Un sistema de justicia de cabeza: justicia y desigualdad en México

Desigualdad / dossier / Febrero de 2024

Ana Laura Magaloni

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Una sociedad adquiere forma gracias a su sistema de justicia. En el trabajo cotidiano de los tribunales se produce un engrudo que nos adhiere, unos con otros, de determinada manera. La maquinaria judicial es el vehículo a través del cual se define quién puede exigir a otro una conducta o una prestación, y esto tiene un impacto significativo en la distribución de poder entre los miembros de una colectividad y en la arquitectura social. Que una sociedad sea más horizontal e incluyente o más vertical y estratificada está íntimamente relacionado con el acceso y el funcionamiento del sistema de justicia. El orden social mexicano es estratificado y vertical, y presenta muchas diferencias en el trato jurídico que cada ciudadano recibe. Los altos niveles de concentración de la riqueza y la enorme distribución de la pobreza son dos de sus manifestaciones más evidentes.

​ Según los datos más actuales, el 10 % más rico de la población, alrededor de 12.7 millones de personas, concentra 65% de los ingresos en México y el 1 % más rico (poco más de un millón de personas) acumula 27% de los ingresos totales del país; cinco veces más que la mitad más pobre de su población. Al mismo tiempo, según el Coneval, en 2022, 36.3 % de las personas vivía en la pobreza y 7.1 % en pobreza extrema. Está claro que las oportunidades económicas las acapara una pequeña élite mientras que para la mayoría es muy difícil alcanzar un mínimo de seguridad patrimonial. Desde hace mucho sostengo que la arquitectura y el mal funcionamiento de nuestro sistema de justicia es un insumo clave de esta sociedad estratificada e injusta. Dicho de otra manera, la justicia mexicana reproduce y preserva nuestra desigualdad estructural.

Cámara de Senadores, Ciudad de México. Fotografía de Santiago Arau, cortesía del artistaCámara de Senadores, Ciudad de México. Fotografía de Santiago Arau, cortesía del artista


El conflicto y la función jurisdiccional

En el sistema de división de poderes, al Poder Judicial le corresponde resolver los conflictos de la vida diaria: divorcios, despidos, abusos de autoridad, incumplimiento de contratos, disputas entre herederos, pensión alimenticia, violencia intrafamiliar, entre muchos otros problemas. Es cierto que también las fiscalías juegan un papel clave en la gestión de los diferendos y también es verdad que existen otros mecanismos no formales para resolverlos (que tienen lugar a través de liderazgos religiosos, familiares o sindicales). Pero enfoquémonos por ahora en los tribunales.

​ Un conflicto supone la existencia de intereses contrapuestos: el actor defiende y reclama lo opuesto que el demandado. El juez debe determinar qué intereses predominan sobre otros y para ello utiliza las normas jurídicas que estime aplicables al caso, lo que conlleva un nivel de complejidad que con frecuencia pasa inadvertido. La función jurisdiccional no es un mero acto de aplicación de las normas preexistentes, como comúnmente se cree. Detrás de los argumentos jurídicos de las sentencias subyacen elecciones axiológicas y políticas tomadas por los jueces. Esto presenta un desafío particular: a través de las decisiones judiciales se determina el poder de exigencia de unos frente a otros. Dicho de otro modo, los jueces deciden qué intereses, de los que están en contraposición, prevalecen; qué comportamiento puede ser exigido a otro; quién puede hacer valer una prestación frente a otro. Todo ello es fundamental para estructurar las relaciones de poder entre los miembros de una colectividad, y entre estos y sus autoridades.

​ El investigador alemán Volkmar Gessner escribió que “el poder es la posibilidad de predominar en el conflicto”.1 La persona que tiene poder sobre otra es aquella cuyos intereses tienen prioridad sobre los de su contraparte. Las decisiones de los jueces son las que dan y quitan ese poder y al hacerlo determinan el grado de igualdad jurídica y de justicia en una sociedad.


La marginalidad jurídica y las infranqueables barreras de acceso a la justicia

En México, este poder de exigencia está fuertemente condicionado por la capacidad económica de quienes acuden a las instancias judiciales. Tal y como hoy funciona nuestro sistema de justicia, amplios sectores de la población mexicana viven al margen de cualquier tipo de protección de la ley. A este fenómeno lo denomino marginalidad jurídica. Muchas personas en México viven este tipo de marginalidad, pues sus ingresos no les permiten tocar la puerta de un tribunal frente al atropello y el abuso de otros. Las barreras de acceso a la justicia en el país son infranqueables y no hemos hecho mucho para derribarlas.

​ Todos los días ocurre algo así: estafadores que venden terrenos irregulares y huyen con el dinero de la gente con absoluta impunidad; mujeres cuyas exparejas desaparecen llevándose a los hijos o dejándolas sin pensión alimenticia; jornaleros que son esclavizados por agroempresarios dueños de las siembras; trabajadoras del hogar que no tienen horario, prestaciones ni sueldo digno, y un larguísimo etcétera.

​ La justicia es un lujo que pocos pueden pagar. Los procesos judiciales —aunque se trate del cobro de una deuda menor— tienen un alto grado de complejidad: la demanda o la contestación, las notificaciones, los peritos, las audiencias, los embargos, los remates y muchos pormenores más. Todos estos procedimientos son costosos y requieren muchas horas de trabajo. Para muchísimas personas, los honorarios de un abogado honesto y capaz son impagables. Lo que les queda, en el mejor de los casos, es contratar a un “coyote”, que los estafa cobrándoles dos mil pesos por presentar una demanda… antes de desaparecer. El desamparo es total. Para la inmensa mayoría, sus conflictos se resuelven al margen de la ley y de las instituciones legales. Lo que prevalece, por tanto, es la imposición. Bajar la cabeza y soportar el abuso o el atropello de otros porque “no queda de otra” genera un orden social vertical, explosivo e injusto. Vivimos en un país en donde lo más común es que el fuerte o el violento abuse del débil y se salga con la suya.

​ Hasta la fecha, ninguna reforma judicial ha intentado derribar las enormes barreras de acceso a la justicia que enfrentan millones de personas. Empoderar a la gente y darle instrumentos de defensa frente al Estado y frente a otros debería ser una tarea prioritaria de las políticas sociales. No obstante, por una razón que no logro explicarme, una cuestión tan básica como dar acceso a abogados a quienes no tienen dinero para contratarlos parece un asunto invisible, irrelevante o, quizá, amenazante.

Alameda, 2015. Fotografía de Adam Jones.Alameda, 2015. Fotografía de Adam Jones (CC)


La arquitectura inequitativa del sistema de justicia

La segunda cara del problema de la desigualdad social y el sistema de justicia tiene que ver con la arquitectura del propio sistema. Tal como hoy está diseñado, quien tiene dinero para litigar tendrá que pagar tres instancias —el primer juez, un tribunal colegiado y la Suprema Corte— para obtener una sentencia definitiva, con todo lo que ello conlleva en términos de tiempo e incertidumbre. El que no tiene dinero, en cambio, quedará atrapado en la débil y muchas veces corrupta jurisdicción local. Es decir, para unos cuantos la justicia es cara y lenta y para el resto simplemente carece de un mínimo de calidad y de confianza.

​ Esta distorsión está directamente asociada al federalismo judicial mexicano. Como en todos los regímenes de este tipo, en México la inmensa mayoría de los conflictos de la vida diaria se resuelven, en primera y segunda instancias, en tribunales locales. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en otras federaciones, en el país los tribunales federales, a través del juicio de amparo, pueden tener la última palabra en cualquier litigio local, además de establecer los criterios de interpretación y aplicación de la ley local que han de seguir los tribunales de cada entidad. Ello ha provocado enormes distorsiones en el funcionamiento de nuestro sistema de justicia, que causan, a su vez, grandes desigualdades de trato entre quienes tienen capacidad económica para litigar y quienes no la tienen.

​ El Poder Judicial de la Federación es el único poder judicial en el que hemos invertido recursos públicos para su fortalecimiento e independencia. Esta institución recibe casi el doble del presupuesto que todos los poderes judiciales locales juntos.2 En cambio, estos últimos llevan décadas abandonados, mal financiados y cooptados por el Ejecutivo local en turno.

​ La justicia que funciona en México es principalmente la federal; sin embargo, solo aproximadamente 3 % de los litigios que inician en la primera instancia local llegan a la jurisdicción federal a través del amparo. La inmensa mayoría de las personas que tocan la puerta de un tribunal es atendida por la instancia más débil y olvidada de todo nuestro sistema de justicia, que es el juez de primera instancia local. Además, solo 20 % de los juicios de primera instancia llegan a la segunda instancia local.3

​ Así, hemos construido un sistema de justicia de cabeza. Los juzgados locales de primera instancia son los más olvidados y los que menos recursos públicos reciben. Justo en la base de la pirámide judicial es donde existen los problemas más serios de falta de calidad de recursos humanos e infraestructura. Además, dado que los estados más pobres tienden a gastar menos que los más ricos, una política judicial centrada en fortalecer la jurisdicción federal para contrarrestar los vicios de los jueces locales es una política regresiva que afecta en mayor grado a las entidades más débiles.

Palacio Legislativo de Donceles. Fotografía de Santiago Arau, cortesía del artistaPalacio Legislativo de Donceles. Fotografía de Santiago Arau, cortesía del artista

​ Este abandono histórico de la primera instancia judicial nos habla de la indolencia de nuestra clase política para construir un sistema de justicia al servicio del pueblo. Si queremos diseñar una maquinaria judicial que proteja a los más vulnerables y que equilibre las diferencias económicas entre las partes, la mayoría de los litigios deberían poder resolverse de forma ágil y confiable en primera instancia. Hoy en día, nuestra arquitectura judicial es la opuesta.

​ Es un hecho que nuestro sistema no ha logrado emparejar la cancha de los derechos. Es decir, no ha logrado que todos, sin importar su condición social, tengan la posibilidad de exigir a otro el cumplimiento de sus derechos. Tampoco ha logrado que las características de las personas —quién eres, a quién conoces y cuánto dinero tienes— dejen de ser variables que impactan el funcionamiento y los resultados del sistema de justicia. Todo ello significa que el poder de exigencia de unos frente a otros en México se distribuye de manera jerárquica y desigual. Mientras sea así, seguiremos viviendo en una sociedad vertical, conflictiva y violenta, con muchas diferencias de trato jurídico.

Imagen de portada: Palacio Legislativo de Donceles. Fotografía de Santiago Arau, cortesía del artista

  1. Volkmar Gessner, Los conflictos sociales y la administración de justicia en México, UNAM, Ciudad de México, 1986, p. 181. 

  2. Para un análisis detallado de este problema, véase: Ana Laura Magaloni y Carlos Elizondo: “La justicia de cabeza: la irracionalidad en el gasto público en tribunales”, Uso y abuso de los recursos públicos, CIDE, Ciudad de México, 2012, pp. 207 y ss. 

  3. Construí estos datos utilizando la base de datos elaborada por el CIDE, con la información de la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia (AMIJ). Lamentablemente, la información estadística de esa base de datos no se continuó recabando y la información más reciente es de 2008. Ahora bien, desde esa fecha hasta ahora, no ha existido una política judicial que se haya propuesto cambiar esta realidad.