Kim Ji-young asistió a un centro de secundaria que quedaba a quince minutos a pie de su casa. Su hermana había ido a la misma escuela, pero entonces era exclusivamente para niñas.
Hasta la década de 1990, Corea era un país con un agudo desequilibrio de género en la tasa de natalidad. En 1982 nacieron 106.7 bebés varones por cada cien niñas. Pero la proporción de niños creció y creció hasta llegar a 116.5, muy por encima de la diferencia que naturalmente se da, entre 103 y 107 varones por cada cien niñas. Eso indicaba que había ya un número más alto de estudiantes de sexo masculino y que iban a hacer falta colegios para ellos, dado que seguirían aumentando en número. En los colegios mixtos había dos veces más clases de chicos que de chicas; sin embargo, el problema no solo radicaba en tal desequilibrio dentro de un mismo instituto, sino en que los estudiantes fueran asignados según su género a colegios que quedaban lejos de donde vivían, aunque hubiese escuelas más cercanas. El año en que Kim Ji-young ingresó en secundaria, su colegio se volvió mixto. A raíz de aquello, otros institutos que antaño habían sido femeninos o masculinos sufrieron la misma transición.
La escuela secundaria a la que asistía Kim Ji-young era un colegio como cualquier otro. Tenía un patio pequeño, por lo que había que atravesarlo en diagonal para las carreras de cien metros. También era una construcción vieja, de cuyas paredes caían constantemente pedazos de revestimiento deteriorado. Para los estudiantes había un estricto código de vestimenta, que era particularmente inflexible en el caso de las chicas. Según cuenta la hermana de Kim Ji-young, el reglamento se endureció cuando el centro se convirtió en un colegio mixto. La falda del uniforme debía cubrir la rodilla y no debía insinuar la curva de las caderas y los muslos. Debajo de la blusa blanca del uniforme de verano, que era semitransparente, tenían que ponerse obligatoriamente una prenda interior también blanca y con escote redondo. No podía ser una camiseta de tirantes, ni una camisola de algodón con mangas, ni una prenda de color o con encajes. Y lo que nunca debían hacer las estudiantes era llevar solo el sostén debajo de la blusa. En verano, debían asimismo ponerse pantis de color piel y calcetines blancos por encima y, en invierno, solo medias negras opacas, sin calcetines. Tampoco podían usar zapatillas deportivas, sino zapatos. Y en invierno, llevar zapatos con medias y sin calcetines daba un frío de muerte.
En el caso de los alumnos varones, las reglas eran mucho más flexibles. Lo único que no podían hacer era cambiar el ancho de los pantalones. Por eso, había chicos que debajo de la camisa del uniforme de verano se ponían camisetas sin mangas, camisolas con mangas, incluso prendas de color gris o negro. Y, cuando tenían calor, se desabotonaban parcialmente la camisa, si es que no se la quitaban a la hora del almuerzo o durante los recreos. En cuanto al calzado, podían usarlo de todo tipo, desde zapatos y zapatillas de deporte hasta zapatillas de tacos y para correr.
En una ocasión, una estudiante fue amonestada en la puerta del colegio por llevar zapatillas de deporte. Ella protestó porque solo a los chicos se les permitía ponerse otro calzado y camisolas debajo del uniforme. El profesor a cargo del control de vestimenta le respondió que eso se debía a que los varones practicaban deporte en todo momento.
—Los chicos no pueden estar quietos ni durante los diez minutos que dura el recreo. Están jugando al futbol, al béisbol, al baloncesto… y, si no están haciendo deporte, están saltando unos encima de otros. A ellos no se les puede decir que mantengan la camisa abotonada hasta el cuello y que lleven zapatos.
—¿Y piensa que las chicas están quietas porque les gusta estar así? No podemos movernos porque nos incomodan la falda, las medias y los zapatos que nos obligan a usar. En primaria, yo también salía al patio en los recreos, a saltar y a jugar a la pelota.
Aquella alumna, al final, fue castigada no solo por no respetar el código de vestimenta, sino también por contestar al profesor, y tuvo que dar varias vueltas al patio del colegio en cuclillas. El profesor le ordenó sujetarse bien la falda para que no se le viera la ropa interior, pero la chica no obedeció. Y se le veían las bragas mientras avanzaba. El profesor la detuvo después de la primera vuelta. Más tarde, otra chica que acudió a la sala de profesores por estar vestida de manera indebida le preguntó por qué no se había sujetado la falda.
—Para que viera lo incómodo que es vestirse así.
El reglamento no cambió, pero las estudiantes empezaron a hacer caso omiso del control de vestimenta sin que por ello se las amonestase, aunque llevaran camisolas de manga corta debajo de la blusa o zapatillas de deporte.
Por la zona donde se situaba la escuela de Kim Ji-young rondaba un pervertido conocido como Hombre Gabardina, porque vestía solo un abrigo largo encima de su cuerpo desnudo y se destapaba cuando pasaban niñas o mujeres jóvenes a su lado, para ver sus reacciones. Era famoso en los alrededores y las alumnas sentían pavor cuando aparecía. A veces, en días nublados, salía al espacio abierto frente a la escuela, que se veía directamente desde la ventana de la clase 2-H femenina. Kim Ji-young estaba en esa clase y, como ella, todas sus compañeras asignadas a esa aula se asustaban al verlo, aunque la situación también les hacía gracia.
Un día de primavera ocurrió un incidente, poco después de que hubiese comenzado el año académico. Había llovido de madrugada y era una mañana con niebla. Acababa de terminar la tercera clase del día y las estudiantes estaban en el descanso cuando la chica sentada al final de la fila de la ventana miró hacia afuera y gritó. No estaba claro si gritaba a modo de celebración o para mofarse de lo que estaba viendo. Las más atrevidas se acercaron a la ventana y empezaron a gritar también: “¡Guapo! ¡Otra, otra!”. En seguida aplaudieron y se rieron a carcajadas. Kim Ji-young se quedó sentada en su asiento, lejos de la ventana. Solo estiró el cuello para intentar descubrir lo que pasaba, pero no logró ver nada. En realidad, se moría de curiosidad. Sin embargo, le dio vergüenza acercarse a presenciar el espectáculo. No tuvo la valentía de verlo con sus propios ojos. Una amiga que se sentaba junto a la ventana le contó luego que la actuación del Hombre Gabardina había superado todas sus expectativas, como si hubiera agradecido la eufórica reacción de las chicas.
De repente, mientras en el aula seguía el alboroto, entró el profesor a cargo del control disciplinario.
—Las que estabais gritando en la ventana, salid. Todas. ¡Ya!
Las aludidas se colocaron frente a la pizarra. Le dijeron al profesor que se habían quedado en sus respectivos asientos, que no habían gritado y que tampoco habían mirado por la ventana. No obstante, el profesor se llevó a cinco de ellas, a las que escogió arbitrariamente, a la sala de profesores. Allí las castigaron y fueron obligadas a escribir cartas de disculpa. Regresaron apenas comenzada la hora del almuerzo y la chica que había visto al Hombre Gabardina escupió por la ventana, enojada.
—¡Mierda! Nosotras no hemos hecho nada malo. La culpa la tiene ese tipo. No hacen nada para pillar a ese pervertido y a nosotras nos dicen que corrijamos nuestra mala conducta. ¿Pero qué mala conducta? ¿Acaso he sido yo la que se ha desnudado?
Las compañeras se rieron, pero la chica no se calmó fácilmente, ni siquiera después de escupir varias veces más.
Las cinco alumnas que ese día estuvieron en la sala de profesores no volvieron a llegar tarde al colegio. Y eso que siempre eran las últimas en entrar en clase. Los profesores, pese a que presentían que estaban tramando algo, no les podían decir nada porque no cometían ninguna falta de disciplina. Entonces sucedió algo grande. Como si fueran enemigos que se encuentran en un callejón sin salida, una mañana una de las cinco chicas se topó con el Hombre Gabardina e inmediatamente aparecieron las otras cuatro detrás de ella. Entre todas saltaron sobre el sujeto, lo amarraron con cuerdas de plástico y cinturones y lo arrastraron hasta la estación de policía. Nadie sabe qué le pasó a aquel hombre. El caso es que nunca más volvió a rondar por el vecindario y las cinco estudiantes fueron suspendidas. Las sancionaron y no pudieron acudir a clase durante una semana. Cuando se reincorporaron, después de escribir varias cartas de disculpa y limpiar baños y el patio del colegio durante días, no hicieron comentario alguno sobre lo ocurrido. Pero los profesores les solían golpear suavemente en la cabeza cuando pasaban frente a ellas.
—No tenéis decoro como mujeres. Sois la vergüenza del colegio.
Cuando se alejaban, una de las alumnas mascullaba “¡Mierda!” y escupía.
Kim Ji-young tuvo su primera menstruación en el segundo año de secundaria. No le llegó ni antes ni después que a sus compañeras. Su hermana había tenido su primera regla a la misma edad y ya venía intuyendo que ella también empezaría a menstruar durante la secundaria, al ser ambas de similar constitución física, de similares gustos y de similar desarrollo. Por eso no entró en pánico. Tomó una de las toallas sanitarias que su hermana tenía en el primer cajón de su escritorio y le contó que estaba menstruando.
—Se te ha acabado la buena vida —dijo su hermana sin más.
También fue ella la que se lo contó a su madre en lugar de Kim Ji-young, que no estaba segura de si debía contarle o no a su familia que le había llegado su primera regla. No pasó nada extraordinario. Su padre llamó para avisar de que iba a volver tarde a casa, pero quedaba poco arroz, por lo que su madre y sus hermanos decidieron cenar fideos instantáneos. El hermano de Kim Ji-young se sirvió una buena cantidad de fideos inmediatamente después de que pusieran la mesa, pero su hermana mayor le regañó y le dio un ligero golpe en la cabeza.
—Si tú te llevas tanto, ¿qué comemos nosotras? ¿Y cómo es que te sirves tú primero? ¿Acaso no respetas a mamá?
La hermana de Kim Ji-young le sirvió a su madre una buena ración de fideos, caldo y huevo, y luego tomó para ella la mitad de los fideos del plato de su hermano. Entonces, la madre le cedió la mitad de los suyos al niño. La hermana de Kim Ji-young gritó enfadada:
—¡Mamá! Come tú. Y la próxima vez vamos a usar una olla por cada paquete de fideos instantáneos, para que nadie le quite o le ceda comida a nadie.
—¿Desde cuándo eres tan considerada conmigo? Además, no son más que fideos. Y eso de usar una olla por persona es demasiado. ¿Vas a lavar tú las ollas?
—Sí. Soy buena limpiando y lavando platos. También doblo la ropa ya lavada y la ordeno, y lo mismo hace Ji-young. En esta casa solo hay una persona que no hace nada. La hermana de Kim Ji-young echó una mirada de reproche a su hermano y su madre le dijo, acariciándole la cabeza:
—Si todavía es un niño.
—¿Pero qué niño? Si yo, con apenas diez años, me encargaba de preparar mi maletín para la escuela y también el de Ji-young. Hacía sola los deberes y revisaba los de ella. Cuando nosotras teníamos su edad ya fregábamos el suelo, tendíamos la ropa y nos hacíamos la comida sin ayuda de nadie, aunque fueran unos simples fideos instantáneos o un huevo frito.
—Pero es que es el benjamín de la familia.
—No es porque sea el menor. Es porque es el varón.
La hermana tiró los palillos sobre la mesa y se metió en su cuarto. Confundida, la madre suspiró con la mirada clavada en la puerta de la habitación, mientras que Kim Ji-young se preocupaba por los fideos, que estaban empezando a ablandarse, si bien tampoco podía comer en ese ambiente tan incómodo.
—Si la abuela viviera, se habría enfadado y ella se habría metido en un buen lío —intervino su hermano—. Habría dicho que es inaceptable que una mujer le pegue a un hombre en la cabeza.
Por quejarse sin ser consciente de lo ocurrido, el chico recibió otro golpe en la cabeza, esta vez de Kim Ji-young. Su madre no fue a consolar a su hija mayor. Tampoco se disgustó. Solo le sirvió más caldo a su segunda hija.
—A partir de ahora tienes que procurar comer caliente y abrigarte bien.
Entre sus amigas, algunas presumían de que habían recibido ramos de flores de sus padres con motivo su primera menstruación. Otras, de que lo festejaron en familia, con pasteles y todo. Pero esas chicas eran minoría. Para la mayor parte, la primera regla era un secreto que solo podían compartir con su madre o con sus hermanas. Un secreto fastidioso, doloroso y algo vergonzante. Ese fue también el caso de Kim Ji-young y su familia. Su madre evitó mencionarlo directamente y se limitó a servirle más caldo, como si la menstruación fuera algo indecente sobre lo que se debía callar. Esa noche, acostada al lado de su hermana y pasando de la angustia al malestar, Kim Ji-young reflexionó sobre lo que le había pasado durante el día. Pensó en la menstruación y los fideos instantáneos, en los fideos instantáneos y el hijo varón, en los hijos varones y las hijas, en los hijos varones, las hijas y las tareas del hogar. Un par de días después, su hermana le regaló un estuche de tela con cremallera y que tenía el tamaño de la palma de una mano. Dentro había seis compresas higiénicas.
Las compresas ultraabsorbentes o con alas se volverían comunes mucho después. Las que se usaban entonces, que había que traer de la tienda escondidas en una bolsa de plástico de color negro, no se pegaban bien a la ropa interior, así que se movían y los extremos se doblaban hacia el centro. Para colmo, tenían una pésima capacidad de absorción. Por mucho que una se cerciorara de que estaban bien fijadas, con frecuencia manchaban la ropa o las mantas de la cama durante la noche. Era peor en verano, cuando se usaba ropa más ligera. Algunas mañanas, aún medio dormida, Kim Ji-young se aseaba, desayunaba, entraba al baño, iba a la cocina y atravesaba la sala como si nada, y su madre se le acercaba y le daba unos codazos. Cada vez que pasaba esto, ella se escapaba a su cuarto como si hubiera hecho algo malo y se cambiaba.
Más insoportable que esas incomodidades era el dolor menstrual. Había anticipado cómo sería según lo que le había contado su hermana; sin embargo, el segundo día aumentaba el sangrado, se le hinchaban el pecho y el abdomen y le dolían la cintura, las caderas, las nalgas y hasta los muslos. En el colegio, si iba a la enfermería, le daban una bolsa calentadora para calmar los dolores. Pero esta, de color rojo y llena de agua caliente, era demasiado grande y olía a caucho, por lo que no le convencía la idea de andar con esa cosa encima porque sentía que estaba anunciando que tenía la regla. Pero tampoco tomaba pastillas, de esas que se publicitaban como el remedio para todo, desde cefaleas hasta dolores dentales y menstruales, porque la aturdían y le provocaban náuseas. Simplemente, se aguantaba. Al fin y al cabo, era algo habitual que venía cada mes y duraba varios días. Pensaba ciegamente que quizá podría ser malo para la salud depender de los fármacos cada vez que menstruaba.
Mientras hacía los deberes, acostada boca abajo y agarrándose el vientre con una mano, Kim Ji-young decía una y otra vez que no lograba entenderlo. La menstruación es algo que tiene la mitad de la humanidad, remarcó, y agregó que, si una farmacéutica desarrollara un buen medicamento solo para los dolores menstruales sin efectos secundarios, en vez de esas pastillas vagamente clasificadas como analgésico y que encima provocaban náuseas, ganaría mucho dinero. Su hermana asintió al escucharla y le pasó una botella de plástico con agua caliente envuelta en una toalla.
—Eso digo yo. Es increíble que hoy en día, cuando se cura el cáncer y se trasplantan corazones, no haya una medicina para los dolores menstruales. Se creen que va a llegar el fin del mundo si entra alguna droga en el útero. ¿Es que es un santuario intocable? Su hermana señaló su vientre con el dedo y Kim Ji-young se rio, aún con dolores y la botella de plástico entre los brazos.
Selección de Kim Ji-young, nacida en 1982, Joo Hasun (trad.), Alfaguara, Barcelona, 2019.
82년생 김지영 (PALSIP YI NYEON SAENG KIM JIYEONG) by 조남주(Cho Nam-joo). Copyright © Cho Nam-joo, 2016. All rights reserved. Originally published in Korea by Minumsa Publishing Co., Ltd., Seoul. The Spanish edition published by Alfaguara, 2019. Cho Nam-joo c/o Minumsa Publishing Co., Ltd., in association with The Grayhawk Agency Ltd., through International Editors & Yañez’ Co.
Imagen de portada: ©Kim Sanho, The Crimson Wave, 2020. Cortesía de la artista