Los pulpos son otra historia
Sabemos que nuestro ancestro común con los pulpos fue un gusanito aplanado o tal vez un animal con una concha parecida al sombrero de una bruja que nadaba o se arrastraba en el fondo del mar, o las dos cosas al mismo tiempo. Sabemos también que tenía una maraña de nervios esparcida por el cuerpo y que vivió hace 600 millones de años. Pero qué comía, cómo se reproducía, cómo vivía: no tenemos idea. En realidad, nuestra ignorancia gigantesca es lo primero que hay que tener en mente cuando pensamos en pulpos. O al menos de ahí parte el filósofo de la ciencia australiano Peter Godfrey-Smith en la exploración que emprende en Otras mentes: el pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia, su libro más reciente. ¿Cómo desarrolló el pulpo, que vive apenas dos años, una inteligencia tan sobresaliente? ¿Es posible saber cómo piensan esos animales curiosos, solitarios, multifacéticos? Quizá no, pero si queremos entender cómo funcionan otras mentes, las de los pulpos son un buen lugar para empezar: son lo más otro que hay. Mientras que nuestro cerebro es una cosa contenida en una larga cuerda que termina en nudo, los pulpos lo llevan desperdigado en el cuerpo y el esófago les pasa por en medio de la parte central en un acomodo extrañísimo que no se parece al de ningún otro ser vivo. Además, tienen tres corazones en la cabeza y las neuronas repartidas en los tentáculos: sienten con la cabeza y piensan con los pies. Es un cuerpo de pura posibilidad, sin distancia definida entre las partes ni ángulos ni asperezas. Un cuerpo libre de empalmes y articulaciones que incluso es capaz de convertirse en lo que no es, como el pulpo alga, Abdopus aculeatus, que genera delicadas estructuras temporales con los músculos de su piel para parecer un trozo de alga marina. A veces, durante un enfrentamiento, hay pulpos que se vuelven negros y se alzan como Nosferatu con el cuerpo entero por detrás de la cabeza o se inventan un par de cuernos de carne, uno de cada lado. Otras veces, en cambio, se escabullen por un agujero minúsculo, del tamaño de su propio ojo. Tal vez los pulpos se aburren porque les gusta jugar. Por eso algunos, en cautiverio, pasan horas aventando botellas de plástico de un lado a otro dentro de su tanque sin razón aparente más allá del afán lúdico, y otros han aprendido a invadir peceras vecinas para robar comida o a fundir focos escupiéndoles agua hasta causar cortocircuitos. A veces se lo toman personal: en un laboratorio de la Universidad de Otago, Nueva Zelanda, un pulpo le agarró tirria a un científico que reconocía entre todos los demás y lo bañaba en medio galón de agua cada vez que pasaba junto a su tanque. El asunto, a fin de cuentas, es personal: los pulpos tienen “conciencia de cautiverio”, como muchos otros animales a los que nos hemos dedicado a encerrar en zoológicos y laboratorios, lo cual implica que están en constante estado de rebelión. Ante este espíritu travieso y otros comportamientos excepcionales, muchos científicos les han aplicado shocks eléctricos o les han mutilado partes del cerebro para ver cómo reaccionan. Lo hacen, dicen, en nombre de la ciencia. Uno de los argumentos que se ha esgrimido durante años para derribar las teorías de la inteligencia de los pulpos es que el grado de desarrollo de una mente depende de la complejidad de la vida social del animal. A propósito, Godfrey-Smith dedica una gran parte de su libro a hablar de Octópolis, un sitio en la bahía de Jervis, al sureste de Australia, descubierto por Matthew Lawrence en 2009. El buzo, que llevaba ya bastantes años dedicado a la observación detallada de la vida submarina, encontró el lugar casi por casualidad cuando un pulpo lo llevó de la mano (o acaso habría que decir del dedo) hasta un rincón cubierto por una capa de conchitas de mar en el que una gran cantidad de animales convivía en una especie de comunidad construida alrededor de un objeto humano no identificado de unos treinta centímetros de longitud. “Lo interesante del lugar”, dice Godfrey-Smith, “es que sugiere que en algunas circunstancias es posible que los pulpos pasen mucho tiempo relacionándose entre ellos y teniendo que aprender a convivir”. En términos de evolución, los resultados de este cambio de comportamiento tardarán siglos en revelarse. Hay otro filósofo que ha pasado a la historia de la neurociencia con sus hallazgos (o acaso más bien por sus cuestionamientos) sobre la mente animal. Su nombre es Thomas Nagel y en 1974 se hizo una pregunta aparentemente simple: ¿qué se siente ser un murciélago? Es una duda que todos hemos tenido: ¿qué se siente ser del sexo opuesto, estar enamorado, envejecer, perder la vista, que te corten una pierna, ser autista? ¿Tener la vista de un águila, el olfato de un perro, correr como chita? Nagel argumenta que es imposible tener un conocimiento exacto sobre la naturaleza de las experiencias mentales de otros, porque carecemos de una fenomenología objetiva que no dependa de la empatía o la imaginación. Es decir: no sólo nunca podremos acceder a la experiencia subjetiva de un murciélago, sino experimentar cualquier cosa que no sea en primera persona. Como seres invertebrados, el caso de los pulpos escapaba hasta hace poco de las normas regulatorias contra la crueldad animal y estaba permitido operarlos sin anestesia y otros procedimientos crueles a los que todavía son sometidos millones de seres vivos todos los días. Pero la inteligencia de los pulpos es, en palabras de Godfrey-Smith, lo más parecido a una inteligencia extraterrestre que podemos encontrar en la Tierra. Aunque ha habido avances científicos importantes en los últimos años, aún comprendemos muy poco de fenómenos mentales conscientes, lo cual casi equivale a decir que comprendemos muy poco de lo que nos hace humanos. Mientras lo averiguamos, los pulpos siguen construyendo ciudades, resolviendo rompecabezas y aprendiendo a abrir, desde adentro, los tanques que los confinan.
Imagen de portada: Ferdinando Scianna, Sant’Elia, Palermo, 1978 [fragmento].