La libertad expropiada

Propiedad / dossier / Enero de 2018

Luz Mely Reyes

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La espera de un pobre la conozco desde niña. La promesa de la felicidad futura también. ¿A qué debo renunciar voluntariamente para comprar un kilo de arroz? En el experimento del Socialismo del Siglo XXI en Venezuela se produjo una serie de expropiaciones de tierras, empresas y sistemas para manejar el sector estratégico de la alimentación. A la larga este campo pasó a ser controlado por los militares y es una fuente de tensión constante. Me cuento entre quienes pensamos que estas medidas no tendrían por qué impactar la vida cotidiana. Sin embargo, el tiempo y los resultados me hicieron cambiar de opinión y enfrentar dilemas éticos. Soy periodista y vivo en un país con una crisis política, económica y social sin comparación con otros momentos, al menos no desde que tengo memoria. Y eso que de crisis sé. Nací y crecí en uno de los barrios pobres de Caracas, donde nunca tuvimos agua corriente, la electricidad la tomábamos de un poste en la calle y en dos ocasiones no hubo nada de comida para llevar a la boca.

Mural de asentamientos en Caracas

No obstante un sistema imperfecto, como miles de venezolanos, tuve acceso a una educación universitaria pública. Crecí en una democracia en declive. Al igual que otros contemporáneos, soy crítica del rol de los partidos tradicionales, de gobiernos que acrecentaron la brecha entre ricos y pobres, que desarrollaron un paternalismo afianzado por el petróleo, sustentado a veces en dádivas y no en políticas públicas coherentes para producir un desarrollo económico que permitiera de una vez aliviar las penurias de las mayorías. Hoy algunos de mis dilemas parecerían sencillos. ¿A qué debo renunciar para comprar a un precio accesible un kilo de arroz, un kilo de lentejas, un kilo de espaguetti, unas latas de sardinas, medio kilo de leche en polvo, un litro de aceite, una botella de salsa de tomate? ¿Cuánto silencio debo guardar para poder tener acceso a mi pasaporte? ¿A unos neumáticos? Estos cuestionamientos surgieron en la redacción de Efecto Cocuyo, el medio web independiente que en 2015 fundamos en Venezuela como una respuesta proactiva a la censura y autocensura que se ha instalado en mi país. La discusión pasó desde preguntarnos si alguien puede registrarse en el sistema del “carnet de la patria” —una plataforma para acceder a las misiones (políticas públicas) del Estado—, si hacerlo no sólo compromete sus principios y valores, sino que además va amoldando su conducta para resolver tal disonancia cognitiva, o si es posible resistir dentro del sistema, y al momento de votar o manifestar con protestas pacíficas hacer uso de esa mínima libertad sin sentirse coaccionado, asustado, temeroso. Esto nos lleva a otras interrogantes. ¿Es la administración de la escasez de bienes esenciales como los alimentos un aparato sofisticado de control social? ¿Puede un ser humano someterse a los instrumentos de regulación del siglo XXI sin perder su capacidad crítica? ¿Qué podemos hacer cuando el Estado intenta manejar o intervenir en nuestros hábitos más personales? ¿Qué tan dispuestos estamos a entregar nuestra libertad por cuotas a cambio de un mínimo de seguridad? ¿Podemos o debemos plantear dilemas éticos cuando nuestra libertad es restringida con la promesa de un bien mayor? La mayoría de estas preguntas han sido debatidas por quienes cuestionan el poder cada día mayor de los Estados —por el miedo al terrorismo— y de empresas de consumo sobre los datos que cada día vamos dejando en el espacio digital y en el físico, sobre nuestras preferencias, necesidades y gustos. Es la llamada “vigilancia líquida” (Bauman y David Lyon), un concepto asociado al capitalismo, a la cesión de datos que voluntariamente hacemos en aras de sentirnos más seguros en un mundo fragmentado e incierto. En el caso venezolano ha sido una constante oficial levantar bases de datos para el control político. Las formas se perfeccionan cada día más y si bien no llegamos a los avances tecnológicos del llamado mundo desarrollado, sí hay indicios del uso de herramientas modernas, tipo códigos QR, para monitorear las acciones de la población con fines como el clientelismo electoral. ¿Un Gran Hermano en este país de América del Sur? No llegaría a tanto, pero me atrevo a sugerir que el estado de vigilancia es tal que se podría hablar metafóricamente de un modelo panóptico, en donde la opacidad, la discrecionalidad y el no saber a qué atenernos si se nos ocurre infringir las normas, escritas o no, del poder político, nos hacen dudar de cada decisión que tomamos. No estamos seguros de que nos vigilan, pero sabemos que lo hacen. Para llegar a este estado de cosas hubo varias fases previas.

¡Exprópiese!

Un día de 2009, Elena Alvarado de Mendoza recibió dos noticias. Lo recuerda muy bien porque aquella vez a “mi marido le diagnosticaron cáncer y a mi hermano le expropiaron su finca”. Aquel jueves 6 de marzo el presidente Hugo Chávez informaba de la confiscación de las 1,500 hectáreas sembradas de eucalipto, propiedad de la empresa multinacional Smurfit Kappa Group, productora de cartón. Fue la noticia más difundida porque se trataba de una trasnacional. Ese mismo día el mandatario anunció también la expropiación de la Finca El Maizal, de 2,237 hectáreas. Era la finca de Alvarado. Se trataba de la primera propiedad de un particular que sería afectada, luego de una cadena de acciones iniciadas en enero de 2009 sobre empresas agroindustriales que en palabras de los voceros oficiales pretendían “poner la producción en manos del pueblo” y garantizar así la soberanía alimentaria. “A mi hermano lo sacaron de su propiedad. Una turba lo esperaba y le gritaba latifundista. Tenía 40 años con sus tierras, produciendo. Al poco tiempo también le diagnosticaron cáncer, y unos años después murió”, me dice Elena. El presidente Hugo Chávez ganó su primera elección en diciembre de 1998. El militar que intentó derribar a un gobierno democrático en 1992 logró por el voto lo que no pudo con las armas. Su popularidad subió hasta rozar 70%, según los estudios de opinión. Pese a los cuestionamientos de sus rivales políticos, la mayoría del país le daba un voto de confianza a este líder carismático que se convertiría en el mandatario más conocido de Venezuela internacionalmente. El país vivía una etapa de antipartidismo y descontento contra los liderazgos tradicionales. Chávez representaba la esperanza de muchos. Aunque no voté por él, podía entender que muchos lo apoyaran.

Pintura de Hugo Chávez, parque El Calvario, Caracas

Los primeros pasos de Chávez generaron polémica, pero no alarma generalizada. Al año siguiente de haber asumido la presidencia, los venezolanos aprobábamos una nueva Constitución, que una vez más, pese a las críticas, fue vista como un instrumento de avanzada en el respeto de los derechos humanos. También en esta carta magna se establece el derecho a la propiedad privada y “Sólo por causa de utilidad pública o interés social, mediante sentencia firme y pago oportuno de justa indemnización, podrá ser declarada la expropiación de cualquier clase de bienes” (Artículo 115). Luego de iniciado su segundo mandato, en 2006, empezó una oleada de expropiaciones que se sumaron a las nacionalizaciones y confiscaciones; también se profundizó un clima de tolerancia de invasiones de tierras privadas. Tal vez el caso más ilustrativo del abuso de poder y cómo la vida de una persona fue perjudicada por estas acciones, es el del productor agropecuario Franklin Brito. Este hombre murió en 2010, vuelto un guiñapo, pero con la dignidad intacta, recluido en el Hospital Militar de Caracas, donde fue internado contra su voluntad y la de sus familiares, luego de protagonizar la tercera huelga de hambre en búsqueda de justicia.

¡Ex-pró-pie-se!

Una orden entonada por el presidente venezolano Hugo Chávez en alocuciones públicas y aupado por los vivas de “Así, así, así es que se gobierna” se hizo común en mi país, en medio de protestas por parte de sectores impactados directamente y de algunas vocerías políticas y gremiales. La política de rescate de tierras fue iniciada en la segunda etapa de Chávez, luego de su reelección en 2006. Antes de esto el gobierno ejecutó medidas en empresas consideradas estratégicas en áreas de telecomunicaciones y energía. La fiebre despojadora incluiría edificios emblemáticos en el centro de Caracas. En 2010 durante una visita televisada a la plaza Bolívar de Caracas, el mandatario preguntó por unos edificios aledaños, que tenían carácter histórico. Cuando fue informado que allí funcionaba un centro de joyería y venta de oro, lo señaló con un dedo y literalmente ordenó: “¡EXPRÓPIESE!”. Esa imagen sería icónica. Hizo lo mismo con otros cuatro edificios. Días después se sabría que el edificio La Francia era en realidad un bien del Estado, ya que había sido confiscado en 1958 y luego dado en concesión a una universidad nacional. Elena Alvarado de Mendoza reveló que ocho años después los herederos de su hermano no han obtenido ninguna compensación. A Brito lo vi reducirse a un manojo de pellejo y huesos, con su salud física y mental quebrada.

Hugo Chávez durante la expropiación de edificios en la plaza Bolívar

Entre 2005 y 2011 hubo más de 400 propiedades afectadas por alguna medida de adquisición forzosa, estatización y nacionalización. El balance negativo de estas disposiciones ha sido aceptado por voceros oficiales que vieron cómo empresas antes productivas, terrenos e instituciones —con salvadas excepciones— se convirtieron en un cementerio de buenas intenciones. Frente al clima de incertidumbre por la inseguridad jurídica, la defensa general del gobierno siempre fue que a ningún particular le serían expropiadas sus pequeñas propiedades: vivienda, vehículos ni dinero. De esta manera exorcizaba cualquier advertencia sobre una eventual “cubanización”. No era en vano este cuidado. Las encuestas siempre han mostrado el alto aprecio del venezolano hacia la posesión y manejo de sus bienes. Aunque directamente el gobierno no ha llegado a inmiscuirse en la pequeña propiedad, la expropiación en Venezuela dejó de ser un hecho político o económico destinado a darle más control al Estado sobre grandes propiedades y procesos y pasó a ser una intervención dominadora de la vida particular.

¿La libertad? También exprópiese

Desde 2013 una advertencia se hizo habitual en los sitios de expendios de alimentos, públicos y privados: “Estimados clientes: Les recordamos que de los productos regulados sólo pueden llevar dos litros de aceite, cuatro kilos de harina pan y cuatro paquetes de pasta por persona”. Adquirir los alimentos para dos semanas obligaba a usar más de cinco horas en distintos sitios, sin la garantía de hallarlos. Se hicieron comunes las discusiones, las peleas en las filas; por supuesto, ante la amenaza de una subversión del orden público, efectivos militares comenzaron a vigilar los principales puntos de venta de comida. El fantasma del Caracazo, un estallido social en 1989 cuya chispa fue la aplicación de un paquete de medidas del Fondo Monetario Internacional siempre ha estado presente. De igual manera, se comenzó a asignar días de compras, según el terminal de la cédula de identidad. Entonces, dadas las “distorsiones del patrón de consumo” de los venezolanos, el gobierno del presidente Nicolás Maduro decidió incorporar máquinas lectoras de huellas digitales para regular la adquisición de alimentos y medicinas en expendios privados y públicos. Estos dispositivos, conocidos popularmente como “captahuellas”, ya eran empleados como uno de los componentes del sistema electoral venezolano. Su introducción había generado denuncias sobre la posibilidad de poner en peligro el secreto del voto. De acuerdo con los voceros oficiales, tal instrumento era necesario para luchar contra el contrabando y contra la reventa de productos regulados. Algunas de las cadenas cuyos establecimientos eran mis sitios habituales para hacer las compras se sumaron inmediatamente a la iniciativa oficial. Dejé de visitarlas y comencé a comprar en pequeños expendios e incluso a los vendedores informales que solían disponer de todos los productos a precios que doblaban los oficiales. Al menos no me sometería a esa suerte de mutilación de mi libertad, me consolaba. Pero a la vez empezaba a sospechar que era el inicio de una política de mayor control sobre los habitantes de Venezuela. “Así sabremos qué compran, cuánto compran y otros hábitos de consumo”, dijo Maduro. El gobierno apabulló a los pocos críticos de esta acción al señalarles como factores que apoyaban a los irregulares, a quienes lucraban extrayendo alimentos del país o vendiéndoles a precios superiores. La trampa discursiva surtía efectos. Aunque era evidente que el sistema instrumentado por el gobierno, que incluía control de precios, manejo de los procesos, estatizaciones y regulaciones de los flujos de distribución alentaban el comercio ilegal, la corrupción y agudizaba la escasez de bienes esenciales, la responsabilidad, desde la narrativa oficial, recaía en las personas. Por tanto, el gobierno en su rol de salvador debía intervenir para eliminar tales desviaciones. Yo lo sentí como otro golpe brutal a mi libertad. Ya había recibido otros dos. Primero porque tuve que reformar mis rutinas personales y familiares debido a la alta criminalidad de Caracas —la tasa de homicidios en el país es de 70.1 por cada cien mil habitantes— y luego tuve que cuidar mucho más lo que escribía porque un reportaje de investigación que realicé con mi equipo y que mostraba la corrupción en un convenio Irán-Venezuela fue considerado por el gobierno de Chávez como parte de una conspiración. Igualmente, su sucesor, Nicolás Maduro, se molestó por un titular de un diario que yo dirigía y ordenó cárcel para el responsable. Esta nueva afrenta me hacía consciente de que nuestros espacios de libertad se iban reduciendo aún más. Un acto personal, casi ritual, como era la compra de los alimentos para mí y mi familia era invadido por la mirada vigilante de un Estado que ni siquiera ofrecía en compensación algo real con qué transar porque muchas veces, luego de horas de espera, había que volver a casa con las manos vacías. Sin embargo, lo peor estaría por llegar. Durante 2016 Venezuela sufrió su más aguda crisis de desabasto. Las largas filas de personas que esperaban infructuosamente para comprar alimentos tuvieron eco mundial. Los productos básicos prácticamente desaparecían de los anaqueles (usar la palabra escasez puede ser penalizado bajo la premisa de que hablar del tema puede generar zozobra o pánico en la población) mientras los precios del petróleo empezaron a bajar, las importaciones de alimentos no satisfacían la demanda ni las alteraciones ya habituales del sistema. Una de las respuestas del gobierno fue diseñar un sistema llamado Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP). La retórica oficial destacó que a través de este sistema de entrega de una bolsa o caja de alimentos casa por casa se enfrentarían la escasez y la crisis económica, atribuidas a su vez a una guerra económica dirigida desde el Imperio. Los Claps se organizaron como células de una milicia, con estado mayor, distribuidores y “con la participación protagónica” de la comunidad. Para hacerse acreedor de una entrega, el ciudadano debe ser censado. En mi vecindario no tardaron mucho en formarse. Con lo que se paga por una caja que puede contener arroz, frijoles, sardinas, leche, aceite, pasta y salsa ketchup (la mayoría productos importados) no puedes ni comprar un kilo de azúcar en un local privado, en caso de hallarlo. En el chat vecinal de WhatsApp se giran instrucciones sobre cómo recoger la caja, dónde pagar. Otras veces hay expresiones de agradecimiento porque “al menos tenemos algo más barato”, y se dan discusiones entre los vecinos porque los opositores que se benefician del mecanismo traicionan la causa y son malagradecidos. Sin embargo, aun faltaría un poco más de refinamiento para el control. El gobierno ha establecido el “carnet de la patria”, un registro que permite acceso a las distintas misiones (programas públicos), cuya novedad es que tiene un código QR. Familias pobres, jubilados, personas con necesidades especiales… Todo el que quiera recibir la mano benefactora del Estado debe empadronarse. Hasta julio de 2017, según datos oficiales, más de 15 millones de personas se habían inscrito, es decir, casi la mitad de la población venezolana. El carnet de la patria fue empleado para monitorear a quienes votaron en el proceso electoral del 15 de octubre de 2017, cuando se eligieron los gobernadores en mi país. Luego de sufragar, el elector pasaba por un punto de control partidista y activaba el carnet. Aunque realmente, como explica el periodista Luis Carlos Díaz, el código QR del carnet de la patria no arroja muchos datos, las personas creen que está conectado al sistema de votación electrónico y por tanto suponen que es posible saber por quién se vota. Tal acción puede ser vista como algo común de las maquinarias electorales, sin embargo, es en esta interfase que se mezcla el Partido Socialista Unido de Venezuela con el Estado. ¿Puede un pueblo sometido a este mecanismo sentirse realmente libre? ¿Debe alguien ser puesto a decidir entre alimentarse o ser libre, cualquiera sea su concepción de libertad? El debate no está saldado entre quienes consideran que nada se pierde al registrarse y hacer uso de tal maquinaria para garantizar el acceso a los bienes fundamentales y entre quienes creemos que hacerlo supone una renuncia a la libertad, que el solo gesto nos expone al riesgo de justificarlo sólo para lidiar con el conflicto interno. Desde mi perspectiva, de las expropiaciones materiales pasamos a un estado de expropiación de la libertad. Aún quedan espacios, pero cada día se cierran más. ¿Puedo someterme a un esquema de servidumbre voluntaria y aún así mantener mi mente crítica? ¿Qué tanto debo ceder para comprar un kilo de arroz, una medicina esencial, neumáticos de repuesto, obtener un pasaporte? Me aterra pensar que al hacerlo pasaré a sufrir una especie de Alzheimer social, que mis valores quedarán sepultados bajo lápidas de excusas, que tal vez dejaré ser crítica, que guardaré un profundo silencio, que dejaré de alzar la voz ante lo que considero injusticias. Me aterra pensar que me someteré a una sumisión sin derecho de réplica. Una de las participantes en la discusión que cité al comienzo de este artículo puso el dedo en la llaga. Si no eres capaz de resistir adentro, entonces habrá que irse del país. Para mí esa no es la respuesta definitiva, pero me agobia.


Caracas, 6 de noviembre de 2017


Imagen de portada: Mural a Hugo Chávez en la UNARTE, Caracas.