15-16 de marzo de 1923
Estoy muerto. Veo motas de polvo en el cielo, como las que pueden verse en el cono de aire que atraviesa el haz de luz de un proyector en una sala de espectáculos. Muchas esferas luminosas, de una blancura lechosa, se alinean en el fondo del cielo. De cada una de ellas sale una larga varilla de metal y una de esas varillas me atraviesa el pecho de lado a lado, y lo único que siento en todo momento es euforia. Avanzo hacia las esferas de luz, deslizándome lentamente por la varilla, cuan larga es, y ascendiendo por una suave pendiente. En cada mano sostengo la mano de aquellos que se encuentran más cerca de mí en una cadena humana que sube también al cielo, siguiendo cada uno el riel que lo perfora. El único sonido que se oye es el ligero rechinar del acero contra la carne de nuestros pechos. Justo a mi lado está Max Jacob (que, desde hace más o menos año y medio, y en la vida diurna, me enseña poesía).
25-26 de agosto de 1924
La calle de un suburbio, de noche, entre dos terrenos imprecisos. A la derecha, una torre eléctrica de metal cuyos travesaños presentan, en cada punto de intersección, una enorme bombilla encendida. A la izquierda, una constelación reproduce, invertida (la base hacia arriba y la punta hacia abajo), la forma exacta de la torre eléctrica. El cielo está cubierto de floraciones (azul oscuro sobre un fondo más claro) idénticas a las que dibuja la escarcha sobre el cristal. Las bombillas se apagan una a una y, cada vez que la luz de una de ellas se extingue, la estrella correspondiente desaparece también. Muy pronto, la oscuridad es total.
10-11 de diciembre de 1924
Para hablar conmigo, una hermosa americana —mujer de letras o artista— me cita en un hotel, un enorme palacio ultramoderno. Sospecho que forma parte de alguna sociedad secreta que quiere perjudicarme, pero de todos modos acudo a la cita. Me introducen en un salón, que tiene dos puertas abiertas que comunican con una estancia más pequeña. Espero un rato. La americana llega; me invita a pasar a la habitación contigua. Pero en cuanto atravesamos el umbral, dos hombres aparecen y cierran con llave ambas puertas: soy su prisionero. La americana se ríe en mis narices. Veo una ventana, la abro y me dispongo a franquear el antepecho del alféizar. Fuera llueve a cántaros. Entonces, la americana sopla por el mango de un látigo para perro: un botones en librea se precipita, me agarra por la cintura y me pone contra la pared, inmovilizándome con cadenas que me ciñen los brazos, las muñecas y los tobillos. Presiona el botón que activa un mecanismo oculto: la porción de suelo sobre la que me encuentro inicia un lento descenso. Previendo espantosas torturas y percatándome de que estoy soñando, quiero despertar. Normalmente, cuando deseo poner fin a un sueño que se convierte en una pesadilla, me tiro por un precipicio o una ventana. Pero ¿cómo reaccionar en una situación como ésta, si estoy encadenado? Tras unos instantes terriblemente angustiosos, tengo la idea de realizar un movimiento brusco con mi pierna derecha para herirme con el grillete que la apresa. Doy una repentina sacudida, el dolor me arranca un grito y me despierto.
14-15 de marzo de 1925
Estoy en compañía de una chica llamada Nadia —por la que profeso sentimientos muy tiernos—, a la orilla del mar, en una playa del estilo de Palm Beach, una playa de película americana. Para divertirse asustándome y averiguar si me apenaría su muerte, Nadia, que sabe nadar muy bien, quiere fingir que se ahoga. Pero se ahoga de verdad y me traen su cuerpo inerte. Empiezo a llorar mucho, hasta que el juego de palabras Nadia, naïade, noyeé [Nadia, náyade, ahogada] —que hago cuando estoy a punto de despertar—, se me presenta, a la vez, como una explicación y un consuelo.
Sin fecha
Estoy acostado en la cama, exactamente igual que como debo de estarlo en la realidad, pero con la frente apoyada en la superficie blanca y polvorienta de un gran cilindro de cal, una especie de depósito cuya altura apenas sobrepasa la mía, y que no es otra cosa que yo mismo, realizado y manifiesto. Siento contra mi frente el contacto con esa otra frente exterior, e imagino que mi cabeza está apoyada en la sustancia misma de mi espíritu.
Marzo de 1934
Viajo en la parte superior de un autobús de dos pisos, una especie de elevada balaustrada que se desplaza por las calles. Con más de medio cuerpo asomado por encima del antepecho me sostengo colocando los pies en una barra que constituye un aparato independiente, dotado de movimiento propio y que sigue, justo sobre nosotros, un camino paralelo al del antepecho. Constato que mi postura es peligrosa y que un bache me arrojará por la borda, así que decido apearme. Me hallo entonces en una escalera bastante estrecha, que no deja de oscilar, como a bordo de un barco; a ambos lados está el mar. Perdiendo el equilibrio a cada instante, consigo descender por la escalera sentado, para mayor seguridad. Una vez que llego abajo, me encuentro en una barca —que también bascula—, a punto de atravesar una esclusa. Me tumbo boca abajo en el suelo y siento el vaivén de las olas. La barca se convierte entonces en una mujer desnuda (alguien que conozco) y, tendido sobre ella, le acaricio los pechos. El sueño acaba, materialmente, con una polución.
Sin fecha
Un minúsculo gato gris-ratón se enfrenta con un ratón (¿u otro roedor?), exactamente de su mismo tamaño. Estos dos animales enfrentados son en realidad un pájaro con un gran pico, prácticamente de pelícano (perfilado en una silueta o armazón de alambre ligeramente barbada o velluda), ave de corral reducida a unos trazos básicos, y sarnosa, ocupada en picotear su propio plumaje, que acaba de arder. Imagen grotesca de un ave fénix que se ha vuelto transparente por haberse alimentado de su propia pira.
Sin fecha
(Sueño matinal, Saint-Léonard de Noblat)
Hago ademán de quitarme unas gafas (objeto del que mi vista podía prescindir por aquel entonces). Ese gesto de querer mirar algo que tengo delante de mis ojos constituye mi despertar, como si correspondiera a esa acción efectiva que yo la completara abriendo los párpados.
Selección de Michel Leiris, Noches sin noche y algunos días sin día, prólogo de Philippe Ollé-Laprune, David M. Copé (trad.), Sexto Piso, Ciudad de México, 2017, pp. 21, 35, 43, 63, 87, 145, 165 y 189. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Odilon Redon, Orpheus (detalle), ca. 1903-10. Cleveland Museum of Art