Y henos aquí, adentro, acostumbrándonos a una excepcionalidad atroz que deriva, poco a poco, en un marco en cuyo interior nos haría falta seguir viviendo con algún tipo de creatividad, conjeturo. Después de unos cuantos días frenéticos, en los que todo el mundo hablaba con todo el mundo y nos relacionábamos con la realidad desde la inmediatez del pánico, siento que fui logrando meta-aislarme: aislarse en el aislamiento, asunto más difícil de lo que parece, para volver a escribir de a ratos. El refranero lo sintetiza en hacer de la necesidad virtud, sabiduría que no sé si alcanzo. A veces cambiar de tema, procuro animarme, puede ser revolucionario. ¡No podemos vivir en un secuestro físico y también mental veinticuatro horas al día! Ahora bien, como las contradicciones tienen algo de sana (¿apestada?) venganza íntima, el primer texto que me sale es, por supuesto, un poema sobre el virus. Dejo constancia de él como forma de autoescarnio.
GÉNESIS, COVID.19
Y el Papa dijo amén en la plaza vacía
y nadie respondió desde las nubes
y nadie respondió desde el espejo
porque todas las voces estaban bajo tierra
dulcemente acunadas por dejar de existir.
Y la Bolsa se hinchó como un pulmón
y contó las monedas del oxígeno
y desvió su aire hacia unas islas
amarradas al mar con puntos de sutura
donde sólo hay lagartos y excepciones.
Y todos los países fueron uno
pero por sobre todo cada cual
porque muchos debieron elegir
entre virus y panes y unos pocos guardaron
un trozo de futuro en la nevera.
Y los supermercados se poblaron
de animales en busca de animales
de familias pastando todas blancas
en un campo de alcohol papel y plástico
y los guantes tecleaban el código del miedo.
Y cada sanatorio fue tormenta
y los techos llovieron y las puertas volaron
y el hilo de la vida se hizo nítido
y en los pasillos iba y venía la verdad
sin que nadie pudiera preguntarle.
Y las abuelas los abuelos vieron
con sus pieles de redes pescadoras
con las manos manchadas de memoria
con los ojos cegados de tanta lucidez
transformarse el derecho en aritmética.
Y la tecnología se hizo cuerpo
en quien ya la tenía y fue fantasma
para quienes tan sólo tenían cuerpo
y cantamos canciones que rimaban
y dijimos que nunca olvidaríamos.
Y muy pronto las voces nos quedamos calladas
en el lugar de siempre en los rincones
con zumbidos de mosca en un limbo diabólico
que es frontera entre el canto y el silencio
entre el luto y la amnesia de estar vivos.
Después de mes y medio exacto de encierro en mi apartamento sin balcones, que empieza a alcanzar (el encierro, muy al contrario que el apartamento) una inquietante forma de perfección, de cápsula cada vez más autorreferente, me parece haber llegado al extremo opuesto de la situación inicial. Si antes no lograba dejar de pensar o referirme a la pandemia, ahora deseo hablar prácticamente de cualquier asunto que no se relacione con eso. Estoy tratando de llevar esa necesidad a la práctica en la escritura, con la torpe excepción de estas líneas. Intuyo que nuestro confinamiento tiene precisamente algo de metáfora brusca de cómo funcionan las elipsis en toda escritura: tener siempre muy presente un contexto que no se ve y actúa, a modo de presión constante, sobre un foco pequeño y en apariencia desvinculado. En cuanto a quienes no gozamos de lindas vistas con las que autoengañarnos, empiezo a tener la sensación de que un muro puede ser de valiosa inspiración, ya que tiene (encierra) un factor drástico, radical, que abarca el arco entero de la literatura: lo mismo te da para refundar el minimalismo que para reflexiones tan interminables como la propia ausencia de paisaje.
En Granada, la pequeña ciudad andaluza donde vivo desde chico, en el extremo sur del país, la ola de contagios fue considerablemente menor. Por eso las cifras drásticas de Barcelona o Madrid nos iban llegando con alarmada lejanía: sabíamos que la situación era terrible, aunque más que verla a nuestro alrededor, la leíamos. El confinamiento fue no obstante igual de riguroso en todo el país, un poco a semejanza de Argentina. De hecho, en Granada terminamos avanzando de fase una semana más tarde que otras provincias de la región. Salir por fin a la calle tras el confinamiento, no con sensación de libertad pero sí de cierta amplitud, me resultó una experiencia vagamente onírica: todo lo real parecía una frágil representación, un simulacro de algo que estaba a punto de desvanecerse de nuevo. Moviéndome por ese espacio recuperado no sentí alegría ni euforia, sino una asombrada vulnerabilidad, una emoción subterránea. Lo más memorable fue encontrarme a distancia con mi padre, que es enfermo cardíaco, después de meses sin vernos. Nos saludamos a la nipona en un parque cualquiera, nos sonreímos sólo con los ojos y nos pusimos a caminar juntos, en paralelo, mirando fijo al horizonte. Las librerías reabrieron primero con cita previa, y poco a poco empiezan a funcionar otra vez: las volví a pisar con una especie de temerosa gratitud. Parece que la semana próxima, ya en la fase siguiente, podrán abrir cines y teatros con aforo muy restringido. Ahora bien, estando donde estamos, los bares parecen siempre mucho más urgentes que cualquier otro espacio público. Me asombró comprobar que, desde el primer día, la gente se lanzaba a las mesitas en la calle, adoptando esa curiosa fórmula del autoengaño del sector servicios: las mesas guardaban entre sí la prudencial distancia que marca la ley, pero sus respectivos ocupantes interactuaban como si nada, sin protocolo ni barbijo. Supongo que se trata de negociar entre pulsión y ley. Para bien y para mal, este segundo sur mío ha sido siempre un monumento a la naturalidad, la despreocupación y el ansia por salir. Lorca completó esta noción con otra más siniestra e igual de cierta: “Granada no sabe salir de su casa”. Espero que sepamos al menos salir de la pandemia.
El presente texto fue inicialmente escrito como parte del libro colectivo Tres meses de la peste, compilado por el poeta Jorge Fondebrider.
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Imagen de portada: Supermercado en la pandemia. Fotografía de Studio Incendo, 2020. CC