En el año 2009 edité el Libro de la mujer fatal y descubrí por qué había querido ser toda mi vida una femme fatale: las representaciones del cuerpo femenino en literatura, pintura y cine me habían llevado a construir una forma de deseo que responde a una expectativa masculina. El cuerpo escrito, leído, deseado, mi propio cuerpo aspiraba a adoptar la forma seductora de la Jezabel bíblica o de Velma Valento en Adiós muñeca de Raymond Chandler, animal superviviente que se mimetiza con el tejido de las buenas alfombras y muta el tono de voz con el que canta en un tugurio. Yo quería tentar a los hombres, arrastrarlos a la perdición, merecerme un castigo. Quería ser hermosa, seductora. Lo escribí en La lección de anatomía (2008), una novela autobiográfica. Estaba loca. Pero no se notaba, porque éramos muchas las locas que creíamos que el placer y la felicidad pasaban por ahormarse a ese modelo de fatalidad. Deseamos lo que hemos aprendido y admirado, y los autores que habían escrito sobre Carmen o Medea habían sido hombres. “Yo no tengo la culpa de que me hayan dibujado así”, susurra Jessica Rabbit.
Esas fuentes literarias están dentro de mí, las he metabolizado y ahora me doy cuenta de todo lo que me han hecho gozar y de todo lo que me han perturbado. Las mujeres vivimos en la contractura: estamos hechas de mimbres que conforman nuestro deseo desde lo ajeno y a menudo ese deseo nos daña. No puedo renunciar —ni sé ni quiero— al imaginario de Barbey d’Aurevilly, pero ha llegado el momento de leer desde otro lugar y tomar la palabra para escribir una historia propia, con la rebaba de la lengua del opresor que está también en las papilas gustativas de mi propia lengua y me lleva a escribir con letras del demonio, lectura inversa, crítica, subversión. Con el estigma de una maldad que identificamos con lo revulsivo y la reformulación de un canon:
Miro a las mujeres fatales […] la formación del arquetipo deja hilillos a partir de los cuales se puede dar la vuelta a los lugares comunes y, con la tergiversación, dilucidar el tiro que sale por la culata a la intención de los autores: eso que dijeron, aunque no quisieron decir.
¿Y qué no quisieron decir? Que las mujeres fatales, más allá de la prejuiciosa cápsula de la maldad, luchan por ser libres, por no ser manipuladas, por el derecho a su placer y a su conocimiento, por ser algo más que la carne de sus hijos o sus esposos y, a veces, en esa lucha ejercen un tipo de poder al que ahora rellenamos con otros significados y acciones que no nos manchen las manos de sangre. De la cultura a la vida se produce una transferencia: la ficción es verdad y pasa a formar parte de nuestros cuerpos, aunque la consigna de prestigio sea que la verdad es ficción, que todo es ficción… Esta nebulosa a veces neutraliza la posibilidad visibilizadora de la novela que denuncia hambre, feminicidios, explotación, violencia homófoba, racismo, agrandamiento de las brechas de desigualdad…
En el Libro de la mujer fatal asesinas, prostitutas, bellas mujeres pobres, sabias y curiosas, ahorradoras, hechiceras, las que le dan la vuelta a su fragilidad, las que tienen poder y las que se regodean en la superioridad erótica de su sexo nos abren una puerta: Eva, que arrastra en su caída; Luella Miller, vampira; Nefernefernefer, puta avariciosa; la Marquesa de Merteuil, ilustrada; Madame Fontaine, mujer araña; la mujer frágil, Séverine; Olimpia; la novia de Frankenstein; las replicantes de Blade Runner y todas las mujeres mecánicas; Phyllis, enfermera muerte; Manon Lescaut, mujer pública; Edith, que en La piedad peligrosa se mueve en silla de ruedas y reutiliza su fragilidad como arma; Carmen, mujer hechizo; la mujer que paga es la Niña Chole, princesa azteca e incestuosa; Lolita, niña en el jardín; Matilda, mujer macho de El monje; Hauteclaire de Las diabólicas y la estirpe de las mujeres pantera…
Heroínas castigadas por sus autores que, sin embargo, dejan impresa una marca de insurrección frente a su destino de mujer machacada por la vida. Ellas dicen no y permanecen dentro de nosotras porque la palabra a veces nos achica, pero a veces también nos hace crecer, y la literatura, nunca edificante ni correcta, nunca literal, nos reta para que nos encontremos en ella, desde ella, contra ella… Estas heroínas configuran una matrioska de personajes femeninos: en la tripa de Phyllis está Edith y en la de Edith está Eva y en la de Eva están Lilith y las harpías. En la complejidad de estos personajes hallamos razones para nuestro sufrimiento y nuestro placer.
En la Biblia, las tragedias griegas y en Shakespeare encontramos mujeres que podrían haber protagonizado una novela negra: Judith y su brazo ejecutor, la perversidad de Clitemnestra, Lady Macbeth con su avidez de poder y su corazón tan blanco… La mujer es verduga emparentada con las harpías chupasangres o, por el contrario, es mártir, carne hermosamente castigada. La mujer se hace metonimia, fragmento que representa al todo a partir de su anatomía despedazada. Las descripciones del despedazamiento se pintan con un ramalazo estético, profundamente ideológico, que nos lleva a confundir excitación con daño, belleza con dolor: representaciones pictóricas de las escenas mitológicas y bíblicas —Rapto de las Sabinas, Susana y los viejos, Andrómeda encadenada…—, giallo italiano, gore, fantaterror español.
Los retratos de las torturas que destrozan los cuerpos femeninos de las mujeres casadas en Desengaños amorosos de María de Zayas podrían ser una muestra de cómo la violencia en las artes no tiene un efecto normalizador o eufemístico. María de Zayas es una escritora del siglo XVII. Su modernidad en el tratamiento institucionalizado de la violencia contra las mujeres es ejemplar. La descripción de las heridas infligidas a doña Florentina en “Estragos que causa el vicio” tiene la textura de los informes forenses:
Hallaron que tenía una estocada entre los pechos, de la parte de arriba, que aunque no era penetrante, mostraba ser peligrosa, y lo fuera más, a no haberla defendido algo las ballenas de un justillo que traía…
En “Los crímenes de la calle Morgue” y “El misterio de Marie Rogêt”, cuentos de Poe, las habilidades deductivas de Dupin —para quien “observar con atención es recordar con claridad”— se desencadenan gracias al análisis pormenorizado de escenarios del crimen en los que las laceraciones de los cuerpos femeninos constituyen el motivo central. El cuerpo de la víctima es el territorio sobre el que el detective demostrará su destreza. Allí se dibuja la bestialidad del asesino. El cuerpo femenino no es más que carne y huesos: no existe empatía ni dolor. En “El misterio de Marie Rogêt” interesa la insinuación de un móvil sentimental: la relación entre amor y cuerpo femenino como patrimonio de un hombre con derecho a matar empapó la literatura desde la realidad y de la literatura volvió a lo real para cronificar formas monstruosas del machismo que anidan en el corazón de las mujeres.
La exhaustividad descriptiva responde a la exigencia de verosimilitud en el relato de una investigación policial. No hay deseo de embellecimiento, pero tampoco detectamos esa otra pulsión del estilo literario que consiste en recrearse en las heridas para provocar vómito, un efecto ético, empatía con las víctimas. Entre el regodeo en la belleza de los cadáveres en Suspiria, de Dario Argento —hermosos escorzos de la muerte, destello rojo brillante de la sangre—, y la violencia elíptica pero intensa de las películas de Michael Haneke hay un abismo ético y estético: un abismo ideológico.
Hoy algunas escribimos como hombres porque se nos ha educado en esos modelos; otras escribimos desde una radical conciencia femenina; otras lo hacemos desde la fractura, la herida, la escisión; algunas nos tapamos los ojos y a veces echamos un vistazo entre las rendijas de la mano abierta… Emilia Pardo Bazán corrige a Conan Doyle en Los misterios de Selva, una novela detectivesca descubierta recientemente: la corrección supone un tour de force con esa inteligencia deductiva que solo se les presuponía a los varones. Los cuentos de El encaje roto de Pardo Bazán podrían ser el embrión de novelas negras sobre el maltrato contra la mujer. La antología que hice en 2009 es un catálogo de todas las violencias que se pueden infligir a las mujeres: en “De Navidad” se retrata la “justicia” de asesinar a una mujer que va sola por la calle; en “Las desnudadas” se aborda la violencia, real y simbólica, contra las mujeres en tiempos de guerra. En otros relatos se trata la proyección sobre las hijas del odio que se siente hacia las madres, es decir, “violencia vicaria”; se dibuja el miedo de esas mujeres muertas en vida dentro de su propia casa, la somatización del horror…
En la narrativa de Agatha Christie damos con muchachas emancipadas económicamente que acaban sucumbiendo al sueño del amor romántico; ricas herederas asesinadas por advenedizas desclasadas que manipulan a un viril brazo ejecutor —Muerte en el Nilo—; mujeres que viven con otras mujeres —Mrs. Christie era más tolerante con el discreto lesbianismo que con el exhibicionismo de los artistas gay—; ancianitas con mentes privilegiadas como la muy reaccionaria señorita Marple; y mujeres que, en la vivencia de sus pasiones, son capaces de perpetrar crímenes; incluso las niñas matan… Dashiell Hammett compone en Cosecha roja un personaje femenino de carne y hueso, con el ADN literario de las heroínas del naturalismo francés. Dinah Brand, simultáneamente consciente de su vulnerabilidad y su fuerza, bebe y rentabiliza su capital erótico como método de autodefensa en un mundo venenoso. Por su parte, Patricia Highsmith se traviste en Ripley y proyecta en este personaje sus propias represiones y su visión del mundo: ambigüedad moral, subversión social y sexual, violencia de los códigos aprendidos…
Hoy las escritoras toman la palabra y cuentan historias con personajes femeninos que huyen del estereotipo de la victimización, se hacen policías o detectives, impostan el rol masculino. Son duras ejerciendo una violencia similar a la del cowboy o el sargento de hierro. Ocurre en el cine de Kathryn Bigelow. Lisbeth Salander, personaje de Stieg Larsson, desde la ilegalidad se venga de sus torturadores. Sin embargo, palabras como poder o vindicación necesitan el filtrado de las deconstrucciones, incluso el extremo de la resignificación. Para enfrentarse a los modelos heteropatriarcales, también desde la literatura y sus representaciones femeninas, el campo semántico de la vindicación se llena de acepciones en las antípodas de las violencias machistas: racionalidad, conversación, cuidados y rescate de las voces silenciadas. Vindiquemos a las Vindictas. Compartamos flores que no sean solo las del duelo sino las de la celebración. Nombrémoslas.
Imagen de portada: Alfred Basel, El rapto de las Sabinas, 1919