Drogas, ciencia y literatura como punto de encuentro
Al menos desde hace dos siglos algunos escritores han visto la “intoxicación recreativa” como un territorio digno de ser explorado, descrito y, por qué no, conquistado. Cabeza ajena, de Andrés Cota Hiriart, podría inscribirse dentro de la muy nutrida literatura que busca cruzar el umbral de las “puertas de la percepción”.
Sin embargo, relacionar de forma inmediata esta novela y a su autor con los temas y ejercicios que derivaron de esta veta literaria puede limitar el acceso a una de las propuestas más interesantes de este libro: la escritura científica como base para la creación literaria. Para decirlo de una vez: Cabeza ajena es, antes que nada, un relato basado en la escritura científica pero que usa como vehículo anecdótico la tradición literaria asociada a la “intoxicación recreativa”. Bien vale la pena saber en qué consiste esta última.
El primer estupefaciente que ocupó un lugar prominente en esta cartografía literaria fue el opio, y entre las filas de sus notables exploradores —que en el siglo XIX fueron bastantes— podemos rastrear los pasos y las plumas de De Quincy, Coleridge, Dickens, Wilde, Lord Byron y Poe. Las andanzas de tan ilustres excursionistas, motivadas por esta sustancia, exploraban la fascinación por aquello que difuminaba las variadas facetas de la conciencia y la existencia adormilada.
En el siglo XX el territorio de la “intoxicación recreativa” se extiende a espacios más cotidianos y así aumenta el número de exploradores y visitantes que, comparados con los aventureros del siglo anterior, resultaron ser meros vacacionistas. Esto no quiere decir que el acercamiento “serio” y “concienzudo” a las drogas en la literatura se haya diluido, sólo cambió de enfoque: se acabó la época del asombro ante una región recién descubierta y del encantamiento por lo exótico, y se dio paso a la celebración por el territorio conquistado, a la definición del individuo a partir de un espacio que ya le pertenece y que ha reclamado como suyo de calada en calada, jeringazo tras jeringazo, tras un esnifar continuo.
De esta forma, el explorador se convirtió en colonizador; los escritores inmersos en este proceso dejaron de ser los cartógrafos de las posibilidades de la conciencia y se transformaron en los artífices y constructores de una nueva identidad a partir de la argamasa que les proveía el uso de diversas drogas. En esta coyuntura emergieron primero nombres como Kerouac, Ginsberg y Burroughs, y después Thompson, Easton Ellis y Welsh, quienes —desde muy diversas trincheras y posicionamientos— se encargaron de caracterizar, e incluso criticar, las muy distintas formas de vivir en los terrenos de la “intoxicación recreativa”.
En México, por supuesto, no nos quedamos atrás. A finales del siglo XIX y principios del XX, podemos ubicar a esos ilustres exploradores de la fascinación y de las fronteras de la conciencia en las plumas reunidas en torno a la Revista Moderna: Bernardo Couto Castillo, Alberto Leduc, José Juan Tablada —por mencionar sólo algunos— filtraron su escritura en eso que el propio Tablada definiría como los “paraísos artificiales”, a través del uso asiduo de opiáceos.
Y no sólo contamos con nuestra propia estirpe de expedicionarios, sino también con una gloriosa casta de conquistadores y colonizadores encabezados por la llamada “literatura de la Onda”. José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, entre otros, dan cuenta de un sujeto que se mueve a sus anchas en el territorio de los estupefacientes, y demuestran que se pueden construir experiencias individuales —hasta cierto punto cotidianas— a través del uso recreativo, personal y libre de las drogas. Ya en la década de los ochenta y de ahí en adelante, al menos en nuestra literatura, las drogas dejan de percibirse como posibilitadoras de experiencia y constructoras de subjetividades y se convierten en un tema relacionado con las nuevas lógicas de violencia y mercado impulsadas desde el capitalismo y a través del tráfico ilegal de estupefacientes.
Esta descripción sobre la genealogía literaria de la “intoxicación recreativa” me lleva a señalar que Andrés Cota Hiriart y su novela Cabeza ajena no forman parte de esa estirpe.
“¿Pero por qué no?”, me cuestionarán, “si claramente la cuarta de forros —esa forma literaria humilde y difícil, dice Calasso— describe a la novela como la historia de un grupo de amigos que experimentan el consumo de diversas sustancias al tiempo que van explorando nuevas formas del conocimiento a través de ‘la experiencia física y psicológica en el espacio de las regiones alteradas’. ¿Cómo es que Cota no forma parte de esa tradición literaria que habla desde los yonquis y quizá, por y para ellos?”.
Permítanme elaborar.
Cuando comencé a leer las primeras páginas del libro, por supuesto que di por hecho que éste iba a ahondar en el uso de drogas, experiencias y vicisitudes que se desencadenan entre sus consumidores: “pasones”, malos ratos, excelentes ratos, fiestas interminables, desenfreno, alucines, “malviajes”, etcétera. Y algunos de estos elementos están presentes en gran parte de la novela; sin embargo, no funcionan como eje central para articular la anécdota, sino que son el vehículo de la historia, la pura fachada para los intereses de nuestro autor. Lo que le ocurre a los protagonistas, Camilo, Boris, Genaro, Valenzuela y Nina, a lo largo de las páginas sirve como mera excusa para los verdaderos objetivos de la narración. ¿Cuáles son?
Por una parte, se busca reelaborar tanto la mirada científica moderna —es decir, clasificatoria— como su lenguaje. Cabeza ajena busca redirigir la discusión cientificista que asume la función de la ciencia como vehículo de certezas y objetividades para enunciar: “soy capaz de conocer el mundo en verdad”; así transforma esa mirada en un conductor idóneo y potente para describir aquello que probablemente jamás ha sucedido y de relatar aquello que no puede ser enteramente comprobado por lo empírico.
El otro objetivo que tiene la novela es el de explorar las fronteras del cuerpo como doble figura: posibilidad de experiencia y límite de ésta. Desmontar la consagrada idea de que el cuerpo es el eje rector que ordena la percepción de lo que nos rodea y el medio que nos permite relacionarnos con nuestro entorno. Cota diluye estas ideas mostrándole al lector que, poniendo un poco de atención, las supuestas tensiones entre nuestra interioridad y la exterioridad que nos rodea no son tales, que ambos polos forman parte de un todo mucho más complejo y elaborado que no conoce límites, que no se trata de conocer y dominar sino de reconocernos y asumirnos como parte de una estructura mucho más rica y trascendente.
Así, a través y desde estos objetivos, en Cabeza ajena se desarrolla una ficción en la cual somos testigos de la creación de una de las drogas más intrigantes y potentes jamás conocidas, de nacimiento y consumación de un enamoramiento salvaje, los viajes más impresionantes que un sujeto puede experimentar, los datos científicos más curiosos, las confesiones más dolorosas y, por supuesto, pasones, malos ratos, excelentes ratos, fiestas interminables, desenfreno, alucines y malviajes.
Por todo esto, la novela de Cota se inscribe en la estirpe de la literatura sobre drogas a la vez que se distingue de ella.
Imagen de portada: William Lamb Picknell, La guarida del opio, 1881.