Cuando la incertidumbre sobre la identidad crece, la acción se paraliza.
Sheba Camacho
Continuos
Una persona habla. Sucede un hecho acústico en el mundo. La boca emite un tipo de ruido especial que es significante. No todos los sonidos que emiten nuestros labios pueden comunicar significado, pero del universo de ruidos que podemos hacer con la boca, un subconjunto importante forma parte del acto de hablar. La voz que comunica a través de una lengua es una masa sonora más o menos informe, como dicen que dijo Ferdinand de Saussure, una masa sin cortes discretos. Sin abstracciones, en los hechos tenemos que un flujo sonoro emana de la boca cada vez que hablamos. Cada acto de habla es único y cada vez se emite un fluido sonoro estrictamente irrepetible. La idea de que al hablar producimos unidades concretas llamadas “palabras” es, en un sentido, una ficción potenciada por la escritura que codifica espacios en blanco inexistentes en la oralidad. Aún más, la idea de que al hablar producimos una hilera de fonemas concatenados que forman palabras con sentido es más o menos incorrecta. En realidad, en la masa sonora que producimos al hablar es muy difícil, si no imposible, delimitar exactamente las fronteras en donde termina un sonido y comienza otro. Estrictamente no existen tales fronteras en cada hecho acústico que producimos al hablar. Nuestra mente interpreta ese chorro sonoro, lúbrico y continuo que sale de nuestra boca para poder hallarle un sentido, hacerlo significar. Un sistema lingüístico mental crea las unidades y las delimita: “aquí hay un fonema, ésta es una palabra”.
Lo maravilloso de escuchar una lengua que no se comprende es que este hecho vuelve a ser evidente: el fluido sonoro que sale de la boca de uno de los cinco últimos hablantes de la lengua kiliwa fluye ante mis oídos libre de toda restricción que pueda imponerle mi mente no iniciada, la cual, a pesar de todo, trata de buscarle sentidos, unidades, buscar algo que le parezca remotamente conocido. Pronto me rindo y me sumerjo en un río acústico, sé que para alguien eso que escucho es un acto de habla, que ese hecho acústico pretende significar, pero todo eso se me escapa. A menudo me pregunto si mi conocimiento de la realidad opera de manera semejante, si la realidad es, en realidad, un río informe de continuos, acontecimientos y procesos sobre los que hago operaciones ontológicas y logro sacar unidades, categorías discretas, objetos determinados, con límites, listos para ser utilizados. Pienso entonces que tener conciencia de mí como una persona distinta del resto, un ser discontinuo y discreto, es resultado de una proyección mental; me asusta considerarlo siquiera. La identidad es una operación mediante la cual las personas se piensan y existen como entes discretos. Las personas somos los fonemas o las palabras-individuo impuestas sobre este chorro continuo que es el universo.
Contrastes
Mi lengua materna es el mixe, una lengua mesoamericana que hace una distinción interesante en los pronombres correspondientes a la primera persona del plural que podría traducirse como “nosotros”. Ëëts es un nosotros que excluye al oyente, atom es un nosotros que lo incluye; si me dirijo a ti, lectora, lector, utilizando “ëëts tenemos sueño” implica que nosotros, tú no, tenemos sueño; si utilizo “atom tenemos sueño” comunico que tú y yo tenemos sueño. No hay manera de no elegir, el que te escucha está incluido o no lo está, dejando lejos la genial ambigüedad del nosotros castellano. Es necesario el contraste para crear categorías distintas, reconocerse no sólo distintos sino también contrastantes. La identidad, al igual que los fonemas, necesita del contraste para configurarse. Como una persona que aprendió a hablar una lengua distinta a la que entonces se daba por llamar “lengua nacional”, el tema de la identidad parecía algo obligado. Los estudios sobre la identidad están bastante focalizados sobre pueblos indígenas y lo que, en general, erróneamente me parece se ha dado en llamar “minorías” étnicas o también “diversidades” o lo que tal vez, si fueran más cínicos, llamarían “desviaciones de la norma”. “¿Has tenido alguna vez una crisis de identidad?”, me preguntó alguien hace algunos años. No supe contestar, porque el concepto mismo de “identidad” me era inasible, escurridizo y algo indefinible, como puede verse luego de una rápida revisión bibliográfica. Sin embargo, dos experiencias moldearon especialmente varias de mis ideas actuales sobre la identidad. Una de ellas tiene que ver con el proceso mediante el cual me di cuenta de que yo, además de ser mixe, era indígena. Crecí en una comunidad rodeada de otros pueblos mixes y zapotecos; durante la infancia pasé la mayor parte del tiempo hablando en una lengua en la que no existía el equivalente de la palabra “indígena”. El mixe divide el mundo entre ayuujk jä’äy (mixes) y akäts (no mixes), no importa si naciste en la Ciudad de México o eres zapoteco del Valle de Oaxaca, en mixe te llamarán y serás akäts. La conciencia de ser indígena me nació cuando llegué a la ciudad, aprendí que lo era y me percaté de sus implicaciones. La primera vez que le conté a mi abuela (monolingüe en mixe) sobre el hecho de que ella, al igual que yo, era indígena, lo negó. Ella es mixe, no indígena. Fue muy enfática en eso. Me di cuenta entonces de que ser indígena no había sido un rasgo de mi identidad durante mucho tiempo y que no sería nunca parte de la identidad de mi abuela. Mi crisis de identidad se trató entonces de no entender qué era la identidad. La segunda experiencia me planteó nuevas preguntas. La Guelaguetza es una fiesta anual que se celebra en Oaxaca, el segundo y el tercer lunes de julio. El gobierno oaxaqueño, a través de un llamado Comité de Autenticidad, invita a distintas comunidades del estado a presentar sus bailes en la ciudad. La Guelaguetza ha sido calificada como la fiesta folclórica más importante de Latinoamérica, pero después de un breve análisis no es difícil concluir que se trata de un festival gubernamental enfocado sobre todo en atraer al turismo; se trata de una explotación de ciertos rasgos culturales de los pueblos indígenas de Oaxaca para construir un discurso identitario oaxaqueño listo para el consumo. Sin embargo, como escuché en una conferencia sobre el tema, esta misma Guelaguetza ha tomado nuevos rumbos y significados para la comunidad migrante oaxaqueña en California, Estados Unidos. Cada año, mediante organizaciones autogestivas, los migrantes oaxaqueños organizan distintas Guelaguetzas que, aunque muy parecidas a la Guelaguetza oficial en las formas, son totalmente distintas en cuanto al fondo. Mientras que en Oaxaca se trata de un evento gubernamental, en California se trata de un evento autónomo, producto de la articulación comunal de los migrantes que se instaura como un desafío al Estado mismo, sobre todo en un contexto tan adverso a los migrantes. Casi al final, la conferencista apuntó, entre otras cosas, que la Guelaguetza en Califonia fortalecía también una identidad que tendía a desaparecer o a deslavarse. Esto último me planteó muchas preguntas. ¿Es posible perder la identidad? ¿Es posible quedarse sin identidad? ¿Se puede hablar de una identidad fuerte o de una identidad débil? Cuando hablamos de identidad en este sentido, tal vez hablamos sólo de algunos de los rasgos que la definen. Nadie en el mundo puede quedarse nunca sin identidad, la identidad sólo se reconfigura.
Identidad y contraste
Cada persona posee un sinnúmero de características. Cada persona es un continuo que puede dividirse en un haz de rasgos potencialmente infinito. He pensado en llamar identidad al subconjunto de rasgos que establecen contrastes. Es verdad que todas las personas poseen el rasgo “terrícola”. Nadie puede negar que todas las personas del mundo lo sean; sin embargo, quisiera sostener que el rasgo “terrícola” aún no forma parte de una identidad reivindicable porque no contrasta. Imagino que ante un posible contacto con habitantes de otros planetas, ese rasgo, presente siempre, contrastaría de inmediato y se incorporaría al conjunto de rasgos que definen nuestra identidad. Aún más, ante un encuentro hostil con posibles marcianos, el rasgo “terrícola” podría alcanzar tanta importancia que probablemente se le llenaría de símbolos, y también prejuicios, que fortalecerían aún más ese contraste. Se hablaría del orgullo terrícola, de la resistencia terrícola o incluso de la cultura terrícola. A lo largo de la vida, las personas podemos inscribirnos en distintos espacios que posibilitan establecer determinados contrastes, de manera que el subcojunto de rasgos que es nuestra identidad puede ir cambiando. Ciertos rasgos, presentes siempre, pueden ser irrelevantes en determinados contextos mientras que en otros se activan inmediatamente. La forma de la nariz, un rasgo existente pero irrelevante, de pronto cobró una importancia inusitada entre hutus y tutsis en un contexto de represión y genocidio. Me pregunto qué rasgos ahora irrelevantes en mí establecerán contrastes en otros contextos y formarán parte de mi identidad. En los nuevos contextos en los que me inscribí al irme de Ayutla, el rasgo “indígena” se activó y esa activación va más allá de mi voluntad. Es probable que ese rasgo nunca pueda activarse en la manera en la que mi abuela ve el mundo, de algún modo ella queda más o menos a salvo de ese contraste; a pesar de que las políticas públicas que utilizan la categoría “indígena” siempre van a afectar su vida, en lo particular, en la experiencia identitaria de mi abuela, ser indígena es algo bastante irrelevante: “soy mixe, no indígena” seguirá repitiendo. No obstante que las personas vamos experimentando estos contrastes a lo largo de nuestra existencia, sería ingenuo pensar que las circunstancias que activan el subconjunto de rasgos contrastantes que es la identidad se basen por completo en decisiones personales. El hecho de establecer un contraste entre el mixe y el español en la escuela no dependió de mí sino de una serie de sistemas articulados. El hecho de saberme mixe viene potenciado por discursos, narrativas, rituales y símbolos que me antecedieron. Las identidades colectivas se forman potenciando ciertos rasgos contrastantes en común a través de la historia, que terminan formando parte de experiencias identitarias particulares. Sin embargo, los factores que determinan qué rasgo será el contrastante, el potenciado por símbolos, narrativas y rituales, pueden ser producto de una manipulación determinada desde los grupos de poder para conseguir ciertos fines.
Identidad, nacionalismo y poder
Aquí me gustaría detenerme en un hecho importante: el establecimiento de los contrastes de rasgos, su importancia y su funcionamiento está mediado por un sistema complejo. El establecimiento de los rasgos identitarios se determina dentro de una compleja red de relaciones de poder. En la actualidad, los estados nacionales se erigen como uno de los entes monopolizadores en la generación de discursos identitarios y sus símbolos: establecen una jerarquía para las diferencias, determinan un conjunto de rasgos de aquello que debe ser normal y respecto de lo cual los demás contrastamos. Esos rasgos se relacionan con símbolos, himnos, bailes, historia, folclor y gastronomía. El contraste entre rasgos es naturalmente simétrico, pero los estados nacionales los jerarquizan eligiendo un conjunto de rasgos simplificado que en nuestro caso llaman “identidad mexicana”. Lo mismo sucede con todos los otros sistemas, el patriarcal, el racial y el capitalista. Estos sistemas jerarquizan los elementos en contraste e influyen en la generación de experiencias identitarias. La creación de un mundo dividido en países, en estados nacionales, prefiguró una experiencia identitaria antes inexistente: la nacionalidad oficial. El mundo se dividió en poco más de 200 países, su creación se vio acompañada de la generación de identidades artificiales que casi siempre se contraponen o combaten experiencias identitarias nacionales que no sean las que han creado los estados. Miles de naciones y pueblos quedaron encapsulados dentro de poco más de 200 entidades legales que, más allá de su función administrativa, monopolizan la generación de experiencias de identidad. Se trata de ideologías convertidas en experiencias identitarias a través de discursos y prácticas nacionalistas. Los honores a la bandera de los lunes, la ley de los símbolos patrios, la representación estatal en justas deportivas como las Olimpiadas o las competencias mundiales deportivas, los libros de historia oficial y las “fiestas patrias” crean experiencias de identidad únicas. En 1998, los pueblos hablantes de lenguas distintas al francés propusieron que la Constitución francesa reconociera al menos la existencia de dichas lenguas; la Academia Francesa se negó rotundamente argumentando que ese reconocimiento atentaría contra la “identidad nacional” de la república. Su gesto me parece elocuente como pocos, la sola mención oficial de que Francia es un estado multilingüe atenta contra la identidad nacional construida por el Estado. Las identidades nacionales existen porque intentan monopolizar y silenciar otras identidades políticas e históricas. Si definimos “pueblo indígena” como una nación que no formó su propio estado nacional, quedó encapsulado dentro de uno y además sufrió colonialismo, podremos ver que el rasgo indígena se crea y se explica siempre en función de la existencia de un Estado. Soy indígena en la medida en que pertenezco a una nación encapsulada dentro de un Estado que ha combatido, y combate aún, la existencia misma de mi pueblo y de mi lengua, que niega la historia de mi pueblo en las aulas, que ha intentado silenciar los rasgos contrastantes de mi experiencia como mixe mediante un proyecto de amestizamiento que intenta convertirme en mexicana. El rasgo mexicano, inexistente hace 300 años, moldea y jerarquiza las narrativas identitarias de las personas. En este sentido, mi experiencia como indígena se contrapone y a menudo se contradice con la que tengo como mixe. Mi experiencia como mixe se opone a la experiencia de múltiples pueblos en el mundo. El pueblo mixe posee un territorio, una lengua y una historia que contrasta con la del pueblo zapoteco, del pueblo ainu en Japón o el de la nación saami que habita en los países del norte de Europa. En cambio, el rasgo “indígena” contrasta con el rasgo identitario creado por el nacionalismo mexicano. No he deseado nunca dejar de ser mixe, he deseado muchas veces dejar de ser indígena. Dejar de ser indígena sin dejar de ser mixe implicaría que el discurso y las prácticas estatales que combaten manifestaciones de rasgos de identidad distintos a los oficiales habrían dejado de operar, significaría que puedo tomar clases de cualquier materia en mi lengua materna o conocer la historia de mi pueblo en las aulas o, aún más, que mi pueblo puede tomar libre determinación sobre los bienes naturales presentes en nuestro territorio. Parafraseando al periodista mapuche Pedro Cayuqueo, declaro que “soy mixe pero tengo pasaporte mexicano por un lamentable y trágico accidente histórico que a veces preferiría no recordar”. Sin embargo, aunque me pese, no puedo negar que ese rasgo, ser mexicana, forma parte del conjunto de los rasgos identitarios que contrastan en mí; esto evidencia que los sistemas que moldean las experiencias de un habitante de Mérida, de la ciudad de Durango o de un pueblo como Ayutla Mixe no depende siempre de ellos. Así como en la masa sonora que sale de la boca de alguien al hablar podemos identificar cinco, seis o siete unidades vocálicas dependiendo de la lengua, así los sistemas de poder, las ideologías y la historia nos moldean ciertos rasgos de identidad. El discurso identitario creado por el Estado se impone como la norma. Toda diferencia del rasgo normal contrasta jerárquicamente, de modo que es común escuchar que los pueblos indígenas tenemos una identidad muy fuerte. No es que la población no indígena no posea una identidad fuerte, es que se ha asignado que los indígenas somos los contrastantes, los distintos. Amestizarse no es perder identidad, es reconfigurarla, es adherirse a un rasgo que un sistema ideológico ha creado y ha determinado como la norma. Por fortuna, rasgos como “mexicana”, “indígena”, “mixe” son sólo algunos de los que forman parte del subconjunto que contrasta y que llamo “identidad”. También soy mujer, también soy oaxaqueña, también soy serrana, por mencionar algunos. También soy terrícola. En algún mundo posible, lectora, lector, también eres akäts, tal vez no lo sepas, tal vez no forma parte de tu identidad, tal vez nunca has contrastado de esa manera, pero si un día vienes a visitarme compartirás un rasgo junto con un zapoteco o un chinanteco: eres un akäts, un no-mixe. Y eso también es bueno.