Sinfonía N° 1, de Kurt Hackbarth
Brahms en Huasingo
Leer pdf¿Qué es una sinfonía sino un entreverado ramillete de historias? ¿No es acaso la sonata —el paradigma de la sinfonía clásica y típicamente su primer movimiento— una forma pautada por la exposición de un tema, su desarrollo agonístico y su desenlace, y por lo tanto una estructura paralela a la trama (mythos) aristotélica? ¿No son los tempi de cada movimiento menos medidas objetivas de velocidad que la indicación de una coloración anímica específica, un pathos? ¿Y no es, por último, el scherzo, esa danza animada que generalmente conforma el tercer movimiento, una suerte de entremés barroco que oscila peligrosamente entre lo lúdico y lo descabellado? A fin de cuentas, toda sinfonía es, en realidad, un poema sinfónico.
La Sinfonía N° 1 de Kurt Hackbarth se inscribe en un exclusivo grupo de novelas que, llevando el dictum horaciano sobre la relación entre arte y literatura hacia el ut musica poesis (“como en la música, así en la poesía”), tematizaron las relaciones históricas y estéticas de la música con la literatura. Libres de ataduras nacionalistas y abrevando en el cauce de la música clásica occidental, estas novelas acudieron a menudo a una vigorosa experimentación formal. Comitiva tan selecta como variopinta, donde conviven, por mencionar algunas, La creación de Agustín Yáñez (1959), el Concierto barroco de Alejo Carpentier (1974) y la Napoleon Symphony de Anthony Burgess (1974). Eso sí, la Sinfonía N° 1 de Hackbarth es la única que presagia la irrupción fáustica de la inteligencia artificial e incluye un cameo de Los Camperos de Valles.
Autoría sin identificar, fragmento del borde de un vitral con un ángel musical, Francia, ca. 1140-1144. Metropolitan Museum of Art, dominio público.
La novela consta de cuatro movimientos o historias principales y una serie preciosista de pequeñas historias subsidiarias. Integran el elenco principal João Brandao, frustrado compositor portugués que dirige una orquesta en Estados Unidos —“capital filistea por antonomasia”— financiada por Bowman, tech bro prometeico; Isidor Georg Henschel, quien acompaña a un célebre compositor decimonónico en un verano idílico en una isla del Báltico y asiste al demorado nacimiento de su primera sinfonía; David, joven pianista que regresa al pueblo de Nueva Inglaterra, donde veinte años atrás una pareja lo rescató de la intempestiva crecida de un río, para encontrar en la música un momentáneo solaz antes del fin ineluctable; Osorio Ramos, maestro de violín en la Casa de la Cultura de la ciudad colonial de Huasingo, quien, presa de una obsesión, pretende organizar un extravagante festival de música y se revela, a la postre, como un consumado fabulador. Sólo a primera vista estas historias parecen inconexas. Urdidas entre ellas asoman algunos personajes recurrentes, a veces como personajes de carne y hueso, otras veces como presencias fantasmáticas o tutelares, que impregnan cada movimiento de la sinfonía. Ante todo, la figura totémica del compositor alemán Johannes Brahms (1833-1897), heredero espiritual de Beethoven, de acuerdo al juicio de su contemporáneo Robert Schumann, y genio riguroso para quien la libertad creativa sólo podría alcanzarse mediante el dominio absoluto de la técnica. El Brahms de la Sinfonía N° 1 es aquél detrás de cuyo afable semblante aderezado de Plattdeutsch (bajo alemán) se libra una gesta de proporciones mitológicas: la trabajosa composición de su primera sinfonía en do menor (1855-1876), lo que tomaría casi dos décadas. El segundo personaje tutelar es una violinista contemporánea, la virtuosa Emmeline Abendroth, cuya estela rutilante y fugaz recorre la novela como la ninfa en una sinfonía pastoral, escanciando sus dones a cuentagotas, pero arrastrando tras de sí la narración con el mismo magnetismo con que arrastra a la orquesta en sus interpretaciones legendarias de Brahms.
Junto a los personajes, urdidos en un imperceptible contrapunto, la obra presenta algunos temas recurrentes: la indagación sobre la naturaleza del arte, el estatus de la técnica, el peso de la tradición y el misterio de la creación artística. A grandes rasgos, podemos decir que a lo largo de la novela se dirime un debate entre dos posiciones antagónicas: una, heredera tanto de la téchne griega como del ars medieval, concibe el arte como el producto de un proceso susceptible de ser analizado y formalizado mediante reglas replicables. Es la revelación pesadillesca de esta posibilidad lo que amenaza en el primer movimiento (“I. El algoritmo de las esferas”) al director Brandao, quien debe lidiar con la invención de un programa informático que compone música, al tiempo que batalla por concluir su propia ópera sobre el más portugués de los temas: la historia de Pedro de Portugal y la coronación póstuma de Inés de Castro.
Achille Collas, medalla de Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, 1834-1859. Rijksmuseum, dominio público.
La segunda postura, que podríamos tildar de romántica, hunde sus raíces en el idealismo alemán de Friedrich Schelling en el Sistema del idealismo trascendental, publicado el mismo año en que Beethoven estrenaba su primera sinfonía en Viena. En esta obra de juventud, Schelling describe el genio artístico como “lo incomprensible que añade lo objetivo a lo consciente, sin la intervención de la libertad y en cierto modo en contra de ella”, y la obra auténtica como una “infinitud no consciente” que, en el transcurso de un Augenblick o parpadeo, reconcilia naturaleza y libertad. O, en palabras de Henschel, el protagonista del segundo movimiento (“II. El sacrificio de Hertha”): un “relámpago” que recapitula y trasciende siglos de historia musical.
Debo notar que la novela de Hackbarth actualiza los términos de esta inveterada polémica de modo casi profético, si consideramos que el libro se publicó en 2019 y, por tanto, tres años antes del fatídico día de noviembre de 2022 en que un Bowman de carne y hueso develó ante el mundo su moderna y aborrecible caja de Pandora, invento no por estocástico menos merolico de feria. Si todo proceso creativo es algorítmico, es decir, consistente en la aplicación recursiva de una serie de reglas sencillas, ¿qué espacio queda para los “caprichos de la inspiración”? ¿Esta dimensión caprichosa o aleatoria del acto creativo puede ser formalizada como un simple parámetro más del proceso? La primera mitad de la novela zanja esta cuestión de manera sutil e ingeniosa con una solución que seguramente habría agradado al joven Schelling porque trasciende toda oposición entre determinismo y libertad. Ante las dos posiciones enfrentadas, Sinfonía N° 1 sugiere una tercera posibilidad, de honda raigambre en Occidente, y para la cual el principio de la creación artística viene de fuera: de la musa o del daemon. Para Platón, la creación artística es el resultado de la “locura divina” (theia mania) propiciada por las musas. En la Sinfonía, las caminatas de Brahms por los acantilados de una isla báltica funden inopinadamente su destino con el de la furtiva Hertha, diosa telúrica que, de acuerdo con Tácito, se veneraba en un bosquecillo de una isla del norte. A fin de cuentas, no serán los trabajosos ejercicios de contrapunto los que destraben la creación de su magna sinfonía, sino los dones de la ninfa. Pues, según un verso del mitólogo Friedrich David Gräter que Henschel cita al final del movimiento, los bienes del espíritu provienen de ella:
Du, Königin der Erde, deren Hand Allschöpferisch dem Menschensohn Lebend’gen Geist und Dasein gab;
Tú, reina de la tierra, cuya mano Dio con toda creatividad al Hijo del Hombre Su vivo espíritu y existencia;
Toda creación verdadera, sugiere la novela, es sacrificial.
Notemos, sin embargo, que uno de los grandes aciertos de Hackbarth es saber desdoblar esta novela de ideas eludiendo por completo la alegoría y la prosopopeya —los dos recursos que instrumentalizan el dispositivo narrativo como mero vehículo para la expresión de las ideas— de una manera que recuerda La montaña mágica de Thomas Mann o Paradiso de José Lezama Lima. Aquí los personajes, lejos de encarnar ideas o conceptos abstractos, recorren sus trayectorias a lo largo de tramas a menudo magistrales —no en balde el autor es un consumado cuentista— para enzarzarse fatalmente en una pugna vital con las ideas. No es un asunto de esteticismo, sino de vida y muerte: en la Sinfonía, las ideas, que se entrometen y se enredan en la vida de los personajes, pueden llevarlos al paroxismo, la locura o la muerte.
Los dos últimos movimientos (“III. La travesía” y “IV. El festival de música Eufemia Hipólito González”) giran en torno al tema de la obsesión, reverso espectral de la inspiración divina. El tercer movimiento, el más enigmático de la novela y cuyo puntilloso tempo (Allegro agitato – Trio: Moderato – Tempo primo) parece aludir al Trío para piano N° 1 en si mayor de Brahms, es una narración onírica en el que la música temprana para piano de Brahms sirve de telón de fondo de una suerte de pacto entre un joven —mitad Palinuro, mitad Caronte—, un anciano cazador y su mujer, antigua maestra de piano. Tres voces que, arrastradas por las crecidas de un río tan real como mítico, se persiguen, se cruzan y se desencuentran, trazando un arco que funde las fronteras entre la vida y la muerte.
William Lock, el Joven, estudio de hadas con un par de manos, que probablemente representan la apertura de la caja de Pandora, 1784. Metropolitan Museum of Art, dominio público.
El cuarto movimiento, situado en la ciudad patrimonial de Huasingo —todo parecido con la ciudad colonial donde reside desde hace dos décadas el autor es mera coincidencia— constituye el vivace centro medular de la obra. La historia de la empresa quijotesca pergeñada por el maestro de violín Osorio Ramos para organizar un festival internacional de música consagrado a la obra de Brahms y su mayor intérprete en una pequeña ciudad de provincia, sin más recursos que las bandas locales y el sentimentalismo de un siempre voluble presidente municipal, constituye una farsa deliciosa y memorable digna del mejor Ibargüengoitia. Sinfonía N° 1 reserva para su decisivo movimiento final lo mejor de su elenco, que incluye tanto al mentado Osorio como a la figura cuasidivina de la violinista Emmeline Abendroth. La historia da un vuelco ante la inesperada aceptación de Emmeline para coronar el festival musical. Su visita a Huasingo, cifrada en una mañana luminosa en los salones de la Casa de la Cultura y una serenata bajo la luna en la azotea del hotel Posada Real, dirigen la novela hacia una resolución verdaderamente sinfónica que no esconde su proximidad —siempre mantenida a raya por la farsa— con los finales felices. Esta proximidad, que hace visible el dispositivo literario en toda su ineludible artificialidad, supone una franca celebración del poder de la literatura.
Además de estas figuras señeras, pululan por el cuarto movimiento una caterva de personajes —el presidente municipal, los directores de la Casa de la Cultura y la orquesta del estado, etcétera— dignos de una opera buffa. En las gesticulaciones y discursos de estos orondos figurines de la cultura y la política de provincia, el lector aguzado querrá entrever un huasinesco roman à clef, pero estos personajes-tipo probablemente se encuentran en todas y cada una de las ciudades de nuestra república.
Para concluir, es imposible soslayar el hecho de que, además del amor por la música, la novela es fruto de una peculiar vocación: la lengua española. En efecto, Kurt Hackbarth (Connecticut, 1974), quien reside en la ciudad de Oaxaca, optó desde hace mucho por escribir sus colecciones de relatos y obras de teatro en español. Sinfonía N° 1 consagra esta vocación tan literaria como vital. En su prosa resuena el brío y el celo del converso, que aleja su escritura tanto de la familiaridad cansina del que habita su lengua materna por mero accidente como de la prosa “nacida traducida”, según la expresión de Rebecca Walkowitz, que caracteriza tanta literatura contemporánea en español pasada por la aplanadora de los másters en escritura creativa y las editoriales corporativas. Un aspecto destacado de esta prosa es su capacidad de rasgar el horizonte último del ut musica poesis: la sinestesia, esa zona de fuego en la que los sentidos pierden y confunden sus objetos. Sinfonía N° 1 cumple este ideal mediante un magistral manejo de la écfrasis musical, que proyecta una imagen visual e incluso narrativa de la armonía musical. La novela transduce así una experiencia sonora en una experiencia narrativa, presentando de paso una lección sobre los intríngulis de la música de Brahms.
Kurt Hackbarth, Sinfonía N° 1, Matanga!, Oaxaca, México, 2019.
Imagen de portada: William Lock, el Joven, estudio de hadas con un par de manos, que probablemente representan la apertura de la caja de Pandora, 1784. Metropolitan Museum of Art, dominio público.