Dos epígrafes —de Albert Camus y de Samuel Beckett— nos pueden poner a temblar. El primero (de La peste) manifiesta el deseo de un terremoto (“pero uno de verdad”). El segundo (de Molloy) expresa con dos oraciones yuxtapuestas una afirmación y después su negación (descartando con ello, para cierta narrativa, el principio de no contradicción que formuló Aristóteles). Leonardo Teja ubica ambos umbrales en su novela Esta noche, el Gran Terremoto y luego figura un mundo absurdo y estricto, al que constriñe una fuerza de naturaleza ominosa: la de las autoridades que controlan todo bajo el pronóstico de la llegada inminente del Gran Terremoto —se trata de un evento sísmico y, a la vez, de un presunto personaje—. La sociedad de esta narración espera o dice esperar la llegada del Gran Terremoto en clave casi totalitaria: desde la educación infantil hasta las actividades de la madurez, las vidas de los ciudadanos se dirigen hacia esa ocasión venidera y son vigiladas sin cesar para que cumplan con su deber. En esas condiciones distópicas, Diego Pirita, uno de los habitantes de esta Ciudad (de México, sabemos a través de los sellos postales de los telegramas que recibe), tiene que cumplir a cabalidad su trabajo de recepcionista en un hotel. Su encomienda más importante es asegurar que haya siempre un cuarto disponible para que el Gran Terremoto lo ocupe en el momento de su llegada; sin embargo, para él lo más importante es saber cuándo será su día libre. Mientras realiza su trabajo en el hotel, además, se fija en la camarera Enriqueta, alias la Sueca, su compañera de labores; el impulso erótico conduce a los escarceos, único divertimento de Diego Pirita en la atmósfera enrarecida del hotel. A partir de este hilo se desarrolla una ficción sagaz que considera las nociones de catástrofe y sus réplicas, tanto en el sentido de sustitución, parodia o imitación, como en el de respuestas o reiteraciones de un evento en diferentes magnitudes. Así, en esta primera novela, Teja despliega diestramente las posibilidades que la narrativa ofrece para configurar diversas formas de la “realidad” y de sus simulacros. La efectividad de su composición reside, a mi ver, en la coyuntura de un estilo sutil y una fábula excéntrica —con un recurso a lo fantasioso, que la emparienta con cierta vertiente de la narrativa argentina—. Esa excentricidad se percibe en varias dimensiones del universo narrativo: desde los cuadros modulares que se montan en la historia principal y los desplazamientos insospechados de la ficción, hasta algunos elementos gráficos desconcertantes —sobre todo, el artículo determinado en un superíndice que disminuye y eleva a la vez, especificando al Gran Terremoto y señalando también la cantidad exponencial de esa especificación—. En este relato los medios de información sirven para proyectar y cultivar la paranoia colectiva a través de los años, mediante la creación de espectáculo y expectativa. Asimismo, las autoridades establecen un sistema de seriedad y respeto público al Gran Terremoto, que en privado se mina con los refranes, las bromas y las confesiones de incredulidad frente a esa gran faramalla mediática y política. En prosa concisa y capítulos punzantes la narración se mantiene definida y toca a menudo el humor. La minuciosidad de esta novela es un reflejo de la burocracia que ordena la espera de la catástrofe —a través de encuestas, billetes, trípticos, comunicados, servicios telefónicos— y de los ciudadanos que simulan obediencia. Se trata de una burocracia asfixiante y ridícula, que sería casi kafkiana si no fuera chabacana. Residir en zona sísmica produce paranoia. En efecto, tras haber sufrido varios terremotos, para los habitantes de una ciudad hay una cuenta regresiva hasta el próximo temblor, que nuestra ciencia todavía no alcanza a detectar con holgura suficiente. Si fuéramos benjaministas, llamaríamos mesiánico al tiempo que rige esta sociedad: un tiempo lleno de espera por la llegada del Gran Terremoto. Se trata, en todo caso, del ejercicio de autoridad por medio de una idea que se instaura como dogma. Mitad alegoría, mitad personaje patético, el Gran Terremoto es una entidad de naturaleza contradictoria y confusa, alrededor de la cual gira la ficción de la novela. Es un pobre diablo que algunos ciudadanos afirman haber visto y al mismo tiempo es el personaje más famoso y esperado de esa sociedad. Los discursos que se crean alrededor del mito telúrico son una caricatura angustiosa de la ansiedad por los terremotos y de cómo la gerencia de la vigilia ante la catástrofe sirve para dominar a los hombres con modos tan truculentos que, en la carne ajena de esta narración, se resuelven en mueca —y no pocas veces en carcajada—.
Antílope, Ciudad de México, 2018
Imagen de portada: Ilustración que muestra la erupción del volcán Krakatoa, 1888. Imagen de dominio público