lo que sabemos es parecido y diferente mientras permanece guardado en contenedores de formas diferentes Juliana Spahr
I
Hace dos semanas un auto me tiró de la bicicleta. Y, por fortuna, estas palabras van a envejecer muy pronto, aunque en el consenso ciclista de esta ciudad probablemente la frase imperecedera para lo que me ocurrió sería “y no importa cuándo leas esto”. Pero ¿por qué? Pues porque existen las ruedas, los motores, la diferencia entre caballos de fuerza y velocidad media en una bicicleta, las luces direccionales y los espejos retrovisores —aunque no se usen— y los lapsus y las calles estrechas y los puntos ciegos. Al mismo tiempo, existen los horarios de trabajo que provocan prisas. Y existen, por supuesto, los errores. Lo que no creo que exista es un plan para todo lo que pasa.
Existe, en cambio, la posibilidad, un presupuesto de mundos otros, segundos que duran una eternidad en la que nada fue planificado. Así existe esta ciudad, y así existen y existieron otras donde también hay y hubo vialidades y vehículos, y donde debe reinar cierta armonía, aunque sea frágil. Quizá por eso, en algunos casos, existen los exámenes de conducir para que transiten y coexistan los vehículos impulsados por gasolina con los movidos por la fuerza de las piernas.
Existe, además, la fortuna que posibilita las caídas leves a unas calles de un hospital con servicio de urgencias. Aunque la emergencia lo sea porque la provocó un auto. Ya dentro, existen los protocolos, los pagos por adelantado y los errores de conectividad en las terminales bancarias. Todo eso hace posible que existan las esperas en bata con abertura trasera, los consultorios de reconocimiento y la palabra acogedor, que pocas veces se combina con la palabra consultorio.
Existe el dolor y la escala del dolor. Existen las evaluaciones ortopédicas, la gente especialista en ortopedia y la que es experta en manipulación y transporte de pacientes en sillas de ruedas, en camillas, en vilo. En las salas de emergencia, por su parte, existen otras personas que son especialistas en rayos X e interpretación de placas; en poner inyecciones desinflamantes, rojizas, espesas; en meter ese líquido en jeringas con agujas perfeccionadas durante siglos —todo conjugado en un punto de suposiciones para después seguir existiendo como desecho el resto de la eternidad—.
Existen, pues, las altas médicas, los corredores bien lustrados, las sillas de ruedas, las miradas al pasar, la promesa de una entrevista sobre emergencias médicas, la complicidad estéril.
Existen la industria del asiento, los sillines para bicicleta y también esa imagen que dejó John Cheever en sus diarios sobre la manera en que las nalgas se posan al montar.
Una semana después regresé al lugar de la caída montado en la bicicleta. Mismo sitio; yo, criatura más alerta. Ahora existe una señalización de prioridad para bicicletas en esa esquina.
Ahora existe en mi cabeza una idea: la bicicleta es una silla de ruedas en estricto sentido, aunque ya se sabe: la forma es el fondo, casi siempre.
II
Conjuguemos otra vez. Existe la patente de la rueda, la tiene un anglosajón llamado John Keogh (a partir de 2001, cuando la registró como suya). Lo que no existe es la patente del movimiento. El hecho de que haya cosas impatentables hace que las cosas puedan seguir conjugándose.
El movimiento existe, ha existido, va a existir en todos lados, en las criaturas también, aunque en ellas no siempre sea anatómicamente correcto, funcional o grácil, según quien las mire.
Por ejemplo, existen los perritos que caminan sobre sus cuatro patas, vigorosos, juguetones, saltarines, veloces. Existen los galgos. Sin embargo, existen otros, unos que fueron todo lo anterior pero luego no, y que para seguir moviéndose necesitan sillas de ruedas, siempre a su medida, fáciles de limpiar, todoterreno, pero sobre todo a su medida. Para esos casos solo existía la eutanasia.
En los sesenta hubo una patente mexicana de silla de ruedas para perros que quedó olvidada hasta que un veterinario, el doctor Javier Herrera, retomó la idea y, desde entonces, diseña y construye sillas de ruedas para perros con problemas de movilidad.
Por eso existe un sitio como Car-Can, el centro de rehabilitación para mascotas. Y, por supuesto, existe una historia familiar alrededor. Me la cuenta Xóchitl, la hija del doctor, en un recorrido por el espacio que la familia ha adecuado a través de los años, interpretando la intuición del padre. Una vez que existió esa idea, la vida de la familia comenzó a configurarse en torno a ella. Car-Can existe en lo que antes había sido la planta baja de una casa dedicada a los animales.
Car-Can es hoy un centro de rehabilitación de mascotas al sur de la Ciudad de México que trabaja sin tregua, incluso los días feriados. Hay que tomar el Periférico, pero me dice Xóchitl que eso no le importa a la gente, que vienen de toda la República: de Querétaro, Puebla, Jalisco e incluso de Sinaloa, donde existe un señor que manejó hasta Car-Can para que atendieran a su perro. ¿Qué detonó esto?
Car-Can existe desde el día en que otra familia llevó a su perro para buscar una alternativa. No querían dormirlo. ¿Por qué, si el corazón le latía a la perfección y lo único que no le funcionaba eran las patas traseras?
La necedad y la búsqueda existieron en la cabeza del doctor Herrera. Lo que no ha existido nunca es la industria de la silla de ruedas para mascotas. Es por eso que en Car-Can existe un taller que parece de juguetes, de talabarteros, de dobla tubos, donde existe una caricatura de un perrito punk pintada en una lata.
En el taller de Car-Can existen dos armadores de sillas: Marco y Salvador. A uno de ellos, al que estudió historia, le pregunto por esos juguetes mesoamericanos, los silbatos de barro en forma de perrito y con llantitas que abren el debate sobre la existencia de la rueda en este lado del mundo antes de la Conquista. Me dice que sí existió, pero que no como en Europa, donde su utilidad en el transporte le dio fama.
Existe la sonrisa en lo que hacen estos dos. Son maestros de algo que no existe para mucha gente. Quién sabe qué le dirán a sus familias cuando se van a trabajar. ¿Sillas de ruedas para perros? Y para patos y para conejos y para tlacuaches (existen las fotos, yo las vi) y quizá para lémures, porque el día que fui uno llegó colgado de su dueña. No podía caminar. Claro, existen los hábitats naturales donde los lémures se mueven de manera indescifrable para un departamento de la Ciudad de México. Aun así, un lémur y una habitación citadina se combinaron y hubo un resultado.
Existe algo punk en ayudar a que un perro se siga moviendo en vez de dormirlo.
Existen los retos y uno nuevo llegó para el doctor Javier Herrera ese día en que fui a Car-Can: en su cabeza todavía no existían los movimientos lemurianos; existía un día de asueto para el ingenio. Existen los lunes.
Ojalá Car-Can exista mucho tiempo.
III
Ya estando afuera de Car-Can me compré un coco de media cuchara. Su agua la tomé como si tuviera espacio infinito en mi vejiga. Le pregunté al coquero si sabía de un lugar donde hicieran sillas de ruedas para mascotas. Negó con la cabeza. “¿A poco eso existe para perros?”, me dijo. Terminó de sacar la carne del coco, la embolsó y le pagué con cambio. Comencé a comer antes de irme, aproveché unos minutos la sombra de la sombrilla del coquero. Él me esperó —se dice que un cliente llama a otro cliente—. Desde donde estábamos se alcanzaba a ver el inconfundible símbolo de un perrito con una rueda en vez de sus cuartos traseros.
Ese símbolo también existe gracias a la habilidad del doctor Herrera en Paint 95. El coquero había estacionado su triciclo en la esquina, a unos metros del zaguán del que había salido yo hacía unos instantes y en el que durante más de una hora habían desfilado mascotas (perros en su mayoría, pero un lémur también) con problemas de movilidad. Quizá algunos habían salido moviéndose ya en silla de ruedas por el mismo zaguán.
Nada de eso existió para el coquero, para quien en ese momento solo existían los cocos enteros encima de las tres ruedas que lo llevan por las calles.
Este texto existe gracias a Xóchitl Herrera, responsable del centro de rehabilitación para mascotas Car-Can, ubicado en la calle de Plan de Jalapa número 43, colonia San Lorenzo La Cebada, Alcaldía Xochimilco, CDMX.
Imagen de portada: Arnold Peter Weisz-Kubínčan, Perros en un paisaje, ca. 1935-1944