Darlin observa la Casa del Ataúd con sus binoculares; ¿cómo estará Violeta? Qué susto tuvo hace poco, se libró por un pelo de terminar allá. Un dron la observa, su lucecilla roja parpadea. Un contingente de nubes se despliega por el cielo.
¿Será verdad que algunos verticales son drones? Ocurrente, Banesa. Igual que sus padres, buenos para las teorías salvajes: por la mañana le tocó el turno del trabajo comunitario y los ayudó a preparar una pomada antiinflamatoria siguiendo una receta del Profe. Mientras Manu derretía vaselina en una olla y la mezclaba con floripondio y hojas de llantén, afirmaba suelto de cuerpo que en el país había un montón de hombres lobo por culpa de las vacunas; Shüshaku retiraba ollas del fuego y colaba su contenido mientras aseguraba que el aumento del calor era culpa de la bola de fuego en el centro de la tierra y que la CIA hacía experimentos para crear seres mitad humanos y mitad alienígenas. Darlin sonríe: Manu y Shüshaku se conocieron en un psiquiátrico en el que eran ¿pacientes? No, enfermeros. Pero, ¿quién es ella para criticar?
Fantasma se espulga el pecho, hurga con el pico entre las plumas. La derrite su verde brillante, parches rojos en la cola: colores abundantes, pero a la vez únicos en Fantasma. No parecen reales, de tan intensos. Como los ojos de pupilas amarillas, una se pierde ahí. El loro ha aceptado la compañía del pájaro enfermo que ella recogió el otro día. Darlin ha convertido el cuarto en un hogar para Fantasma y el vertical. Jacinto está casi ciego y la luz lo asusta: se mete en cajones y huye a rincones para alejarse de Fantasma y Darlin; camina como una anciana con tacones altos, las patas como ganchos deformes. Fantasma lo persigue, Darlin interviene porque el vertical se nerviosea y se le tuerce el cuello, incapaz de controlar sus músculos. Quiere llevarlo a una veterinaria pero tiene prohibido bajar por su cuenta a la ciudad. Le ha pedido a Eldy que lo haga, pero la nota ocupada. Lo hará ella misma aunque la castiguen.
Cruje su estómago. Debió haber salido a robar de nuevo con Banesa (Banesa volvió con un estuche de llaves de plomería). Aunque mejor no: qué osada su amiga, animarse a volver a hacerlo tan poco tiempo después de la que se libraron. En fin. Anoche se soñó con un plato de lentejas. Intentaba alzarlo de una mesa y el plato se le escapaba volando. Aparecía un monstruo con cara de gorgojo y ella se despertaba temblando. Eldy la alimenta pero es complicado.
Los problemas van más allá de la ausencia de su madre. La gente sufre infecciones intestinales: un virus o bacteria circula en la basura, en las letrinas, en la laguna, en el polvo que flota en el ambiente. Violeta, ¿sería por eso tan flaca? Un amigo de Banesa terminó en la posta de Cruz Alta, comió un pedazo de carne que pilló en la basura. Otro apareció con gusanos en el estómago, su madre lo llevó a Cochabamba y no volvieron. Rilma repite: “Esto pasará pronto, no nos desmoralicemos; hay que sacar pecho y tener paciencia”. Dicen que entre el Profe y ella hay peleas, se chismea incluso que ella le ha pegado. ¿Será? De armas llevar la larguirucha. Lo cierto es que algunas familias se están yendo y la venta de productos ha disminuido. La gente sale a la carretera o baja a la ciudad a ofrecer mantequilla de maní, mermeladas, galletas de trigo, queso fundido, animales de peluche, las cremas del Profe, poleras que promocionan el pódcast. Faltan tantas cosas. No se está cumpliendo una de las Instrucciones: “La Comunidad debe ser autosustentable”.
Escudriña una ventana de la Casa del Ataúd. Detrás se recortan los pinos. La destruye pensar que Violeta no puede dormir. Neco contó que su celda era pequeñísima, de dos metros por uno, y que lo torturaban de mil maneras: la cama tenía una inclinación de veinte grados a un lado y eso le impedía dormir porque se resbalaba (la primera vez que lo encerraron no era así); el suelo estaba lleno de clavos, no podía caminar de golpe y debía calcular todos sus pasos; luces intermitentes alumbraban toda la noche y le impedían concentrarse. Contó que había sonidos extraños como los de una sierra eléctrica cortando el suelo y el techo, espejos que te atrapaban y no devolvían tu reflejo, pasillos que te llevaban a otras dimensiones a través de portales mágicos; monstruos de piel escamosa y espinas en la lengua que te esperaban detrás de una puerta para envolverte en un abrazo que congelaba la respiración. Todo eso le quemó la cabeza y terminó pelando cable. Uno de sus captores le contó que un constructor del parque encerró ahí a su esposa antes de la inauguración, que ella murió y la investigación hizo que el parque nunca se llegara a abrir. Según Neco, la Casa del Ataúd huele a cadaverina y se siente la presencia de la mujer muerta.
“No te movás tanto, Fantasma”.
Nadie en la entrada se lo impide, pero sabe que no puede ingresar. Igual se niega a que algo o alguien la asuste: ningún dron la intimidará. Ha vivido con Violeta en la calle y dormido sobre cartones mojados, siempre con la sensación de estar escapándose de algo, pero pese a tantos problemas, la vida se le abre ahora como para los verticales el cielo. No bajará los brazos. Lo de su madre seguro es una equivocación.
Recoge una piedra brillante a sus pies: setenta y siete en su colección. Escucha la límpida sinfonía de un mirlo, saca su casetera y la graba; le hará competencia a la app de trinos. Banesa le dijo que se comportaba como una vieja de esas que guardan lo que pillan en bolsas bajo la cama. Todo debía circular, cambiarse por algo, ayudar a que mejorara la situación de una. Pero, ¿y si la mejora se debía a la permanencia? No siempre lo fugitivo adquiría valor.
Al final de los escalones: una calavera de metal pintada de amarillo sobre la punta de un palo. A través de la separación al centro del cortinaje de la entrada, Darlin observa un libro entreabierto sobre una mesa. Trata de leer las páginas: números y símbolos. ¿Un conjuro? Eso le dijo Banesa mientras se toqueteaban sobre un colchón. Con los otros chicos se cuentan historias de la Casa del Ataúd, enamorados de su misterio, y la revisan procurando nuevos detalles a los que ya saben a partir del testimonio de Neco. Algunos la usan como punto de partida para su imaginación, y así nacen castillos donde empalan a los hombres, mansiones pobladas por pishtacos semejantes a las estatuas del parque, y un gran cementerio para los animales del mundo.
Darlin sabe que la Comunidad envía allí a los castigados. Rilma encerró durante un mes a su vecina después de que la pillara robando provisiones de un galpón; Shüshaku fue acuchillado en una pelea entre borrachos y Rilma metió al responsable y luego no se le vio más. ¿Qué habrá hecho su madre para ser recluida? ¿Será porque hace circular teorías locas, como que hay una base extraterrestre en el Polo Norte y que por eso se derriten los glaciares? ¿O que está contra las vacunas porque todas tienen la enzima luciferasa y nos van a modificar genéticamente? ¿O porque cuenta con convicción de su visita al planeta de los primeros seres, en los confines del sistema solar, donde se encontró con entidades de luz con el poder de transformar una sustancia en otra, alterando su constitución atómica, y que preparan su regreso para recuperar la Tierra? Violeta mandaba esos mensajes por las redes, los proclamaba en las reuniones de Diecisiete en el Corral. ¡Pero si las teorías de la Comunidad eran loquísimas! No, el problema era otro. Las palabras de su madre tenían eco y seguidores, un grupo cada vez mayor de rebeldes al interior de la Comunidad, que creían que el mensaje del Profe no era todo lo radical que podía ser y se enfangaba tratando de llegar a la mayor cantidad posible de gente. Rilma se reunió con Violeta para ponerla en orden, pero ella solo escucharía si el Profe le pedía una reunión. No estamos para liderazgos machirulos, le escuchó decir a su madre; la Comunidad debe tener varios jefes, una junta para unificar a los bandos.
El estómago cruje nuevamente. Darlin observa a lo lejos la rueda de la fortuna, los fierros amarillentos oxidados y las sillas amontonadas a sus pies. Ojalá funcionara y estuviera toda iluminada para poder subirse y ver desde arriba el parque, el monte, el mundo. Tocar esas nubes que se deslizan bien bajito, con ganas de rascar la tierra, arrastradas por el viento. Mirar de cerca a los verticales, dejar que su corazón percuta mientras ellos vuelan por sobre su cabeza y se detienen en seco para limpiarse el cuello.
Darlin se enteró de que habría más control de la red interna: se revisarían los posts antes de subirlos. Eldy, que se quedó a cargo del grupo, le dijo que no se podían detener las creencias así como así: “¿Acaso son seres vivos que caminan por ahí?”. Darlin defiende a su madre pese a que no cree del todo en lo que ella cree.
La última vez que la visitó en su cuarto —ruido de resortes vencidos en el colchón—, Banesa le contó que un amigo de sus padres estuvo un mes en la Casa del Ataúd y le dijo que lo más importante era no decir nada. Solo se trataba de caer en la gracia o desgracia del Profe o Rilma.
—Uno puede hacer cosas terribles y no ser castigado, o quemar un pan en el horno y recibir un castigo terrible. La Casa del Ataúd existe para que sepamos que en la Comunidad todo depende del Profe. O en realidad de Rilma. Porque ella es la que hace y deshace.
Darlin le pidió no hablar tan alto. Banesa le dijo que podían hablar a gritos y quizás no pasaría nada. El castigo no dependía de lo que hacían o no sino de lo que le pareciera al Profe. O a Rilma.
Darlin guarda el binocular y suspira. Debería aprender de Violeta a ser orgullosa y decir “no” de verdad. Por eso su madre está en líos con el Profe. Puede que sí, puede que no: no lo sabe. Los últimos meses estaba rara, porque si bien el Profe insistía en que todos eran una gran familia, lo cierto es que había bandos. Estaban los que querían enfrentarse al alcalde a pesar de que el Profe predicaba la no violencia. Y estaba Diecisiete. En las Instrucciones se habían incorporado recientemente a las estatuas como parte de las creencias de la Comunidad, y también el hecho de que la Tierra fue poblada en sus orígenes por seres llegados de un planeta lejano. Su madre le contaba que la creencia en los primeros y últimos seres provenía de las leyendas de pueblos del monte, reconfiguradas por su grupo con la seguridad que daba la experiencia, el haber visto y sentido ciertas cosas con los propios ojos y la piel. En su madre confluía el saber del monte y el de Diecisiete. Los avistamientos eran preparaciones para el final, cuando seres de ese planeta lejano regresen a la Tierra en busca de sus descendientes y se lleven de vuelta a los escogidos. Las leyendas también hablaban de los últimos seres (los ayarunas los llamaban “los guardianes del monte”, “los jefes de los animales”). Si algo hizo Diecisiete a través de Violeta fue poner de moda algo que circulaba en algunas comunidades del Área: comenzó como un mensaje en las redes, pero con el tiempo se convirtió en doctrina de la Comunidad. Entonces, ¿por qué decían que Diecisiete era radical en sus creencias si luego todos las adoptaban? Según Banesa eso no era todo, había cosas de las que pocos se enteraban; por ejemplo, Diecisiete también pedía gente dispuesta a entregar a su pareja o a su hijo como forma de protección de la Comunidad. Darlin nunca había escuchado a su madre decir nada de eso y pensaba que Banesa mentía. Su amiga insistía:
—Hay ofrendas a la entrada de las cuevas y a los pies de las estatuas, comida, cohetes y alcohol, sangre de corderos degollados. No es nomás para que nos protejan de los malos espíritus. En la noche, cuando dormimos, ocurren cosas. Eso les escuché decir a mis padres.
Fantasma, quieto.
Imagen de portada: Altos de Chiapas, 2021. Fotografía de Maya Goded