17 de septiembre de 2018
Lo oí planteado al revés y por eso tardé en comprenderlo. Pero cuando le di la vuelta a la idea, me quedó clarísima. Me explico: un amigo, mexicano como yo, con el que tomé unas cervezas hace unas semanas, me hizo la observación de que Berlín le parecía repleta de gente con necesidades especiales. Estábamos sentados en la terraza de una cervecería y habíamos visto pasar al menos diez tipos diferentes de sillas de ruedas o andaderas ante nosotros. En las calles, noté a partir de aquella tarde, son visibles a cada momento decenas y decenas de ancianos con andaderas de rueditas o personas con diversos problemas de movilidad desplazándose en todo tipo de cochecitos… En el tercer piso del Museo de la Fotografía, un día después, mi esposa y yo escuchamos un rechinido a nuestro lado: era la silla automática (de motor y con cerebro digital) de una chica con cuadraplejia. La chica había subido en elevador y fue de sala en sala sin problemas. Y, al terminar de echarle un ojo a las exposiciones, se marchó de la misma forma. Iba sola. Digo que el asunto de que en Berlin haya una multitud de gente con necesidades especiales está planteado al revés porque no, estadísticamente la ciudad no tiene un mayor número de gente en tal predicamento que cualquier otra del planeta. La diferencia, que es notable, estriba en que se encuentra adaptada, al menos más que cualquier otra que yo conozca, a esa población. Todas las unidades del transporte público, por ejemplo, cuentan con rampas y entradas preferenciales y, en ocasiones, con zonas especiales para cochecitos, sillas de ruedas, andaderas y demás. Las aceras son amplias, planas y plenamente transitables. Edificios e instalaciones públicas y comerciales abundan en entradas y equipamiento. Claro que la adaptación no es perfecta ni total, pero es infinitamente más amplia que la de nuestras ciudades. Y la consecuencia es que ancianos y personas con problemas motrices de todo tipo tienen un abanico de posibilidades de independencia y autonomía enorme. Y lo aprovechan. En un edificio frente al mío, al oeste de Berlín, vive un muchacho de unos treinta años. No tiene movimiento en piernas ni brazos; maneja un vehículo de cuatro llantas mediante un control de voz y una palanca bucal. Y se mueve más que muchos. Me lo he topado en la panadería, en el supermercado (con una canasta con ruedas anclada a su carrito), en el metro (que tiene elevador), y hasta sentado en la cervecería de la esquina (el camarero le pone la bebida al alcance en un vaso con popote metálico). Lo primero que pienso es que ese mismo muchacho, en cualquiera de nuestras ciudades, estaría amarrado a su cama o, cuando menos, a su casa, o dependería de parientes, amigos o empleados para realizar una ínfima parte de las actividades que, en Berlín, tiene al alcance sin dramas. Toda comparación de urbes tan aquejadas de problemas como las nuestras con las contrapartes de países más prósperos tiene algo injusto. No: no pretendo salir con el consabido rollo de “es que los museos, los clubes, y las librería de este lado, uf, nada que ver”. Pero sí pienso que vale la pena resaltar que la opción que da una ciudad a sus habitantes de trasladarse por ella, inclusive si sus capacidades móviles no son las usuales, va directamente relacionada con la calidad de vida que esa ciudad ofrece. Y que eso, más incluso que los propios museos, clubes y librerías, muestra el grado de sensatez y empatía de una sociedad.
Imagen de portada: Fotografía de Montecruz Foto. Marcha del orgullo de la discapacidad, Berlín, 2015.