Trabajo comunitario
En una de las muchas lenguas que no conozco existe, quisiera asegurar, una palabra que describe precisamente la sensación que provoca padecer una injusticia largamente prolongada. La palabra impotencia y la desesperación que la acompaña captura parcialmente lo que esa palabra hipotética encierra en mi suposición. De existir, convocaría esa palabra en este momento para comenzar la narración de un despojo. Desde hace más de 1 060 días, casi tres años, mi comunidad, Ayutla Mixe (Sierra Norte, Oaxaca) carece del acceso al agua potable que provenía de un manantial cuyo nombre propio en nuestra lengua es Jënanyëëj. Esta situación, dentro del marco legal occidental, constituye una violación a un derecho humano fundamental y, en nuestra vida cotidiana, toma sentido cada vez que un niño o una persona de la tercera edad se ven obligados a cargar contenedores de agua para abastecerse de lo mínimo necesario, que nunca es suficiente. Según los estándares internacionales, cada persona necesita entre 50 y 100 litros por día como mínimo y el agua debe ser potable, aceptable, suficiente, accesible y asequible. Esta condición se cumplía hasta hace casi tres años debido a un complejo entramado de gobierno comunitario y trabajo comunal. Cada año la asamblea de mi comunidad elige a sus autoridades, que cumplen sus funciones sin recibir sueldo alguno. Dentro de esta estructura se conforma un Comité del Agua Potable cuyo trabajo gratuito tiene como objetivo principal, que no único, cuidar de las fuentes de agua y, desde hace décadas, operar nuestro propio sistema de agua potable que llevaba la corriente hacia nuestros hogares. Un mapa antiguo de la comunidad que se encuentra en la Mapoteca Orozco y Berra da fe de la existencia de un manantial al noroeste del que abrevaban los habitantes de nuestro pueblo. En la década de los setenta el trabajo comunitario y las gestiones de nuestras autoridades hicieron posible la construcción de una infraestructura que llevara el agua hacia nuestros hogares; desde entonces, año con año, este sistema se fue haciendo más complejo y completo. Si era posible que, al abrir las llaves de las viviendas, éstas dejaran fluir un líquido de una excelente calidad, como diversos estudios lo afirman, se debía al trabajo autogestivo. Este trabajo gratuito de muchas personas a lo largo de los años garantizó un derecho humano: fue la propia comunidad la que lo hizo posible.
Este sistema de trabajo gratuito y de cooperación por un bien común incluía también la colaboración infantil. Recuerdo en mi infancia a niñas y niños de la primaria transportando arena en pequeñas cantidades que pasaban de mano en mano y que estaba destinada para construir uno de nuestros principales tanques de distribución de agua potable. Más allá de las concepciones sobre el trabajo infantil, nuestra colaboración en la construcción de un bien común constituía una escuela de civismo comunal al mismo tiempo que resolvía una necesidad práctica. En la algarabía infantil que nos acompañaba aprendimos que el tequio, ese trabajo colaborativo gratuito, era la ruta ensayada una y otra vez por nuestros mayores para solucionar una necesidad conjunta. Niñas y niños tomamos con seriedad nuestra tarea y disfrutamos después bajo la sombra de los árboles la comida que nos ofrecieron con esa satisfacción de haber contribuido también, como nuestros mayores, a la construcción del tanque. Por acuerdo, un bosque cercano a nuestro manantial principal fue declarado reserva ecológica comunitaria porque daba vida al manantial cuyas aguas corrían hacia nuestros hogares. El derecho humano al agua fue garantizado por nuestro propio sistema comunitario y dentro de una visión particular de los bienes comunes y los bienes naturales que se halla enmarcada dentro de una compleja red de significados rituales.
Las armas
El 18 de mayo de 2017 nuestras condiciones cambiaron. En el marco de una diferencia agraria con el municipio vecino de Tamazulapam del Espíritu Santo, un grupo fuertemente armado, que incluía muchas personas encapuchadas, invadieron más de 150 hectáreas de tierras dentro de las cuales se encuentra el manantial Jënanyëëj, expulsaron con violencia nunca antes vista a más de 20 familias de sus posesiones y hubo que ubicar en nuestra comunidad a personas desplazadas. Además, quemaron el bosque aledaño. Según la narrativa oficial del gobierno se trataba sólo de uno más de los conflictos agrarios del estado. Después de una revisión es posible percatarse de que detrás de una gran parte de los conflictos existen intereses de grupos violentos y grupos cobijados por el propio gobierno. No es de extrañarse que estas problemáticas se recrudezcan en contextos de proyectos extractivistas. En otros conflictos agrarios se encuentran actores como empresas extractivistas, organizaciones como Antorcha Campesina y en unos más, brazos armados del crimen organizado. Sin embargo, la narrativa del conflicto agrario que se ha construido desde la voz gubernamental privilegia una visión racista que enfatiza prejuicios como el que alguna vez espetó un funcionario: “una pelea ancestral entre indios salvajes”. Esta narrativa oculta a actores clave que operan cobijados por este relato sostenido por el Estado, y al mismo tiempo el uso de la palabra ancestral libera de responsabilidad a las administraciones actuales. La narrativa racista del “conflicto agrario” es una coartada para actores de diversa clase y para el gobierno mismo. Un acercamiento a cada problemática revela complejidades que, en un gran número de casos, pone en evidencia que en los orígenes de muchas de estas situaciones se encuentra el Estado. Nuestra comunidad determinó confiar en las vías institucionales para evitar generar más violencia e interpuso denuncias penales por despojo. La mayor parte de las personas despojadas fueron mujeres. En Ayutla, desde la época colonial, las mujeres hemos tenido derecho a ser posesionarias de tierra comunal, una característica que ha impactado en nuestra participación en las decisiones asamblearias. Ante este escenario, en conferencia de prensa, las mujeres denunciaron el despojo de sus tierras y advirtieron de la posibilidad de que la violencia se recrudeciera. Lamentablemente eso sucedió. La fiscalía ordenó hacer una inspección ocular el 5 de junio de 2017 y entonces las mujeres y demás posesionarios se acercaron a nuestro manantial junto con las autoridades judiciales y la perito designada, pero la diligencia no pudo desahogarse. Antes del mediodía, cuando nos encontrábamos sobre la carretera federal que pasa al lado del manantial, pero a una distancia considerable del mismo, desde las montañas comenzaron a detonar armas en dos ataques sobre población desarmada que incluía a personas de la tercera edad; uno de esos ataques quedó videograbado. Me encontraba junto a un grupo de mujeres e instintivamente, incrédulas, comenzamos a correr; caí al poco tiempo, y al levantar la mirada vi cómo los casquillos rebotaban sobre el suelo en oleadas de disparos. En medio de ese tiempo extraordinario que abre la ejecución de la violencia las balas se incrustaron en los cuerpos de distintas personas, entre ellas alguien de la tercera edad y el cuerpo de un joven que había sido despojado previamente de sus tierras, de nombre Luis Juan Guadalupe. Cuando al fin pude incorporarme y los disparos cesaron, nos encontramos, los heridos comenzaron a ser trasladados, la sangre y los gritos habitaban el espacio que había dejado el martilleo de la balacera. Entonces supe: se habían llevado a cuatro mujeres de nuestra comunidad. Lo que siguió revela el comienzo de la complicidad del Estado: el fiscal local visitó a la mujer de la tercera edad herida que se hallaba en la sección de urgencias de un hospital de la ciudad de Oaxaca e intentó hacerle una prueba de rodizonato de sodio con la intención de inculparla a ella de haber disparado. Por la tarde supimos que Luis Juan Guadalupe había fallecido. Un funeral comunitario tenía que prepararse, pero ese mismo día las válvulas fueron cerradas y desde entonces el agua potable no ha vuelto a fluir hacia nuestras casas.
Nada sabíamos de las mujeres secuestradas. Diferentes organizaciones de la sociedad civil comenzaron a hacer declaraciones exigiendo su liberación inmediata. Debido a la presión ejercida por nuestras autoridades, la fuerza pública intentó un rescate. Después de muchas horas volvieron con una sola de las comuneras; su relato y su estado dejaban en claro la serie de violencias a las que fue sometida. En estas circunstancias, la fuerza pública decidió retirarse; no podían hacer más, dijeron. Sólo una. Que nada más era posible. Lo que no fue posible para nosotros fue aceptar que la vida y la integridad de las otras tres mujeres siguieran bajo amenaza. El secretario de Seguridad Pública del estado de Oaxaca declaró ante los medios que había interpuesto denuncias penales en contra de las autoridades de nuestra comunidad por secuestrar a la policía, cuando la exigencia era que la fuerza pública debió rescatar a las cuatro comuneras. Las presiones comunitarias y de los distintos pronunciamientos hicieron posible por fin su rescate. Desde entonces, el encubrimiento gubernamental ha sido la norma. La impunidad de la violencia inefable ejercida sobre las mujeres de Ayutla sigue impune a pesar del esfuerzo sostenido. La violencia sobre la tierra y nuestro territorio se actualizó sobre las mujeres. Desde el 5 de junio de 2017 las personas heridas —varias de ellas aún con secuelas—, la violencia ejercida sobre las mujeres y su secuestro, el homicidio, el despojo de las tierras y el de nuestro manantial siguen en total impunidad. La violencia no cesó: desde ese día y durante cinco meses más la carretera que pasa por nuestro manantial y que comunica a las comunidades de la parte media de la región mixe fue cerrada completamente por personas armadas, obligando a los transeúntes a tomar una ruta alterna más larga. En muchas ocasiones los productos que adquirían en Ayutla les eran arrebatados en esos retenes, y aun con las secuelas del gran sismo de septiembre de 2017 que afectó a comunidades de la parte media mantuvieron la carretera principal cerrada por la fuerza de sus armas. Distintos reportes oficiales han dado cuenta del contexto en el que llegaron las armas de uso exclusivo del Ejército y las redes y nexos que lo posibilitan. Diferentes personas de la comunidad hemos recibido amenazas de muerte y acoso digital sostenido. Las denuncias y las evidencias han sido presentadas pero la investigación sigue estancada. En este contexto, el gobierno del estado anunció un gran acuerdo que ponía fin a esta situación de violencia. Se trató de una simulación. La carretera continuó cerrada, el manantial, secuestrado, Ayutla sin acceso a agua potable como hasta ahora y todo envuelto en impunidad. La situación incluso se agravó en agosto de 2017; una vez que el gobierno local se comprometió, mediante acuerdos firmados, a que el 25 de agosto las válvulas de nuestro sistema de agua potable volverían a dejar fluir el agua hacia la comunidad, otra agresión más se llevó a cabo: dinamitaron el sistema de agua potable que habíamos construido durante décadas, los tanques de captación, el sistema de válvulas, las tuberías, todo. La destrucción de un sistema hidráulico comunitario hacía parecer más lejana la posibilidad de reconexión, y así ha sido: hoy estamos a casi tres años de los hechos. Desde el comienzo de las agresiones, la voz de denuncia de las mujeres ha sido fundamental. Las mujeres comuneras han insistido en las violaciones constantes y las violencias sufridas. La comunidad misma se ha mantenido, pese a todo, en una postura que no contempla la respuesta violenta.
El gobierno
Bajo este contexto de impunidad absoluta y encubrimiento, el gobierno del estado se convirtió en un elemento más de agresión. Los funcionarios se han burlado incluso de la situación, como lo pone en evidencia la declaración que el secretario general de Gobierno realizó a un medio de comunicación en la que niega que Ayutla carezca de acceso al agua potable porque, en sus palabras, si eso fuera verdad estaríamos muertos. El secretario ignora que el derecho humano al agua se cumple cuando ésta es potable, suficiente y accesible. Desde entonces, una serie de mentiras y simulaciones han mantenido el encubrimiento. Las voces del Estado no han respondido de dónde llegaron las armas y cuál es el contexto real de estas agresiones. En la narrativa oficial la justificación racista del conflicto limítrofe encubre las preguntas necesarias por hacer. Las denuncias públicas que se han realizado desde mi comunidad han sido castigadas con la publicación de artículos de periodistas afines al gobierno priísta de Murat en donde se calumnia y se acusa de actos inverosímiles a las personas y autoridades comunales que han denunciado. La situación es la misma: la impunidad y los más de mil días sin acceso a agua potable. Con el propio presidente de la república como testigo, el gobernador del estado se comprometió en agosto de 2019 a reconectar el agua en dos días. Por supuesto, esto no sucedió. El gobierno se revela entonces como el principal violador de derechos humanos. El derecho al bien común que es el agua, que nos garantizó el trabajo de nuestra comunidad durante décadas, es violentado con la protección del Estado. El agua del manantial corre mientras en Ayutla nos hace falta para cumplir con los requerimientos básicos de prevención en medio de la pandemia de COVID-19. Se mantiene un estado de tortura por medio de la violencia y el Estado revictimiza a nuestra comunidad una y otra vez condicionando el agua a mayor despojo de tierras o pretensiones injustas. A pesar de las múltiples voces que se han unido a la exigencia de agua, lo cierto es que a casi tres años de estas agresiones seguimos denunciando; nuestra voz, aunque con sed, no ha muerto.
Imagen de portada: Eréndira Derbez, Agua para Ayutla, 2020. Cortesía de la artista