Junior Ford recorrió más de ocho mil kilómetros para encontrar un lugar en donde sentirse a salvo. Este haitiano de 32 años y casi dos metros de estatura atravesó todo el continente americano entre mayo y septiembre de 2021 hasta que logró establecerse en Nueva York. Junto a él viajaban su esposa y su hija, de apenas tres años. Fue la última etapa de un largo éxodo que compartieron con miles de compatriotas. Atravesaron una selva; durmieron en la calle; pasaron hambre, frío y miedo; fueron discriminados y gastaron hasta lo que no tenían: cinco mil dólares, en su caso. Cuando llegaron a México creían que todo eso había quedado atrás, que estaban ante la última etapa, que solo faltaba cruzar el Río Bravo. Pero chocaron contra el muro de Andrés Manuel López Obrador, convertido en el principal aliado de Washington para impedir el tránsito de migrantes hacia su frontera. Conocí a Junior a finales de agosto en Tapachula, Chiapas. Estaba desesperado. Llevaba dos meses atrapado en un municipio convertido en la capital del control migratorio mexicano. Una ciudad-cárcel de 400 mil habitantes rodeada por retenes de la Guardia Nacional y que carecía de la infraestructura básica para acoger a las más de sesenta mil personas que llegaron en 2021. Me acompañó durante varios días, mostrándome las penurias a las que el gobierno mexicano los sometía: hacinamiento en cuartos insalubres, trabas para conseguir un empleo con el que mantenerse durante la espera, una tela de araña administrativa pensada para que no pudiesen salir de allí. No se podía creer. Repetía constantemente que su idea no era quedarse en México, que solo estaba de paso, que por qué lo retenían contra su voluntad. Como él, miles de haitianos malvivían atrapados en Tapachula con una sola idea en la cabeza: marcharse a Estados Unidos.
Nunca antes en la historia tantas familias haitianas habían pedido refugio en México como en 2021. Solo durante ese año, 51 mil 827 personas procedentes de la isla caribeña tramitaron su solicitud ante la COMAR. A ellas se les sumaron 6 mil 970 con pasaporte chileno y 3 mil 826 con papeles brasileños que, en realidad, son hijos de haitianos que dejaron su país años atrás. En total, 62 mil 623 peticiones de protección de un total de 131 mil 448, lo que supone el 47 por ciento de todas las recibidas. Es decir, que casi la mitad de quienes llegaron a México para pedir asilo son originarios de Haití, el país más pobre del continente. Junior tramitó el asilo porque era el único modo de regularizar su situación o, al menos, de no ser deportado. Pero solo cuando llevaba dos meses atrapado comenzó a considerar quedarse en México como alternativa. Su éxodo había comenzado cinco años atrás. Cansado de la violencia y la necesidad, abandonó Puerto Príncipe junto a su esposa y se establecieron en Talca, Chile, un municipio agrícola situado 300 kilómetros al sur de la capital. Chile abrió sus puertas a los haitianos en 2010, cuando huyeron en masa tras el terremoto que mató a cerca de 200 mil personas y destruyó buena parte de la infraestructura del país. Pero después de años de estancia, ningún miembro de su familia logró regularizar su situación. Así que Junior laboraba más horas que sus compañeros pero recibía menos dinero, y encima debía aguantar los comentarios xenófobos de una parte de la población que nunca lo aceptó por ser negro. “Sin trabajo, ¿qué puedes hacer? Nos discriminaban y no podíamos vivir”, explica desesperado. La pandemia de Covid-19 fue la gota que colmó el vaso. La crisis económica provocada por la contingencia sanitaria lo dejó sin empleo y apenas le alcanzaba para pagar la renta. Nadie quería contratarlo y percibía que la hostilidad se incrementaba hacia gente como él. Regresar a Haití era inviable. La pobreza alcanzaba a más del 60 por ciento de la población, según datos del Banco Mundial, y bandas armadas habían tomado el control de la mitad de la capital y muchas rutas estratégicas. Así que habló con unos primos que llevaban tiempo viviendo en Nueva York. Allí podría establecerse con su familia y encontrar las oportunidades que Chile le había negado. Para alcanzar su objetivo debía realizar uno de los trayectos migratorios más arriesgados del mundo: cruzar todo el continente americano y atravesar a pie el Darién, una selva entre Colombia y Panamá llena de animales salvajes y grupos criminales. A Junior no le gusta hablar sobre aquella caminata. Prefiere no revivir el dolor. Pero sus compañeros recuerdan cómo un tipo fue asesinado por tratar de evitar que violaran a su hija de doce años o cómo una mujer, consciente de que ella y su hija iban a morir, dejó su pasaporte a la vista para no quedar sin ser identificada. Hablan del miedo a ser atacado por una serpiente, del peligro a resbalar en el barro o morir ahogado en la crecida de un río o el pánico a ser asaltado, secuestrado, violado o asesinado. Quien ha atravesado el infierno no le teme a la patrulla fronteriza. La migración a través de América Latina funciona a modo de papa caliente entre países. No son solo haitianos. Hay bangladesíes, cubanos, angoleños, venezolanos, cameruneses. Es el mundo entero que huye hacia Estados Unidos obligado a cruzar un continente de sur a norte. No hay país que quiera que los extranjeros se queden y estos tampoco desean permanecer más tiempo del necesario, así que van pasando de un Estado a otro sin “mayores” complicaciones: Chile, Brasil, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala. Todos tienen un sistema de tránsito. Hasta que llegan a México. Aquí la estrategia fue, durante la mayor parte de 2021, impedir que los extranjeros alcanzaran el Río Bravo. En este plan, Tapachula tuvo un papel clave: fue la cárcel en la que miles quedaron atrapados. Todo comenzó a cambiar a finales de agosto de dicho año. Aunque el objetivo de México siempre fue el mismo: frenar la llegada de migrantes de acuerdo a las necesidades de Estados Unidos. La salida de varias caravanas, que fueron duramente reprimidas por la Guardia Nacional y oficiales del INM, marcó un antes y un después; las imágenes de familias pobres y exhaustas siendo golpeadas por funcionarios simbolizaron la crueldad del gobierno mexicano hacia los más vulnerables. Años atrás, cuando la caravana centroamericana llegó a Tijuana, en Baja California, los haitianos eran presentados como migrantes modélicos. Habían fundado Little Haití, un arrabal en la ciudad fronteriza, y los medios de comunicación los aplaudían como gente trabajadora y sumisa, un ejemplo frente a los desordenados hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que habían salido de las sombras para transitar por todo el país vociferantes y orgullosos. Pero ahora, cuando los haitianos exigieron el cumplimiento de sus derechos, dejaron de ser el alumno aventajado. Fueron señalados y criminalizados, como cada migrante que levanta la cabeza. A pesar de todo, algo ocurrió en esos días de agosto que orilló a las autoridades mexicanas a cambiar de estrategia. ¿Fue la violencia? ¿Las quejas de los organismos internacionales? ¿La certeza de que estaban poniendo puertas al mar? ¿O la idea de que abriendo un poco el grifo podrían negociar de otra manera con Washington? De la noche a la mañana, miles de haitianos aparecieron súbitamente en Ciudad Acuña, Coahuila, un pequeño pueblo fronterizo que es un referente para quienes buscan pedir asilo en Estados Unidos. Aquí el Río Bravo apenas cubre la frontera en algunos lugares, por lo que es sencillo atravesarlo a pie. Así lo hicieron cientos de africanos en 2019 y más de 10 mil venezolanos a principios de 2021. También, cerca de 15 mil haitianos, que acamparon desde mediados de septiembre de ese mismo año. Quienes llegaron primero, como Junior, lograron cruzar y entregarse a la patrulla fronteriza de Estados Unidos. Él arribó a Acuña el 11 de septiembre, después de atravesar todo México en autobús pagando mordidas a los policías que encontraba en los retenes. Tres días más tarde tomaba un avión a Nueva York. Lo había conseguido. No todos corrieron la misma suerte. El campamento se agrandaba por momentos y el presidente Joe Biden, que prometió una política distinta a la del racista Donald Trump, se vio contra las cuerdas. Policías a caballo reprimieron a las familias en unas imágenes que recordaban al pasado xenófobo y esclavista del sur de Estados Unidos. Y comenzaron los vuelos de deportación: más de diez mil personas fueron expulsadas de Estados Unidos y otros cientos de México, hasta que el campamento desapareció. Fue un ejemplo de enorme crueldad: gente que había huido de Haití hacía varios años era abandonada a su suerte en el mismo lugar del que escaparon tiempo atrás. Sin embargo, las deportaciones en el norte no frenaron la llegada de haitianos al sur de México. Los refugiados llevaban meses en ruta, se habían jugado la vida y no tenían otra alternativa. Así que Tapachula siguió siendo una olla a presión a la vez que México decidió repartir a los recién llegados por diferentes estados del país: unos aparecieron en Acapulco; otros en Cancún y otras zonas turísticas de Quintana Roo. Algunos lograron establecerse en Monterrey, más cerca de la frontera. Quedarse en México nunca fue la primera opción, pero ante la falta de alternativas terminaron por resignarse. Cualquier cosa era mejor que regresar a Haití. Es pronto para saber si la Little Haití de Tijuana se replicará en otras ciudades de la república. Algunos, como Junior, tenían el norte en la cabeza y no barajaban otra opción. Otros se van adaptando: un empleo y algo de estabilidad son más de lo que cargaban en la mochila. El gobierno de López Obrador no tiene planes para la integración de esta comunidad, por lo que es la sociedad civil la que les ha brindado los pocos apoyos que han recibido. Al final, si esta comunidad vulnerable se instala en México no es porque el país les abriese generosamente las puertas, sino porque ejerció de policía para que no llegasen a Estados Unidos.
Imagen de portada: Un hombre haitiano camina con su hija por la carretera Tapachula-Arriaga, rumbo al norte del país. Fotografía de ©Pedro Valtierra Anza. Cortesía del artista y Cuartoscuro.com