Como la palabra historia tiene tres significados —“historia” es el pasado, es una forma de escritura (un género literario) y es también una disciplina científica—, el tercer gran libro de Adolfo Gilly puede abordarse desde tres perspectivas complementarias. Eso es lo que vamos a intentar aquí. Uno. En tanto que historia-pasado, el libro reúne buena parte de los hechos públicos de la vida de Felipe Ángeles, militar nacido en Pachuca en 1869 y fusilado por el gobierno carrancista en 1919. Felipe Ángeles, el estratega trata casi todas las evidencias documentales que existen de él y sobre él, y ofrece el retrato de un militar de carrera especializado en la enseñanza y la escritura —un militar “de escritorio”, como dijeron más tarde sus enemigos—; un hijo de la Belle Époque que pensaba en la guerra como una ciencia más que como un “arte” y no obstante alguna vez se imaginó a sí mismo como Athos, el hermano mayor de los mosqueteros de Dumas; un militar rebelde, “castigado” con un viaje a Francia por haber criticado la Escuela Militar de Aspirantes. Amigo de Francisco Madero desde que volvió a México, Ángeles fue director del Colegio Militar y en la segunda mitad de 1912 se encargó, de manera más bien renuente, de combatir a los zapatistas. Madero lo llevó a la Ciudad de México para enfrentar la insurrección felicista-reyista en febrero de 1913, pero se negó a darle el mando de las tropas gubernamentales. Fue apresado con el presidente luego de la traición de Victoriano Huerta, pero no fue especialmente castigado por su lealtad. A fines de 1913 estaba de vuelta en Francia, donde por fin desertó: viajó hasta Sonora y se incorporó al constitucionalismo. En marzo de 1914 se sumó a la División del Norte y participó en las cuatro batallas que decidieron el colapso del gobierno huertista: Torreón, San Pedro de las Colonias, Paredón y Zacatecas. Convencionista desde la ruptura del mando revolucionario, se exilió en Estados Unidos en la segunda mitad de 1915, luego del fracaso villista en el Bajío. Durante los tres años siguientes se hizo socialista o algo parecido y se opuso a la redacción de una nueva constitución. En 1918 se reincorporó a las disminuidas fuerzas de Pancho Villa y las acompañó durante poco menos de un año. Su detención, juicio y fusilamiento parecen haber ocurrido como si se tratara de un destino tan ineluctable como ansiado. Felipe Ángeles, el estratega da cuenta de todos estos sucesos, aunque de manera desigual: se centra abrumadoramente en el periodo 1910-1914. Y es también una exploración del carácter de Ángeles: un hombre de honor, un intelectual metido a revolucionario, un hijo ejemplar del ejército porfirista que contribuyó como ninguno otro a su destrucción —en Zacatecas sobre todo—, un profesional de la guerra que durante un periodo más bien breve sirvió a las órdenes del más plebeyo de los comandantes revolucionarios. Dos. En tanto que historia-escritura, esta biografía es en realidad una historia de la Revolución. De hecho, el libro invita a ver la historia de la revolución popular desde un cierto punto de vista, cuyo clímax no fue la ocupación de la Ciudad de México entre fines de 1914 y principios de 1915 —como Gilly había propuesto en La revolución interrumpida (1971)— sino la infausta decisión de Villa, Ángeles y el resto de los comandantes de la División del Norte al acordar con Carranza su repliegue a Chihuahua en lugar de insistir en su rebeldía, luego de la batalla de Zacatecas de junio de 1914, y avanzar como fuerza independiente hacia Aguascalientes y la Ciudad de México. Por esta razón, Felipe Ángeles, el estratega casi no tiene nada que decir sobre los últimos cinco años de la vida del militar. Por eso mismo, fija su atención en dos o tres momentos —la decena trágica, la insubordinación de la División del Norte y la batalla de Zacatecas—. Esta técnica narrativa es una vieja amiga de Gilly. La había usado en La revolución interrumpida y de manera aún más radical en El cardenismo: Una utopía mexicana (1994). Así, el libro se lee a ratos como una película —sobre todo al principio—: porque hace uso del montaje, ese arte de contar discontinuamente que casi-casi inventó El acorazado Potemkin y que también puede verse al final de la primera parte de El padrino. De ahí también la afición a las citas largas: Felipe Ángeles, el estratega es un relato polifónico; la escritura de Gilly no se impone a las voces de los testigos y los memoriosos (Martín Luis Guzmán, Federico Cervantes, Vito Alessio Robles et allis). Pero no porque crea, ingenuamente, que los documentos dicen la verdad; más bien porque sabe que el pasado sólo puede conocerse de manera indirecta, que los documentos no prueban nada sino que se limitan a evocar, a sugerir, lo ocurrido. Tres. En tanto que historia-disciplina, el libro de Gilly se propone resolver sobre todo un problema: cómo fue posible la relación entre Ángeles y Villa, siendo como eran tan diferentes. La clave de su interpretación es el respeto que sentían el uno por el otro, respeto que los señoritos de entonces y de ahora suelen no tener por quienes no fueron a la escuela o carecen de grados académicos o no están en posiciones de poder. Respeto pero sin menosprecio, sin populacherismo; respeto como el del general Cárdenas, que no iba a los pueblos disfrazado de campesino sino siempre de traje, al contrario que muchos políticos de entonces y de hoy:
si algo explica el respeto con que Ángeles era aceptado por los generales y los jefes villistas es que, además de sus capacidades militares y su arrojo, les era evidente por actitudes y modos que su relación con ellos, y sobre todo con su general en jefe, era lo opuesto a cuanto percibían de parte del primer jefe y de su entorno. El general, por su parte, nunca condescendía a una falsa familiaridad. Mantenía con discreción su lugar y sus hábitos formados en las academias militares y en sus lecturas pero también, antes, en su infancia hidalguense.
En ese sentido, el libro es también una reflexión sobre el papel de los intelectuales en los movimientos sociales; los intelectuales “orgánicos”, como hubiera dicho Antonio Gramsci. Para eso Gilly vuelve a y precisa más su interpretación de la Revolución como un movimiento popular, a contracorriente de los revisionismos de los años setenta y de hoy. Como movimiento popular, la Revolución fue una especie de terremoto, no la aplicación de un “proyecto”. Lo que hicieron y dijeron los licenciados que le dieron forma estatal, política, está relacionada con ella pero no es ella misma. Madero y Carranza intentaron domesticar el movimiento popular porque no podían ni querían entender la inteligencia desde abajo; Ángeles se sumó a él porque la guerra le mostró que los jinetes villistas no eran hordas salvajes ni su jefe un bárbaro del norte —como tampoco el otro icono de la revolución—. Al contrario que La revolución interrumpida, la historia que ofrece Felipe Ángeles, el estratega no es sin embargo una historia estructural, de causas y procesos, de clases y resultados; es más bien una historia de decisiones, de encrucijadas que se toman y cierran caminos, de los “destinos” que se hacen las personas y los pueblos y luego quedan atrapados por ellos. Marx decía que los hombres —la humanidad— hacen su propia historia pero en condiciones que no escogen, que no escogemos. Gilly es marxista en este sentido. Las decisiones importan porque muy a menudo se independizan de quienes las toman y los arrastran, nos arrastran. Esa forma de entender el destino se parece mucho al significado de la palabra responsabilidad. Puesto que todo libro es también un hecho sociológico, también hay que considerar, finalmente, una cuarta dimensión del trabajo, aquella que ayuda a entender el interés de un historiador marxista por el más prominente de los militares porfirianos que se unió a la revolución constitucionalista. Una primera parte de este aspecto está anunciado al final de Cada quien morirá por su lado (2013), el pequeño gran libro de Gilly dedicado a la decena trágica —incorporado casi totalmente en la presente obra—: escribir sobre un militar de carrera está relacionado con el hecho de que el padre de Adolfo Gilly fue un oficial de la Marina de guerra argentina. El otro rasgo es aún más sutil pero es quizá más importante. Tres veces a lo largo de Felipe Ángeles, el estratega Adolfo Gilly hace referencia a la formación de sus amigos Marco Antonio Yon Sosa, Luis Augusto Turcios Lima y Vicente Loarca para hablar de la mentalidad militar. Que los tres principales dirigentes del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre figuren en un libro como éste es un ejemplo conmovedor de la personalidad de Adolfo Gilly y de lo mucho que la historiografía mexicana debe todavía a la primera guerrilla moderna de Guatemala.
Era, Ciudad de México, 2019
Imagen de portada: General Felipe Ángeles, 2007. Fotografía de BenjaminB99.