Let me not pray to be sheltered from dangers, but to be fearless in facing them. Let me not beg for the stilling of my pain, but for the heart to conquer it. Rabindranath Tagore
La noche de la paliza me fracturaron la columna. Al cruzar la frontera sangraba profusamente por la nariz, los oídos y los genitales. No sé cómo pude mantenerme en pie. Ya de este lado, en el hospital no querían atenderme por la gravedad de mis heridas y por los altos costos en que incurriría una intervención. Nunca olvidaré cómo, sin conocerme de nada, una mujer bangladesí vendió sus aretes y pulseras de oro y me regaló el dinero para pagar mi tratamiento.
Con la mirada nublada por una naciente catarata en el ojo derecho, Bashirullah me comparte los recuerdos que guarda, amalgama de dolor y agradecimiento, de aquella madrugada de noviembre de 2017 en que abandonó abruptamente su aldea en Myanmar. Junto con ocho vecinos más, huyó hacia Bangladesh en un intento por salvar su vida de la masacre que desde hacía dos meses grupos paramilitares y fuerzas del Estado birmano emprendían contra su pueblo, los rohinyá. De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la agencia especializada en materia de refugio del máximo organismo multilateral, Bangladesh, cuyas dimensiones semejan las de Coahuila (México), guarece a casi 951 mil rohinyá.
Los rohinyá son naturales de la fértil tierra repartida entre altas montañas y la costa nororiental del golfo de Bengala, donde el subcontinente indio se encuentra con el sudeste de Asia. Son de piel oscura y rasgos delicados, esculpidos por siglos de mezcla étnica, cultural y religiosa, y herederos de la región históricamente conocida como Arakán, que en la actualidad corresponde, grosso modo, al estado birmano de Rakhine, una de las veintiuna divisiones administrativas que componen Myanmar.
Esa noche recabamos el dinero que pudimos para pagar sobornos a los guardias fronterizos y salimos de la aldea con lo puesto. Dejamos atrás todo, ahí quedó mi vida, mi parcela, mis animales, mi casa, mi pueblo, mi tierra. No disponíamos de mucho tiempo, teníamos que echar a andar antes de que amaneciera y los soldados volvieran. Mucha gente se quedó en el camino porque sus heridas eran aún más graves que las mías.
El hombre, de 60 años, se toca insistentemente la larga barba de canas que cuelga de su mentón. Su voz, a través de la traductora, suena agitada.
En agosto de 2022 se cumplieron cinco años del éxodo rohinyá, un tsunami humano de cerca de 1.5 millones de personas, según cálculos de organizaciones humanitarias, que huyeron de la brutal represión de las fuerzas militares y eclesiásticas de Myanmar. Escaparon de la quema y destrucción de aldeas, ciudades, tierras de cultivo, granjas, escuelas y comercios, de las ejecuciones sumarias, las detenciones arbitrarias, la tortura y violación grupal de niñas y mujeres, entre otros crímenes. Numerosos gobiernos, organizaciones no gubernamentales e instancias internacionales han calificado tales atrocidades como actos de lesa humanidad con propósitos de limpieza étnica.
Bashirullah, junto con los cientos de miles de rohinyá que cruzaron la frontera durante aquellos aciagos meses, fue internado en el campamento de refugiados de Ukhia, a unos treinta kilómetros de la ciudad costera de Cox’s Bazar, el mayor de los 33 campamentos dispuestos a manera de red por el gobierno bangladesí en la región colindante con la vecina Myanmar. Allí, ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) proveen asistencia sanitaria, educativa y social a los refugiados.
Nunca se olvidan aquellos momentos en los que la calamidad llama a tu puerta. El ejército vino directamente hacia nosotros, disparando sus rifles de asalto. Mi hermano pequeño fue acribillado frente a mis propios ojos. Eso me hace aún hoy vivir con miedo en el cuerpo. Venir a Bangladesh fue nuestra salvación.
Ziad lo cuenta con el entrecejo fruncido y los puños apretados. El perspicaz veinteañero, quien cargó en hombros a su abuela de 101 años la noche en que cruzó la frontera junto a toda su familia para escapar de la tragedia, sueña con estudiar leyes para abogar en favor del pueblo rohinyá y los derechos de las personas apátridas alrededor del mundo.
A Ziad y a Bashirullah se añade la voz del resto de los refugiados rohinyá que en Bangladesh han encontrado algo de alivio, aunque sea solo de forma temporal. Se niegan a vivir encerrados en campamentos, no pretenden renunciar a su derecho a retornar a Myanmar ni a beneficiarse del reasentamiento que algunos países como Estados Unidos han empezado a ofertarles a cuentagotas, aunque les tome años o tal vez décadas llegar al final del proceso. Aunque en ello se les vaya la vida.
He vivido como refugiado 32 años de mi vida, llevo más de tres décadas sin salir de este campamento. No he podido volver a Myanmar porque nuestro país no reconoce nuestro derecho a la nacionalidad, pero, al mismo tiempo, Bangladesh tampoco nos permite la integración plena a su sociedad por nuestro estatus oficial de refugiados. Volver, establecerme aquí o ser reasentado en un tercer país son todas opciones válidas, siempre y cuando se hagan efectivas. Lo que me mata es estar aquí atrapado.
Mahbub afirma sus palabras con resolución. Desde 1991 vive en Kutupalong, el campamento de refugiados más antiguo de la zona, establecido ese año por el gobierno bengalí para acoger a las decenas de miles de rohinyá que escaparon durante la década de los noventa a la ola previa de represión del gobierno birmano.
Taher, quien llegó a Bangladesh como un bebé de 20 meses en brazos de su madre, e Imran, que lo hizo por su propio pie con tan solo 2 años, ambos en 1991, suman su reclamo y frustración a los de Mahbub y dan cuenta de la creciente tensión que se vive al interior de los campamentos, que siguen recibiendo nuevos refugiados mientras enfrentan reducciones importantes en recursos financieros y humanos para su acogida. Como explica la mexicana Regina de la Portilla, portavoz de ACNUR en Cox’s Bazar:
La grave crisis humanitaria de los rohinyá ha iniciado su sexto año, lo cual implica que a nivel internacional el interés comienza a decaer y conseguir financiamiento se vuelve más complejo.
Una tensión que trasciende las barreras de púas y vallas metálicas de los campamentos y se respira en todo Bangladesh.
Al inicio fue una acción noble, pero ahora se ha convertido en un verdadero problema. Es imposible que como país absorbamos un número tan grande de refugiados, sobre todo cuando nuestra clase política está hundida en la corrupción, empantanada en la lucha por el poder y ciega ante el imparable aumento del costo de vida en Bangladesh,
acusa con cierto enojo Afridi, joven graduado de la Universidad de Daca, en la capital de la nación asiática, quien no encuentra empleo fijo tras más de dos años de haberse titulado.
El desgaste del gobierno comandado por la primera ministra Sheikh Hasina y el hastío de la sociedad bangladesí son evidentes. A ello se suman la difícil situación económica del país y el acuciante autoritarismo por parte del régimen que, quince años después de haberse hecho con el poder y ante la inminencia de las elecciones generales de enero de 2024, es cada vez más confrontativo con la oposición, el disenso y la libertad de prensa. Al ambiente enrarecido hay que agregar la publicación cada vez más común de bulos en redes sociales que identifican a los refugiados rohinyá en Bangladesh con el crimen organizado, el narcotráfico, la violencia y la criminalidad; noticias falsas que tergiversan la realidad, engañan a la opinión pública y condenan a los refugiados al ostracismo de los campamentos.
El profesor Muhammad Yunus, premio Nobel de la Paz 2006 y uno de los bangladesíes más influyentes dentro y fuera del país, engloba con estas palabras el sentimiento generalizado con respecto a los refugiados rohinyá:
Es nuestra obligación acogerles y garantizarles una estadía segura y libre de amenazas. El régimen militar birmano les orilló a abandonar su lugar de nacimiento y a venir aquí. [Sin embargo, su estancia prolongada en Bangladesh] no es buena ni para ellos ni para nosotros. Por ello conminamos a la comunidad internacional a trabajar para garantizar el regreso seguro a su país de origen tan pronto como sea posible. Esa sería la situación ideal para todos.
En el entramado de cabañas de bambú y senderos de polvo que constituye el campamento de Ukhia, el sol comienza su lento transitar al horizonte, arropado por la húmeda neblina del invierno bengalí. “Cuando miro al norte se me salen las lágrimas porque me acuerdo de mi hogar”, canta Bashirullah, acompañado de un laúd y las palmas de media docena de niños. Su interpretación de una de las canciones rohinyá más conocidas resume el ánimo grupal. “No importa qué tanto pueda lograr aquí, este nunca será mi país”, me confiesa Ziad con nostalgia en la mirada.
Imagen de portada: Mujer rohinyá en un campo de refugiados, Bangladesh, 2019. Fotografía de Allison Joyce. Flickr/UN Women