El fascismo es, en estos días, una ideología ampliamente repudiada: nadie en su sano juicio buscaría allegarse adeptos declarándose abiertamente fascista. Pero, si esto es así, ¿cómo nos explicamos que en distintos lugares del mundo, en diferentes épocas, el fascismo gane nuevamente simpatías, escaños, liderazgos y hasta presidencias? ¿Cómo regresan los fascismos a los lugares que previamente abandonaron? ¿Cómo aparecen en las sociedades donde antes no florecieron o donde fueron valientemente resistidos? En este texto quiero explorar, de la mano de algunos autores, una hipótesis: si ponemos atención a su discurso nos damos cuenta de que el fascismo, cuando vuelve, lo hace de manera discreta y paulatina, y llega siempre, primero, de contrabando en las palabras.
1. Victor Klemperer: La lengua del Tercer Reich
Todos los regímenes —no sólo los totalitarios— se apoyan en ciertas estrategias discursivas, pero las del nazismo son proverbiales. Uno de los primeros que las registró y analizó fue Victor Klemperer, un profesor de la Universidad Técnica de Dresde que anotaba en un diario sus observaciones sobre el vocabulario cuidadosamente escogido, la repetición ad nauseam, las palabras que —vaticinaba él correctamente— quedarían como marcas para la posteridad: “Del mismo modo que podemos hablar del rostro de una era o de un país, podemos caracterizar el espíritu de una época a través de su lenguaje”. Klemperer publicó sus anotaciones en el libro La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Más que un trabajo estrictamente filológico, el libro es una suerte de valiosa etnografía:
Observé de cerca cómo hablaban los trabajadores de la fábrica, cómo hablaban las bestias de la Gestapo y cómo nos expresábamos los judíos, enjaulados como animales en un zoológico. No se podían registrar grandes diferencias, no: de hecho, no las había. Sin duda, partidarios y opositores, beneficiarios y víctimas, todos nos conformábamos a los mismos modelos.
El lenguaje del Tercer Reich no era sólo el de las arengas de la cúpula, sino el que ya todos adoptaban cotidianamente, el que se había imbuido en sus vidas, en sus pláticas diarias: es un vocabulario, una idiomaticidad y hasta un acento, que Klemperer describe puntillosamente. ¿Cuál era —se preguntaba— la herramienta más efectiva de la propaganda hitleriana? No los discursos de Hitler y Goebbels, ni sus pronunciamientos, que a menudo las masas no entendían siquiera. Tampoco eran los pósters, los volantes, ni las banderas:
el nazismo permeaba la carne y la sangre de la gente mediante simples palabras, expresiones idiomáticas y estructuras oracionales que se les imponían en un millón de repeticiones asumidas de manera mecánica e inconsciente.
Entre otras cosas, el lenguaje del nazismo, según lo describe Klemperer, es engañoso, sentimentalista y repetitivo. Por ejemplo, si del cheque de pago le descontaban una cantidad arbitraria, no se llamaba “impuesto”, sino “caridad voluntaria de invierno”. El engaño, la apelación a los sentimientos y la repetición excesiva suelen ser características generales de la propaganda, que no es patrimonio exclusivo de una ideología política, sino una estrategia de la que se pueden valer diferentes ideologías, no necesariamente fascistas. Hay, en cambio, tres aspectos notados por Klemperer y que, me parece, son más característicos del lenguaje fascista: la insidia, la pobreza y la delimitación. Las palabras, dice el filólogo, son como pequeñas dosis de arsénico que se tragan y cuyo efecto al principio no se nota. Sólo después empieza a ponerse en marcha su toxicidad. En esta imagen se refleja que el lenguaje del nazismo no era un discurso frontal, sino uno que se aceptaba poco a poco sin notar su daño. Klemperer llama el lenguaje del nazismo “empobrecido”, no sólo porque se basaba en patrones repetitivos “sino, de manera más significativa, porque […] sólo le daba expresión a un lado de la existencia humana”. Empobrecido también porque es un discurso limitado a una sola función: la de invocar. En algún pasaje Klemperer se lamenta de que sus estudiantes ya no asisten a sus clases de francés por atender a entrenamientos físicos obligatorios. Ante un salón semivacío recuenta cómo los estudiantes judíos se identificaban con una tarjeta amarilla y los “no-arios” sin otro estatus, con una tarjeta azul mientras que los estudiantes que eran “verdaderos alemanes” se identificaban con tarjetas cafés. La delimitación, dice Klemperer, es un aspecto fundamental del lenguaje del Tercer Reich. “La distinción entre ‘ario’ y ‘no ario’ lo gobierna todo. Uno podría hacer un diccionario de este nuevo lenguaje”. El nazismo heredó palabras a la historia. Klemperer pronostica, con todo acierto, que el término “campo de concentración”, que hasta entonces él sólo había escuchado en referencia a los campos de confinamiento de prisioneros en las guerras de los bóeres de principios de siglo, pasaría a la historia asociado inevitablemente con la Alemania de Hitler. Y también vaticina, con una esperanza lóbrega: “Muchas palabras usadas comúnmente en el periodo del nazismo deberían confinarse a una fosa común por mucho tiempo, algunas de ellas para siempre”.
2. Caracterizar el discurso fascista
Jason Stanley es un lingüista y filósofo del lenguaje que, al igual que Klemperer, pero más de ochenta años después, analiza las propiedades de las políticas fascistas y sus estrategias discursivas. Casos de estudio contemporáneos no le faltan, y van desde el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos hasta la limpieza étnica de los rohinyá en Myanmar, pasando por los discursos del primer ministro húngaro Viktor Orbán o los del partido Front National en Francia. Hijo de un inmigrante que huyó a los nueve años de la Alemania nazi, Stanley identifica ciertas estrategias comunes a las políticas fascistas: el ensalzamiento de un pasado mítico y glorioso, el uso de la propaganda, el antiintelectualismo, la irrealidad y el desmantelamiento del bien público, por mencionar algunas. Para él, los momentos de la historia en que hay que estar vigilantes son aquéllos en los que varios de estos rasgos se conjuntan. En el renacer del discurso fascista, dice Stanley, subyace el peligro de la exclusión y la deshumanización de segmentos de la sociedad, lo que a su vez se usa para justificar el trato inhumano, la represión, la encarcelación masiva y tantas otras atrocidades que, por desgracia, no nos son ajenas en la historia actual. Al igual que para Klemperer, para Stanley hay en el fascismo un elemento crucial de disimulo, pues en su discurso a menudo se defienden los principios avalados por las democracias liberales y en ello reside, en gran parte, su peligrosidad y la urgencia de describirlo, para identificarlo antes de que eche raíces o se adueñe del poder. El problema de describir la base común del lenguaje de los fascismos es que no se trata de un fenómeno comprendido unívocamente ni que admita una sola definición o análisis. Reconociendo esto, Niklas Bornhauser y Daniel Lorca establecen algunas coordenadas para diferenciar el fascismo de otros términos políticos. Ya sea que se lo catalogue como una ideología, un movimiento o un tipo de régimen (cuestión que no nos corresponde debatir aquí), el fascismo se caracteriza por enarbolar un discurso totalizante, que busca darle una solución definitiva a una crisis. Tradicionalmente, esas “crisis” solían aludir al comunismo o al socialismo, pero también, y sobre todo en sus versiones recientes, se puede tratar de las crisis cíclicas propias del capitalismo. Necesariamente, para estos autores, la solución que ofrece el fascismo está anclada en dos pilares ideológicos: el nacionalismo y el racismo. Por difícil que sea delimitarlos y definirlos, para combatir los fascismos desde su semilla discursiva es necesario no trivializar el término. No cualquier propaganda antiintelectual, no cualquier apelación a un pasado mítico es el síntoma de un discurso fascista. Algunos discursos populistas de izquierda apelan a un pasado glorioso o a la unidad nacional, pero su carácter inherentemente incluyente y antielitista los descarta como discursos fascistas. Los fascismos tienen en común ciertas estrategias, es verdad, pero también algunas condiciones estructurales necesarias, como el proponerse como solución final, excluir a determinados sectores y exaltar y considerar superior a una élite elegida.
3. Las batallas semánticas: las palabras resignificadas
Volvemos a la pregunta planteada inicialmente. Si la exclusión, el odio, la deshumanización que conllevan las ideologías, movimientos y políticas fascistas son tan abiertamente rechazados e indeseables, ¿cómo es que los fascismos no se han erradicado definitivamente y, al contrario, cada tanto regresan, ya no digamos en países aislados sino en regiones enteras? Tanto para Klemperer como para Stanley y otros estudiosos está en la naturaleza del fascismo, y con mayor razón en los fascismos contemporáneos, el no mostrarse tal cual son. Los discursos de extrema derecha contemporáneos, como los del Rassemblement National francés o el Partij voor de Vrijheid (PVV) en los Países Bajos enarbolan valores democráticos liberales, como la defensa de los derechos LGBT+, la libertad religiosa o los derechos de las mujeres. Con esta estrategia, que podría parecer una contradicción histórica, logran disfrazar el desprecio a determinados segmentos sociales e instaurar, ante el visto bueno de la opinión pública, una agenda antiinmigrante, más específicamente antimusulmana, y mantener viva la base ideológica que defiende el nacionalismo y la superioridad de los blancos europeos. Además de la táctica de defender los valores más queridos del progresismo para instaurar de contrabando agendas exclusionistas, otro aspecto del engaño inherente al discurso fascista consiste en resignificar las palabras. En la ideología fascista, el vocabulario es despojado de sus sentidos habituales y retorcido para hacerlo significar otra cosa, comúmnente su contrario. El fascista es un Humpty Dumpty ideológico que decide qué quieren decir las palabras, dependiendo de lo que le convenga. Stanley cita como ejemplo de esta “guerra semántica” el caso de quienes denuestan las políticas antirracistas y claman que las tácticas de opresión contra las minorías racializadas se ejercen sobre los propios blancos. El “racismo inverso”, como se le llama, es la respuesta victimista a los esfuerzos antirracistas que tanto estorban a las ideologías de extrema derecha. Aceptar que el racismo inverso existe es perder una batalla semántica contra el discurso fascista. Lo mismo sucede en la arena de lo políticamente correcto. En lugar de considerarse un estándar mínimo de respeto, la ideología que critica lo políticamente correcto arguye que esta norma atenta contra la libertad de expresión. Entiende la libertad de expresión, dice Stanley, no como una herramienta contra el poder sino como una licencia para seguir oprimiendo a quienes su discurso considera “otros”: mujeres, negros, obreros, inmigrantes. En las recientes declaraciones de Jair Bolsonaro encontramos otro ejemplo de este disimulo: apela a una supuesta inclusión que sólo puede entenderse si se presupone una exclusión tajante, en la que los indígenas no son ni siquiera miembros de la especie humana:
Cada vez más el indio es un ser humano como nosotros. Entonces, hagamos que el indio se integre más y más a la sociedad y realmente sea el dueño de su tierra indígena. Esto es lo que queremos aquí.
Así se disfraza bajo un supuesto afán integrador un ominoso trasfondo exclusionista.
4. Llamar a las cosas por su nombre
Aunque sea difícil llegar a una definición unívoca de los fascismos, podemos reconocer que tienen en común una ideología nacionalista, racista y deshumanizante. Pero ése es el fascismo real, como fenómeno político, que, casi por definición, es muy distinto del fascismo discursivo. Los discursos fascistas son inherentemente engañosos y excluyentes. Además, pueden compartir rasgos con discursos de otro corte (como los populistas de izquierda y derecha), pero no basta un par de coincidencias para clasificar un discurso como fascista. Éstos se reconocen por su trasfondo, y para ello es necesario interpretarlos como un todo orgánico y no sólo en tanto palabras aisladas, pues éstas, muy probablemente, en el discurso fascista ya cambiaron de significado sin que nos diéramos cuenta. Para impedir que los fascismos se adueñen de nuestro discurso y dicten nuestras definiciones hace falta desvelar y denunciar las estrategias de disimulo. La batalla semántica se gana llamando al pan, pan, y al vino, vino.
Agradezco a Hernán Gómez y Julio Aibar que me hayan ayudado a mejorar este texto con su generosa lectura. Las imprecisiones que persisten son exclusivamente responsabilidad mía.
Imagen de portada: Ilustración de Ingdon Pinn. Financial Times. BY NC