Se pintaban los brazos, las manos y la cara de color negro. Cada año, los migueleños salían a danzar frente a la iglesia del pueblo. Uno de ellos tomaba un torito pirotécnico y bailaba entre la muchedumbre jugando a perseguir a los espectadores. Fue en algún año de la década de 1970 cuando Melesio Jiménez, de origen negro cimarrón, sujetó al torito encendido para danzar como se acostumbraba en la fiesta de Corpus Christi en San Miguel Chimalapa, Oaxaca. En el pueblo era bien sabido que la danza la hacían los “meros zoques migueleños”, quienes representaban a los negros y cada año irrumpían en la plaza comunal donde vacilaban de forma festiva a los yøkis.1 En ese tiempo, los yøkis marcaban tajantemente una diferencia racial con los nativos zoques, a quienes consideraban “indios”; las casas del centro pertenecían a los yøkis, que también detentaban las cosechas de maíz y sujetaban como peones a los migueleños. Además, controlaban el poder político en la relación de la comunidad con el Partido Revolucionario Institucional y eran los interlocutores entre el pueblo y el Estado. Pero ese día fue extraordinario. Melesio giraba y bailaba con el torito, mientras a su alrededor varios migueleños pintados de negro, algunos con máscaras de madera, seguían la danza marcada por los sonidos de los tambores, los cohetes y las luces de la pirotecnia. Entre los espectadores, un yøki se atrevió a entrar al baile y en un movimiento tenso se le cayó el sombrero. Instalado ya en la irrupción, Melesio no dudó en pisotear el sombrero y confiado en que todo parecía permitido en el tiempo de la fiesta no previó la reacción violenta del atípico danzante. En un arrebato de despotismo, el yøki desenfundó su arma, levantó el brazo, disparó al aire y golpeó al negro que le había pisoteado el sombrero. Ahí se terminó la fiesta y desde entonces nunca más se volvió a repetir la danza del negrito. Sin sospecha alguna, el episodio fue el preludio del alzamiento regional de la Coalición Obrera Campesina Estudiantil del Istmo (COCEI), organización a la que se sumaron los zoques para expulsar a los yøkis de San Miguel Chimalapa. La ruptura social que puede generar la fiesta solo es posible de explicar como parte de un entramado de relaciones y confluencias de varios tiempos de la vida de nuestros pueblos indígenas: el tiempo agrícola, el tiempo mítico, el tiempo de la ayuda comunal —sostenida en gran medida por las mujeres— y el tiempo de la inversión cultural. En zoque de San Miguel Chimalapa, xen se traduce como “fiesta” y maxan2 es el nombre que se les da a los “santos patronos”, cuyas celebraciones han estado imbricadas históricamente con el ciclo agrícola; sobre ello se ha documentado prolíficamente en torno al mundo mesoamericano y andino. Se trata de una compleja, y a veces conflictiva, relación entre los santos patronos de los pueblos con el ciclo de las siembras, las cosechas y los temporales de lluvias.
De ahí que en Chimalapa tengamos fiestas casi todos los meses del año: la de agosto se encuentra directamente asociada con el fin de la canícula; junto con la de septiembre se celebran los tiempos de las cosechas del temporal; las de octubre marcan el fin del ciclo de lluvias y la entrada de los vientos del norte que provienen del Golfo de México; las de noviembre, diciembre y enero están relacionadas con la siembra y la cosecha del maíz del ciclo llamado chahuites, mientras las de febrero están enmarcadas en el desmonte del terreno para tenerlo listo en mayo y junio con el fin de que, con las primeras caídas de lluvia, se pueda sembrar y obtener cosechas para la fiesta de agosto. Evidentemente, hay un calendario agrícola que guarda cierta relación con el de la tradición católica pero, más allá de una religión, cada deidad en cada pueblo carga con una memoria que representa el vínculo entre los asentamientos y su territorialidad. La aparición de los maxan puede referir a los linderos de tierras, y sus peregrinajes mitológicos remiten a la fundación de la comunidad e incluso a la historia compartida con otros pueblos. Más que religiosas se trata de fiestas comunales cuyos procesos no solo tienen correspondencia con el cultivo del maíz y el ciclo de la milpa, sino que también requieren de una fuerza de trabajo y una energía que se activa a nivel comunitario, familiar, y en las relaciones de amistad que son fundamentales en la vida de nuestros pueblos. Este entramado de ayuda mutua se teje principalmente entre las mujeres desde relaciones solidarias y recíprocas. De necpan kotzonkuy (“voy a ayudar”) es la expresión en zoque comúnmente utilizada entre las mujeres del pueblo cuando van a colaborar en la preparación de la comida para las fiestas. A diferencia del tequio, que se va perdiendo gradualmente, el kotzonkuy (“ayuda mutua”) prevalece fuertemente: se ejerce en las mayordomías, las bodas, los cumpleaños, los bautizos y las celebraciones de otras deidades de la comunidad. La ayuda se practica desde las relaciones solidarias de carácter comunal y familiar. La anfitriona de la celebración invita a sus amigas y familiares cercanas y a las personas a quienes anteriormente ha ayudado para que colaboren a preparar la comida de su fiesta. En caso de que alguna de sus invitadas no asista, tampoco podrá reclamar ayuda cuando la necesite. En las mayordomías principales del santo patrón del pueblo, al grupo de mujeres que encabeza la fiesta se le llama yomadekay noveneras (“mujeres noveneras”). Junto con la kulaba (también nombrada chagola, que refiere a la “cabeza de la celebración”) sostienen un tiempo largo de kotzonkuy, es decir, de ayuda, durante el mes en el que transcurre la preparación de la mayordomía. Las mujeres son las responsables de realizar las principales acciones de la celebración: preparar la comida, hacer el pan y el chocolate, vestir a los maxan, servir a los matumos (“mayordomos”) y cuidar que todas las personas y animales coman; ellas son las únicas que pueden contar la reliquia y vigilar su integridad. El día del baile cada una porta una flor roja con hojas verdes en la cabeza como símbolo de haber llevado la novena, es decir, que durante quince días no sostuvieron relaciones sexuales ni mataron animales. El tequio, nombrado en zoque komunyoxkuy, padeció la intervención de las instituciones coloniales y actualmente se encuentra regulado, hasta cierto punto, por algunas políticas públicas del Estado. Esto ha incidido en su pérdida gradual. Mientras, el kotzonkuy ha prevalecido en las fiestas y, aunque se ha reproducido principalmente por las mujeres, no hay que soslayar que los hombres también colaboran. Ellos son los encargados de descuartizar la res y de preparar las hojas de plátano para los tamales. En nuestro pueblo todavía se recuerda que hace setenta años eran ellos quienes preparaban la comida de la mayordomía. Por razones que desconocemos este trabajo se le delegó a las mujeres.
Es en el tiempo de la fiesta cuando se materializan el disfrute de las relaciones comunales y la ayuda mutua. Sin embargo, la confluencia del ciclo agrícola del maíz con las fechas festivas nunca ha sido armónica, idílica y ni siquiera exacta; las cosechas han atravesado por diversas crisis mientras las fechas festivas de los santos han dejado de ser significativas para el conjunto del pueblo. Por tanto, si la fiesta es un momento en el que se disfrutan la cosecha y el trabajo colectivo, también puede llegar a ser el momento en el que se exhibe la escasez y el problema alimentario de las comunidades. Cuando más se muestra la abundancia es cuando más se puede evidenciar el horizonte de escasez. Y ahí se genera la posibilidad de alterar el orden de dominación: son justamente las relaciones de ayuda mutua y trabajo comunal que se preservan en la fiesta las que sostienen el tiempo de la rebelión. Así encontramos en la historia de diversos pueblos momentos parecidos a la irrupción que Melesio Jiménez protagonizó en San Miguel Chiamalapa durante la segunda mitad del siglo XX. De ello dan cuenta los motines y rebeliones de los siglos XVII y XVIII convocados en días festivos a la luz de crisis agrícolas. Siguiendo ese hilo histórico encontramos una serie de levantamientos detonados justo en el ciclo del maíz de temporal entre los meses de febrero y agosto, o convocados en las fiestas de siembra, en las celebraciones del agua del mes de mayo, en junio de Corpus Christi y en agosto de cosecha. Rememoremos, por ejemplo, el 18 de junio de 1692, día de Corpus Christi, cuando en la Ciudad de México se suscitó el levantamiento de cerca de diez mil indios, mestizos, mulatos y españoles contra las autoridades urbanas. Todo ello en un escenario de escasez de alimentos básicos como el maíz y el frijol que, en gran medida, se debía a las inundaciones sufridas un año antes; una crisis agudizada por la administración de las autoridades encargadas del abasto, que además especulaban con la reserva de granos almacenada en el depósito y en la alhóndiga.3 Algo parecido protagonizaron los zoques un día antes del festejo de la Santísima Trinidad. Entre las seis y las siete de la tarde del 16 de mayo de 1693, más de cuatro mil mujeres, hombres y niños se amotinaron en la plaza pública de Tuxtla.4 En presencia y visita del alcalde mayor Manuel de Maisterra y Atocha, la turba enfurecida exigió la destitución de su gobernador indio don Pablo Hernández debido a los excesivos tributos que exigían sus funcionarios, en un contexto de crisis agrícola aguda. A la puesta del sol, un torbellino de pedradas llovió sobre los funcionarios y dejó aturdido a Maisterra, quien murió por una feroz piedra que le estrelló los sesos. A su cadáver le quitaron las medias de seda, el armador, la camisa y la valerina de puntas, y lo dejaron tendido en el suelo durante veinticuatro horas.5 El tumulto fue incontenible y además atacó al Santo Sacramento de la iglesia. Este último hecho resultó ser la principal acusación para juzgar y castigar severamente a los detenidos. Por su parte, la emblemática rebelión tzeltal de Cancuc que estalló en agosto de 1712 fue planeada justo para el mes en que cesaban las lluvias por varias semanas, en el tiempo de la canícula seca. Ese periodo resultó sumamente propicio para propagar la rebelión en una extensa zona y atacar a los pueblos de Chilón y Ocosingo, en donde se habían refugiado los españoles. La confluencia del tiempo del levantamiento, la cosecha y el clima seco protegió a los rebeldes durante varios meses. No fue sino hasta noviembre, al finalizar la temporada de lluvias, cuando llegó la ofensiva contra los alzados. Para entonces, los rebeldes ya habían aprovechado septiembre y octubre para consolidar el control sobre su región y para levantar la cosecha que les permitiría abastecer a la multitud de indios que habían asistido al llamamiento de la Virgen en Cancuc.6 Habían pasado quince años cuando las autoridades coloniales se vieron nuevamente alarmadas por los rumores de una conspiración entre los zoques, justamente en los primeros meses de 1727, durante la preparación de la fiesta de Tecomaxiaca, en la provincia de Tabasco. Como era tradición, los zoques comenzaron a nombrar “jueces” para el festejo y eligieron, como de costumbre, a un “rey”. Sin embargo, en los días previos a la coronación, ciertos indios, “acalorados del aguardiente” provocaron de palabra a algunos españoles, amenazándolos con la proximidad de un gran levantamiento. El rumor se propagó como “polvareda” y se acrecentó por el “descubrimiento” de un papel donde se detallaba cómo había de llevarse a cabo la coronación del rey que los guiaría en la rebelión, en una suerte de alianza entre Teapa, Tacotalpa y Tecomaxiaca con los chiapanecas y los lacandones.7 Esta vez, los zoques convocaban a los pueblos de Tabasco y Chiapas a rebelarse el Jueves Santo de Corpus Christi de 1727. El fin era matar a los españoles,8 como en 1712, y cuestionar los tributos. Se decía que la misma Virgen de Cancuc volvía a recorrer los pueblos llamando a levantarse. No obstante, la conspiración fue descubierta, por lo que no se concretó y varios zoques, mulatos, negros y tzeltales fueron detenidos y acusados de traicionar a la Corona española. Sobre este caso existen dudas de si realmente se trató de una verdadera conspiración o, por el contrario, el supuesto papel donde se describía la planeación para levantarse era en realidad el libreto de la puesta en escena de la coronación del rey de Tecomaxiaca, que cada año teatralizaban en la fiesta de Corpus Christi. La cuestión es que la represión fue brutal para los pueblos zoques y la coincidencia entre los días de celebración y los llamamientos para amotinarse y rebelarse siguen insertos en el tiempo de la fiesta y del ciclo agrícola, ya sea en circunstancias de abundancia o de escasez. Como vemos, las fiestas históricamente han desordenado el tiempo de la dominación y continúan siendo la expresión de fuertes relaciones que resignifican y actualizan el vivir en comunidad y el ser parte de ella aun fuera del terruño, pues en nuestros tiempos los que migran a Estados Unidos o a cualquier ciudad en México todavía siguen cooperando para que cada año se realice la festividad e incluso algunos la llevan consigo en sus diásporas. Es así como, hasta nuestros días, el kotzonkuy sigue siendo un soporte en los momentos de rebelión y ruptura del orden social, político y cultural. Esto no es exclusivo de nuestro siglo ni del pueblo zoque al cual pertenezco. La ayuda mutua prevalece también entre las zapotecas, quienes la llaman “guelaguetza”, cuya práctica fue central en el levantamiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) durante 2006, y también prevalece entre la mujeres p’urhépecha, quienes la llaman uechantan, cuya capacidad de organizarse por fuera del núcleo doméstico y la costumbre de cocinar para centenares de personas jugó un rol clave en el éxito de la lucha política de Cherán.9 Es así como nuestros pueblos saben danzar entre el tiempo de la fiesta y la rebelión. Sus raíces se hayan muy arraigadas en las relaciones de ayuda mutua que durante largo tiempo muchas mujeres comunales se han asegurado de sostener. En definitiva, pervive una larga memoria para hacer de la fiesta una rebelión y de ella una fiesta.
Imagen de portada: © Raúl Jiménez Velázquez, Ciclo carnaval, 2016. Cortesía del artista
-
Yøki es un término zoque utilizado por la población nativa para llamar a los no zoques, a los ladinos y a los que no son de San Miguel y Santa María Chimalapa. ↩
-
También se le llama maxan a las mujeres que aún no han iniciado su vida sexual y maxantaku a los niños que ayudan en la iglesia y tocan las tamboras y las flautas en las mayordomías del pueblo. ↩
-
Natalia Silva Prada, La política de una rebelión. Los indígenas frente al tumulto de 1692 en la Ciudad de México, Centro de Estudios Históricos / El Colegio de México, Ciudad de México, 2007. ↩
-
Archivo General de Centro América, A.1.15. 49. 560, foja 1. Archivo General de Indias, Guatemala, 35, R1, núm. 48, foja 40. ↩
-
Archivo General de Indias, Guatemala, 35, R1, núm. 48, foja 38. ↩
-
Juan Pedro Viqueira, “Cronotopología de una región rebelde, la construcción histórica de los espacios sociales en la alcaldía mayor de Chiapas (1520-1720)”, tesis de doctorado, École de Hautes Études en Sciences Sociales, París, 1997. ↩
-
Mario Humberto Ruz Sosa, “El Rey de Tecomaxiaca: un ‘levantamiento’ indígena en Tabasco, 1722”, Memorias del III Congreso Internacional de Mayistas, tomo II, UNAM-IIFL/ UQROO, Ciudad de México, 2002, pp. 85-101. ↩
-
Archivo General de Centro América. AI.1.15.13.176 ↩
-
Federico Lifschitz, “La intrigante mutación de la uechantan: aculturación, alianzas p´urhépecha y la relevancia de una costumbre femenina”, Quaderni di Thule, vol. 46, 2019, pp. 173-199. ↩