualidades, aunadas a la representación de una autoridad que surge de la confianza sagrada, la justicia y la honorabilidad (por mencionar solo algunas) acabaron de forjar las espadas legendarias de diversas culturas, desde la Tizona de Rodrigo Díaz de Vivar hasta la Kusanagi no-Tsurugi, una de las tres reliquias sagradas de Japón que hasta el día de hoy se entrega a cada nuevo emperador durante su entronización. Quizá la más célebre sea Excálibur, la espada mágica que, según diversas fuentes históricas y literarias que van desde Geoffrey de Monmouth (s. XII) hasta T. H. White (1958), Arturo extrajo de la piedra, o bien, le fue entregada de manos de la Dama del Lago. Excálibur no solo es un arma cuyo buen manejo requiere disciplina, fortaleza y discernimiento, sino que acompaña y potencia las virtudes de quien la empuña: lealtad, protección hacia los débiles, integridad; valores transmisibles a cualquiera que encare las mismas dicotomías humanas que Arturo enfrentó con valentía, aunque se experimenten en una vida más bien modesta. El entrenamiento bajo la tutela del mago Merlín, las victorias en el campo de batalla y la traición de su esposa Ginebra con su mejor caballero, Lancelot, se han narrado incontables veces y en múltiples soportes, desde el pergamino hasta los videojuegos. Su épica e imaginería siguen presentes en las ficciones cinematográficas y las series que hoy despachan los servicios de streaming. En From Girl to Goddess: The Heroine’s Journey through Myth and Legend, Valerie Estelle Frankel reflexiona acerca de la espada como un símbolo del héroe fundamentalmente masculino a partir de una interesante noción de la verticalidad determinada por la forma puntiaguda del arma:
En un mundo en el que el hombre estaba aprendiendo a caminar erguido y a alcanzar el cielo, fuente de la divinidad, las torres y las escaleras [también] eran signos de fortaleza, de civilización, de contacto con la fuerza de dios. Esto separó al hombre de los animales, al cielo de la tierra. En contraste, el círculo fue uno de los símbolos femeninos primordiales que representaba un espacio protegido o consagrado, un lugar en el que todos éramos iguales. “El universo comienza con la redondez, como indican los mitos”, a decir de [la simbolista Barbara] Walker.
Los objetos mágicos de la heroína, pues, estarían definidos por su redondez, profundidad y capacidad contenedora en la forma, pero también por su origen doméstico: recipientes como el caldero, los cuencos y cálices; la rueca y los instrumentos de bordar; los espejos y las escobas. No es de extrañar que la cultura occidental le achaque a algunos de ellos valores oscuros o negativos, considerando que la relación entre la magia y las mujeres se estigmatizó especialmente durante el Renacimiento y se acrecentó con la cacería de brujas en varias partes de la cristiandad hasta bien entrado el siglo XVIII, algo que Silvia Federici explora con brillantez en Calibán y la bruja, ensayo que analiza la relación entre el capitalismo, la devaluación de la tierra y la violencia contra las mujeres. El tan buscado Santo Grial, además de ser, en sí mismo, un objeto mágico de la tradición judeocristiana, simboliza la regeneración y la vida; la sanación de las heridas y la resurrección, atributos de deidades femeninas primordiales. La rueca presente en el cuento de La bella durmiente sugiere que, como menciona Frankel:
Las heroínas viven en un mundo más traicionero y en constante cambio, en el que incluso sus figuras protectoras pueden provocar su muerte. Así como el mundo exterior es una amenaza para el héroe, el mundo interior ofrece impactantes trampas para la heroína que debe enfrentar para triunfar.
La relación entre el espejo encantado y la madrastra de Blancanieves propicia una reflexión acerca de la prueba que implica enfrentarse con el propio proceso de envejecimiento y muerte, mientras que es, también, una puerta de entrada al plano de los espíritus, así como del autoconocimiento. La diosa-sol de Japón, Amaterasu, vuelve a iluminar el mundo gracias al espejo colocado fuera del escondite en el que ella se había atrincherado, enojada, dentro de una cueva. Al provocar la fascinación de Amaterasu ante su propio reflejo, que nunca había visto, el espejo representa además el descubrimiento del propio valor y el lugar que ocupamos en el mundo.
El caldero, a la par que la escoba, es un símbolo tradicional de las brujas, entidades temibles del folclore europeo. En él se cocinan los ungüentos, filtros mágicos y venenos con que puede hechizar a la gente, animales y objetos como la escoba, cuyo mango, embadurnado con un ungüento especial, permitía montarla y volar sobre ella (literal y metafóricamente, pues se dice que contenía elementos alucinógenos). En ese sentido, Hermione Granger, la bruja amiga del mago Harry Potter, reivindica la capacidad generadora del caldero que, sumado a numerosos grimorios y toda clase de libros que contienen fórmulas complejas, produce mucho más que pociones para dañar a otros. Con Hermione, el caldero de la bruja recupera su cualidad original de laboratorio de la salud y el conocimiento explorado por muchas mujeres que, a lo largo de la historia, fueron castigadas por hacerlo. La escoba voladora, por otra parte, comparte función con la famosa alfombra voladora presente en la literatura persa medieval a partir de la recopilación de relatos que hoy conocemos como Las mil y una noches, presuntamente realizada por Abu Abd-Allah Muhammad el-Gahshigar alrededor del siglo VIII. Muchas de las historias ahí contadas quizá provengan de la India, no obstante, la alfombra voladora también forma parte de los objetos mágicos del rey Salomón, un conjunto que con el paso del tiempo ha adquirido distintas características. Allegra Iafrate señala que una crónica del historiador persa Al-Tabari menciona “una alfombra gigante que sostiene al rey y a toda su corte mientras viajan rápidamente de un lugar a otro”. Las variaciones incluyen una alfombra sostenida por demonios y también una que se encuentra estática, pero que al sentarse sobre ella conduce inmediatamente a la persona al lugar remoto al que desea ir. El anterior podría parecerse a ciertos objetos que en la modernidad ya no funcionan a través de la magia, sino de la alta tecnología, lo cual nos hace pensar en que esos deseos finalmente derivaron en la aeronáutica o en el teletransportador, aún por inventarse, de ubicua presencia en diversos relatos de ciencia ficción. El shamir, otro objeto de la tradición mágica judía, también es una herramienta tecnológica asombrosa: por su capacidad de cortar cualquier material, es particularmente útil en la construcción de templos y edificios. Esta búsqueda de remedios a los problemas humanos a través de la magia, sobre todo los ligados a nuestra pequeñez y finitud, también ha producido movilizaciones históricas cuyas consecuencias fueron irreversibles. Por ejemplo, la posesión y búsqueda de reliquias en la Edad Media europea, objetos imbuidos de los más asombrosos poderes sobrenaturales, motivaron viajes y establecieron caminos que no tenían un propósito militar. Sin importar la veracidad de las reliquias, las peregrinaciones para visitar un templo y, por ende, una ciudad o región, con el consecuente crecimiento económico que implicaba, devendrían en los circuitos turístico-religiosos que perviven hasta la actualidad. Otras búsquedas de objetos sobrenaturales requirieron de excursiones más agresivas, como la emprendida para obtener el famoso cuerno del unicornio, de propiedades afrodisíacas, con el objetivo de mejorar la vida sexual del rey Enrique IV de Castilla. Esto produjo la incursión de un puñado de desafortunados hombres en África con resultados desoladores tanto para ellos como para las poblaciones a las que violentaron. La historia fue explorada por Juan Eslava Galán, sin asomo de elementos sobrenaturales, en su deslumbrante novela En busca del unicornio (Planeta, 1987), en la que los unicornios son en realidad rinocerontes, y la voluntad divina del rey, un simple capricho que destruye la vida de personas reales.
No es gratuito que, en el mundo reencantado de Susanna Clarke, la magia haya podido perdurar gracias a la biblioteca de Norrell, que incluye volúmenes míticos como las Instrucciones de Jacques Belasis o Cómo preguntar a la oscuridad y entender sus respuestas. Tampoco es gratuito que la vuelta definitiva y contundente de la magia a Inglaterra provenga de aquello mismo que la Sociedad de magos de York despreciaba: Vinculus, el hechicero vagabundo y maloliente que deambula por las calles, es un libro viviente, cuya piel tiene grabada con tinta las palabras que enuncian la profecía del Rey Cuervo, un niño humano criado por hadas que vuelve para reclamar su reino. Y es que los objetos mágicos, a decir de Marcel Mauss, son
fenómenos comparables con los del lenguaje. Las cosas actúan más como encantamientos que como objetos con propiedades, ya que en realidad son como palabras materializadas.
Del Abracadabra hasta el estudio sagrado de la Cábala, el lenguaje ha probado ser el objeto mágico más democrático y a la vez, el más exigente, pues no necesita más que voluntad, intención y conocimiento para cumplir su propósito. Ursula K. Le Guin (la autora de fantasía más importante surgida después de la publicación de las obras de J. R. R. Tolkien) tomó al lenguaje, una responsabilidad material y espiritual llena de significado, como la sustancia misma de la magia. En su saga de Terramar, su práctica se aprende en la escuela ubicada en una de las islas del archipiélago. En ella es más fácil encontrar alusiones a las culturas y fisonomías de la Polinesia que a las europeas, lo cual reubicó el epicentro de la magia en el seno mismo de la fantasía, ampliando sus posibilidades de representación, poder y ejecución. Ged, el joven protagonista al que veremos envejecer, triunfar, fracasar y ceder su lugar a mujeres hechiceras a lo largo de la saga, tiene que aprender el verdadero nombre de las cosas del mundo para poder ser un mago. El Maestro de los Nombres se lo explica así:
Para transformar esta piedra en una gema tienes que ponerle otro nombre verdadero. Y eso, hijo mío, hasta con una piedrecilla tan pequeña como esta, es cambiar el mundo […] Mas no transformarás una sola cosa, un guijarro, un grano de arena, hasta que no sepas cuál es el bien y el mal que resultará. El mundo se mantiene en Equilibrio. El poder de Transformación y de Invocación de un mago puede romper ese equilibrio. Tiene que ser guiado por el conocimiento, y servir a la necesidad. Encender una vela es proyectar una sombra.
La relación entre la capacidad creadora de las palabras y la magia es también una manera de entender la literatura: el lenguaje puede cambiar al mundo, por lo que es deseable saber exactamente qué narrativas deseamos sembrar en él. Italo Calvino decía que la función narrativa de los objetos mágicos consistía en unir a las personas con los hechos y los lugares. En ese sentido, los seres humanos, a través del lenguaje y la narrativa, tenemos un don que no debe ignorar su responsabilidad sobre el mundo, pues la potencia de los objetos no es inocente: para Graham Harman y otros pensadores adscritos a la Ontología Orientada a Objetos, que pretende descentrar al ser humano como único demiurgo del mundo, las ficciones, las creencias, las historias en sí son objetos potentes, aunque intangibles, que también moldean la realidad a través de su circulación incesante. Como diría la bruja Sally Owens al sheriff del pueblo en Practical Magic, una película protagonizada por Sandra Bullock durante el boom de las cintas sobre hechiceras en los años noventa: “Es solo una estrella. Es un símbolo. Tu talismán no puede detener a los criminales, ¿cierto? Tiene poder porque tú crees que lo tiene”. Quizá nunca hemos dejado de habitar un mundo encantado, después de todo.
Imagen de portada: Nicholas Roerich, The Doomed City, 1914