Por decirlo de forma poco amable, lo único malo de la comedia hoy es que se realiza en una pantalla que habla.
James Agee
I
Groucho Marx no paraba de hablar. El líder de la tropa de comedia más importante del primer cine sonoro usó el nuevo medio hasta destrozarlo. No era ajeno a la comedia física que habían cultivado con tanta riqueza expresiva Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd o Harry Langdon. Pero entendió que el lenguaje cambió con los diálogos. Se desvanecieron otros símbolos para dar paso a la comedia de dobles sentidos, de juegos de palabras, de equívocos entre códigos lingüísticos de clase: entre migrantes, ladrones y las pretensiones de la alcurnia. Groucho Marx llevó el teatro del vodevil a la pantalla grande.
Sus personajes eran de una elocuencia tramposa: la figura pedante de un profesor, algún explorador o de un político que la alta sociedad estadounidense admiraba sin cuestionarlo. Sus palabras ágiles decían siempre lo contrario de lo que debería decir un personaje de autoridad. Pero hablaba tanto que nadie se fijaba en el absurdo de sus conversaciones. Groucho mostró, años antes que Ionesco, los códigos vacíos que sostienen la convivencia cotidiana burguesa.
Mientras Groucho, enmascarado con el flujo absurdo de un discurso delirante, era coronado con laureles por la más alta sociedad, Harpo nunca quiso pertenecer a esta. Mientras Chico imitaba acentos para evitar las golpizas de las pandillas alemanas o italianas, Harpo aprendió a hacer personajes que desbarataban etiquetas, daban risa y silenciaban la violencia. Representaba al ladrón, al embustero, al mimo que jugaba con las posturas codificadas de bailes, saludos y leyes. Él siempre fue el paria, el que portaba orgulloso en su sombrero las etiquetas de trabajos que nadie en su sano juicio querría admitir: cazador de perros callejeros, secuestrador, espía.
Su juventud fue complicada, sin duda. Pero aprendió a defenderse lejos de los libros que devoraba Groucho, lejos de los golpes que tan bien propinaba Chico, lejos de la seducción natural de Zeppo. Su supervivencia fue el silencio y la timidez, su discurso fue el canto disruptor de los ángeles: un arpa en medio del concierto burdo de las calles.
Harpo siempre fue el despreciado más admirable.
II
Adolph Arthur “Harpo” Marx tenía 14 años. Era un niño callado, pero poseía un gran talento expresivo. Con el vasto repertorio de las dos canciones que aprendió a tocar al piano podía animar las películas silentes que pasaban en un pequeño cine de Yorkville, en Manhattan, cerca de su casa.
En medio de una matinée entró su madre al cine y lo arrebató del piano. Lo subió a un vagón del metro y Arthur se dio cuenta del horror que se avecinaba. Iban hacia Coney Island, donde su hermano Julius cantaba en un trío que buscaba convertirse en un cuarteto. Julius le enseñó rápidamente la letra de la canción que tenía que cantar. Nunca en su vida Arthur se había subido a un escenario.
Estaba paralizado, enfilado detrás de su hermano y otros dos niños para salir al escenario. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero cuando irrumpió en la escena empujado por su madre se dio cuenta de que ya no era un niño. Este era su verdadero Bar Mitzvah. Ahora era un hombre.
La fugaz sensación de valentía que le hinchaba el pecho se desvaneció cuando bajó la vista y vio un mar de miradas burlonas. Su cuerpo reaccionó. Él se quedó mudo como siempre, pero su vejiga fue elocuente: se abrió paso una mancha que recorría, caliente, el frente de su pantalón blanco. La gente reía, su hermano se avergonzaba, la escena era un caos. Su madre esperó a que acabara el acto, le quitó los pantalones y los puso a secar a la brisa marina del boardwalk.
Apenas estuvieron secos, tuvo que salir de nuevo al escenario a repetir el acto. Esta vez ya no estaba paralizado, pero todos sabían que no tenía voz. Así que le pidieron que no cantara, que fuera simplemente un mimo e imitara los gestos de su hermano. Lo hizo bien, cumplió su labor y de su boca no salió ni un sonido.
III
Arthur, como sus otros tres hermanos, creció a la sombra de Julius “Groucho” Marx. No porque este fuera el favorito de su madre, Minnie. Todos sabían que el favorito era Arthur, a pesar de que Minnie cuidara como nadie de Leo “Chico” Marx, el hermano mayor. Era más bien una cuestión de futuro. Minnie tenía una idea: quería que sus hijos entraran al mundo del vodevil y que hicieran fortuna como su tío, Al Shean.
Leo era un apostador empedernido desde la tierna edad de 9 años, cuando aprendió a jugar a los dados. Su vida era la de un típico delincuente juvenil neoyorkino: conseguía algo de dinero metido en asuntos turbios y lo gastaba en las cartas, los dados, el sexo y cualquier cosa que tuviera la emoción de la fortuna cambiante.
Los dos siguientes hermanos, Herbert y Milton, eran muy pequeños. Por su parte, Arthur era tímido, sin ningún talento aparente. Así que para el plan de Minnie quedaba solamente el tercer hijo, Julius, que leía y cultivaba una fina voz de soprano. Este era el elegido, el que iba a subirse a los escenarios y sacar de la pobreza a la familia.
Mientras Julius se estrenaba en los escenarios, Arthur hizo de todo: alimentó hornos para pan, trató de vender relojes inservibles y por un tiempo tuvo un pequeño negocio de tráfico de gatos. Quería ganar dinero para reparar las cuerdas del arpa derruida de su abuela y aprender a tocar ese instrumento de cuento de hadas tan grande y misterioso que acumulaba polvo y telarañas en el fondo de la casa familiar.
Nunca logró ponerle cuerdas al arpa. Pero se fue integrando al acto de Julius y pronto, junto a Leo (que hacía un papel de inmigrante italiano), construyeron un sólido espectáculo de comedia que los dejaba vivir en la carretera. Se mudaron a Chicago, y cuando su veta cómica comenzó a gastarse, Minnie tuvo una idea: ¿por qué no cumplir el sueño de Arthur y regalarle un arpa?
En medio del escenario el arpa impactaba a todos. Era un instrumento inesperado en este ambiente. Imponía respeto. Era clase pura. Arthur aprendió a tocar como un desquiciado. Nadie le enseñó. De hecho, fue mucho tiempo después, al ver el dibujo de un ángel en una tarjeta navideña de Woolworth, que aprendió que el arpa no se apoyaba en el hombro izquierdo, sino en el derecho.
Más o menos por esa época Arthur se dio cuenta de lo que aportaba a la tropa: jamás iba a poder competir con la sagacidad de los chistes de Julius o con el acto de migrante italiano de Leo. Pero nadie podía hacer una pantomima como él. Así, Arthur se acomodó en un viejo esquema de la Commedia dell’arte: en el escenario había una figura de autoridad (Groucho), un idiota (Chico) y un mimo (Harpo).
La combinación funcionaba. En intermedios sorpresivos, el mimo desquiciado podía salir y tocar el arpa, tierno, angelical, inesperadamente delirante: la materia de la que está hecho el subibaja emocional del vodevil.
Arthur conquistó el escenario con el silencio y con las cuerdas de un instrumento poco convencional. Se convirtió en Harpo y no tuvo que hablar nunca más.
IV
En medio de Animal Crackers (1930), la segunda película de los Hermanos Marx, hay un extraño interludio. La pareja de enamorados canta una canción romántica mientras persigue a un ladrón de pinturas. Cuando los enamorados terminan la canción y se besan, la cámara hace un paneo por los árboles del parque y encontramos, en un claro, a Harpo Marx con un arpa.
Harpo vuelve a tocar la canción de los enamorados. En el dueto no lo acompaña nadie. Está solo con su arpa y la letra de la canción desaparece. Con sus tozudos dedos toca el instrumento y chifla. Esas manos trabajadoras, ese cuerpo de comedia física, ese rostro tan expresivo en la burla se diluyen en la dulzura del tacto, en la concentración del momento y la seriedad absoluta de la cara del actor.
Harpo está enamorado de la música. No toca el arpa para alguien, no interpreta un dueto para estar acompañado. La lógica de la canción compartida se quiebra y ahora es pura melodía. La comedia hablada abandonó las palabras.
No hay razón para que el arpa esté ahí. Nada explica por qué este personaje mudo toca de manera tan increíblemente delicada, tan seria, tan comprometida. Y en esta extrañeza hay un momento de gratuidad estética. La belleza de la escena no tiene nada que ver con la trama, es la claridad de una pausa, de un silencio, que sublima la comedia en un gesto serio, incomprensible.
Bajo el escrutinio cercano de la cámara, su rostro se revela como nunca en la lejanía del escenario. Y la actuación se desvanece. Ya no está ahí el personaje de Harpo, sino Arthur:
Si ven una película de los hermanos Marx, sabrán la diferencia entre Harpo y yo. Cuando vean a alguien perseguir chicas, es él. Cuando lo ven tocar el arpa, soy yo. Cada vez que toqué las cuerdas de un arpa, dejé de ser un actor.
A la sombra de su hermano Groucho, siempre fue el verdadero rebelde. El que destrozó las estructuras de la comedia misma con ternura; el que decidió callarse cuando las películas comenzaron a hablar; el que dejó de actuar para tocar interludios de arpa. Tomó siempre otro camino y se convirtió en el último héroe silente en la era del sonido. Las cuerdas de un instrumento inesperado fueron su voz, y el silencio, su arma.
Su esposa, la actriz Susan Fleming, lo describió como un “arquitecto de lo impredecible”. Y sí, Harpo forjó su reacción a un mundo de ruido con el silencio de los que no son cómplices de nada, de los que, como Bartleby, detienen la furiosa marcha del engranaje. Harpo vivió y murió bajo el principio más delicioso de poderlo decir todo sin tener que decir nunca nada.
Imagen de portada: Fotograma de la película Animal Crackers, de Victor Heerman, 1930