dossier Futuro DIC.2020

Allá afuera hay monstruos

Fragmento

Edmundo Paz Soldán

Leer pdf

Escuchaba el podcast de Tomichá al levantarme. Mamá me lo había prohibido, decía que era un charlatán de feria, alguien que cambiaba los plazos a su antojo y aun así tenía seguidores: el mundo se acabará en diez meses, dijo hace un par de años. Ahora afirmaba que lo más importante era la idea, no la exactitud de las fechas. Yo estaba de acuerdo con sus dos primeros mandamientos: preservar la vida de los animales y las plantas e insistir en que la naturaleza tiene un valor más allá de lo útil. Los otros dos eran más complicados: retirarse del mundo y construir un refugio. Si te retiras del mundo dirán que te dejaste vencer. Dirán que estás obligado a luchar por la paz mundial o el clima o el fin de los malos tiempos, que pelear es mejor que renunciar. Ignóralos y abraza la vieja tradición espiritual de retirarte de la lucha. Abandonarlo todo, pero no de manera cínica sino con una mente inquisitiva. Una amiga de mamá había estado en la comuna de Tomichá. Contó que dejarse infectar por el bicho era parte del ritual, los que sobrevivían eran vistos como seres capaces de enfrentarse al desafío de un nuevo mundo en el que nosotros no éramos centrales. Estuvo un mes allí, convivió con ese hombre lampiño que ganó todos los premios en su campo pero a los veintinueve años abandonó la universidad decepcionado de sus alumnos, incapaces de darse cuenta del cambio que se venía. Trabajó de cocinero en un hogar de ancianos, dejó de usar bancos y llevaba en los bolsillos fajos de dinero envueltos en ligas. Un día se fue a vivir al monte con una carpa y una bolsa de dormir. Poco después subió a la red Ecología para tiempos oscuros, un manifiesto de ochenta páginas que juntaba un trabajo riguroso sobre la destrucción de la naturaleza con pronunciamientos apocalípticos y profecía numerológica. Pese a ello o quizás por ello se creó un culto en torno a él. Desconfiaba del Estado y aseguraba que sólo una ciudadanía universal nos salvaría. Cuando llegó el bicho creó una comuna de doscientas personas en el monte y llamó a desobedecer la ley que prohibía reuniones de más de diez. No tenemos miedo al bicho, dijo, aprenderemos a convivir con él: queremos al bicho ya. Las autoridades de La Estrella prohibieron a la gente que se acercara a la comuna bajo pena de cárcel, pero cuando reaccionaron era tarde; se habló de enviar militares a sacarlos y al final no se hizo nada. La amiga de mamá decía que Tomichá tenía un sentido del humor cruel y era brillante. Ella no pudo superar la muerte de tantos seguidores que entraban al monte a buscar intencionalmente al bicho y abandonó la comuna. A veces yo caminaba hasta el puente con mi pelota bajo el brazo y miraba el monte: los árboles parecían venirse sobre mí y los pájaros chillaban en sus copas como si estuvieran preparando un ataque. Todavía no era de noche y asomaban las estrellas. Un viento tenaz daba vueltas por la casita de los guardias y se zambullía en el río maloliente y enfangado de desperdicios. Daba susto. Escuchaba o creía escuchar un zumbido que me estremecía y estremecía las paredes y los techos de las casas y los campanarios de las iglesias y las estatuas de las plazas y las torres del Palacio de Gobierno: el bicho que teje su tela, pensaba, que prepara sus redes para seguir cubriendo el mundo con su abrazo. En medio de una hilera de árboles se abría un espacio, uno de los tantos caminos de herradura para atravesar el monte y por los que se llegaba a las comunidades indígenas diseminadas en su territorio —de allí provenían los abuelos de mamá— y a las madereras.

Paloma Contreras Lomas, El monte, 2019. Cortesía de la artista

Alguna vez acampé en el monte con mis papás pero me preguntaba si algún día sería capaz de adentrarme en lo más profundo. Quizás era valiente o irresponsable o simplemente curiosa. Mientras tanto, escuchaba el podcast: El verdadero cambio sólo comienza con la renuncia. Renunciar para evitar que la máquina siga avanzando es la posición adecuada. La acción no siempre es más eficaz que la inacción…
Tomichá tenía seguidores en todas partes. Se negaban a pagar impuestos y desobedecían al gobierno, no usaban barbijos ni practicaban el distanciamiento, por eso muchas veces terminaban en la cárcel. Cuando Elsa Acosta se levantó, Tomichá se negó a apoyarla y hubo abusos en los pueblos. La gente de Acosta en Nieves conminó a la de Tomichá a unirse. Urbina, el hombre fuerte de Tomichá en el pueblo, fue herido y se lo llevaron. Apareció muerto días después. Contaban que Acosta se sorprendió mucho pero se sabía que esa muerte no podía haber ocurrido sin su permiso. Algunos se asustaron porque creían que Tomichá tenía poderes sobrenaturales. ¿No mandaría al bicho detrás de Acosta? Esa muerte había sido un error. Hubo seguidores de Tomichá que se intimidaron y se pasaron al bando de Acosta. Mamá no creía que lo hicieran de corazón: apoyar a Tomichá era un compromiso profundo. Santos Ruiz no se unió a Acosta. Era de Nieves. La voz de mamá temblaba al recordarlo: era amiga de sus hermanas mayores, lo veía en el patio de su casa, descalzo o con los zapatos desamarrados, leyendo o jugando solito, creándose personajes misteriosos que poblaban sus días. En la cárcel le llevaban todos los días un papel y le decían que era suficiente que firmara para salir libre y unirse a la revolución. Él se negaba y lanzaba conjuros extraños que sobrecogían. Decía que era amigo de los suinos y que ahora mismo ellos estaban incubando un montón de bichos diferentes. El futuro de la humanidad estaba lleno de bichos, vendría uno por año hasta arrasar con todo. Ordenaron matar a Santos Ruiz pero nadie quería hacerlo. Mis tíos intentaron interceder y pidieron que se lo liberara. Así pasaron quince días. En la cárcel él leía una y otra vez la misma novela: Los tres mosqueteros. Un día la hermana de Santos Ruiz apareció en casa de mis tíos. Me matan a mi hermano, dijo. Sus trenzas volaban en el viento, su silueta negra impresionaba. Hubo tres descargas a la una de la tarde. Mamá se dolió mucho cuando se enteró: cada muerte la conmovía pero la del muchacho de su pueblo fue especial. Le contaron que Santos Ruiz se había rasurado dos horas antes de que lo mataran para que su hermana no lo viera feo. Al estar frente a los que lo iban a matar les rogó que no le dieran en la cara y explicó cómo deberían darle el tiro de gracia. Dijo que hubiera preferido el abrazo del bicho a esa muerte tan aburrida. Dijo que el verdadero cambio sólo comenzaba con la renuncia. Dijo que la acción no siempre era más eficaz que la inacción. Mamá se calló y no pudo seguir. Me pregunté si perdonaría a Acosta.
Metálica y desparramada. Sus gritos fuertes, claros, a veces parejos y vibrantes. La voz de Tomichá retumbaba en el podcast. Se podía oír a gran distancia, sus pulmones parecían de acero. Tomichá era pura voz porque casi nunca aparecía en la televisión, casi no había imágenes presentes de él, sólo las de archivo, conseguidas a través de las universidades en las que estudió y trabajó y de la hermana perdida que le guardaba rencor. Yo podía estar convencida de su locura pero había algo en su proyecto que me encantaba: El futuro se presenta con una extraña combinación de colapso continuado, que seguirá fragmentando la naturaleza y la cultura, y con una nueva ola de soluciones de alta tecnología para controlarnos, pasaportes biológicos en un intento fracasado por prevenir lo inevitable. Nada puede romper este ciclo a menos que haya un profundo reinicio de todo como lo hemos visto tantas veces en la historia. El bicho nos debería llevar a un nivel más bajo de complejidad civilizatoria. La tormenta perfecta se prepara. Pierden su tiempo si tienen un gran plan para construir un mundo futuro basado en la ciencia y el argumento racional. Si tratan de vivir en el pasado, lo mismo, o si piensan que la máquina puede ser reformada o domesticada o si creen que se puede salir del embrollo con nuevas ideas o tecnologías. Hay que ser sincero sobre nuestro ínfimo lugar en el gran ciclo de la historia y sobre las cosas que podemos hacer y las que no. Tomichá emitió un comunicado en su podcast: no entendemos al bicho porque no entendemos que ese su no estar vivo y no estar muerto a la vez nos desafía. Habitamos su mundo y debemos hacer las paces con él para continuar. De nada sirve vivir de rodillas y con miedo. Las soluciones no están en el gobierno, ningún caudillo nos liberará de nada si no rompemos nuestras ataduras interiores. Debemos adoptar una mirada planetaria. Con sólo defender el departamento no llegamos a nada, con sólo tratar de entender el país no llegamos a nada. Todos los órganos y tejidos de la tierra deben interpelarnos, no se debe destruir ninguna criatura del universo. Hubo un tiempo en que este bosque estaba lleno de otros animales y desaparecieron. Mientras estemos vivos no debemos dejar que nada ni nadie se extinga. Sólo así la belleza volverá. Mi mirada no era planetaria. Tampoco podía vivir sin miedo. Algunas frases de Tomichá me llegaban, luego recordaba lo que sabía de su comuna, los innumerables muertos por el bicho, y se me pasaba.

Paloma Contreras Lomas, El Más Allá mexicano, 2019. Cortesía de la artista

*

Llegaban rumores feos de lo que ocurría en la comuna de Tomichá. El gobierno desmintió que hubieran ingresado al monte con tractores y topadoras para ayudarles a construir un cementerio; ni siquiera tenían idea de dónde quedaba la comuna. No había gente del municipio ni personal sanitario que se aventurara a entrar por senderos transitados por animales portadores del bicho. Una mañana leí que un grupo de científicos de la capital había ingresado al monte para iniciar una investigación sobre el origen del bicho. Los científicos avanzarían de a poco, un grupo recorrería quinientos metros, haría de vigía para asegurarse de que el camino estaba despejado, y luego daría la orden para que el otro grupo avanzara. En una entrevista el jefe de la expedición dijo que lo más difícil era avanzar con el traje de protección bajo el tremendo calor. Su intención no era llegar a Tomichá pero conocía dónde quedaba la comuna, se había encontrado con ellos en pasadas expediciones. —Hay una leyenda de que viven en el subsuelo, en cuevas. Aprovecho para desmentirla. Viven cerca de cuevas de murciélagos, le dije a Tomichá que eso podía alterar el ecosistema y respondió que nadie lo cuidaba mejor que él. Vicente dibujaba a los científicos como seres llegados de otro planeta ingresando al monte; interpretaba las leyendas que nos contaba mamá y parecía como si se hubieran caído a la Tierra ante un nuevo derrumbe del cielo. Le dije que eso era imposible, si el cielo se volvía a caer sería el fin del mundo para nosotros. Quizás lo es, dijo, y se puso a llorar. Quiero a papá, imploró con voz asustada, y lo abracé, rogando que no se pusiera a tirar cosas o darse de cabezazos y menos a convulsionar. Cómo viviría su cabecita la desolación de estos meses, yo también me daba cuenta de lo pesado que era para mí pero me las aguantaba porque no me quedaba de otra, debía ayudar a mamá con Vicente. Ya tendría tiempo para explotar. Volví a ver por internet el ingreso de los científicos al monte. Mandaban fotos y mensajes de su recorrido por senderos estrechísimos. Hablaban de abejorros inmensos y currucas más diminutas de las normales, árboles enanos y árboles gigantes y árboles de tallos petrificados a medida que se internaban en el monte. Las fotos mostraban tallos retorcidos, cortezas tomadas por hongos y líquenes, grupos de troncos y ramas que parecían usadas por la gente para protegerse bajo ellas. Al segundo día comenzaron a fallar las comunicaciones. Al tercero un científico reportó que estaba herido: —Estábamos tomando agua de un arroyo cuando hubo una emboscada y salieron disparos de entre los árboles. Dos de mis compañeros han muerto. Vinieron y hurgaron los bolsillos y se llevaron equipos. A mí me dieron por muerto. No sé dónde están los demás. No se supo nada durante días. Se habló de irlos a buscar pero nadie se animó. A la semana un video del jefe de la expedición nos enteró de algunas cosas: —Hemos perdido a dos. El resto estamos a salvo y ya regresamos. No pudimos llegar a las cuevas. La comuna de Tomichá ya no existe más. Tomichá ya no existe más. La expedición reapareció por el mismo sendero por la que ingresó al monte. Las ambulancias los llevaron a un hospital militar. No hubo más declaraciones; el gobierno les prohibió hablar. En las redes decían que Tomichá era un extraterrestre; que en la comuna hubo un ritual de infección colectiva que terminó mal; que Tomichá era el científico culpable de liberar al bicho como parte de un proceso de control de población a cargo de las siete familias dueñas del planeta. Un dron filmó una sección de un cementerio con tumbas recién excavadas en las profundidades del monte. El cuerpo de Tomichá no apareció. No hubo más comuna. No hubo más nada.

Esta novela será publicada en enero de 2021 por Los Libros de la Mujer Rota.

Imagen de portada: Paloma Contreras Lomas, El monte, 2019. Cortesía de la artista