Natural del medio oeste de Estados Unidos, donde nació el 24 de septiembre de 1896, tanto por el precoz éxito de su primera novela, A este lado del paraíso, con el excesivo tren de vida que acarreó, como por su temprana muerte, devastado por el alcoholismo, el 21 de diciembre de 1940, en ese Hollywood que lo contrató más en el papel de figura exótica que en el de guionista, es casi un lugar común ver en Francis Scott Fitzgerald al cronista de los años veinte, a la que el propio autor nombró la Era del Jazz, en la que confluyeron la ley seca, el contrabando de alcohol, las rápidas fortunas hechas en la bolsa de valores de Nueva York y la emergencia del consumismo en la sociedad estadounidense. Efectivamente, las tres novelas que publicó en la década de 1920 pueden leerse como el registro de la juventud que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y su tránsito por la Era del Jazz. Una generación decidida a vivir para el placer, como Amory Blaine en A este lado del paraíso (1920); entregada al parasitismo social, como Anthony en Hermosos y malditos (1922), y que halla en el crimen una forma de glamour, como Jay en El gran Gatsby (1925). Sin embargo, tal lectura a veces dificulta nuestro encuentro con el relato del Fitzgerald posterior a la Gran Depresión, ocurrida en 1929. Fue un acierto de Carlos Gamerro, antólogo del volumen Cuentos selectos,1 la inclusión de varios de los relatos escritos por Fitzgerald después de esa crisis económica. Entre otros aspectos, en esos textos se advierte el aumento de las disertaciones del narrador, lo mismo en primera que en tercera persona. Tal es el caso de “Babilonia revisitada”, donde el narrador nos lleva al recorrido que hace Charlie Wales por las calles del París de la Gran Depresión, abandonado por estadounidenses arruinados y obligados a repatriarse. Sobreviviente del crack del 29, viudo que intenta recuperar la custodia de su única hija, es cuando recorre París, sin la borrachera, la lujuria y el derroche de la Era del Jazz trasplantada por los exitosos estadounidenses a Francia, que Charlie Wales comprende que durante aquellos años no sólo dilapidó su fortuna, sino sobre todo la oportunidad de ser feliz, momento irrecuperable, a pesar de la ansiada reunión con su hija:
El recuerdo de esos días volvió a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido viajando con Helen, y la gente que era incapaz de hacer una suma o pronunciar una frase coherente. El hombrecito con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco y que después la había insultado a conveniente distancia de la mesa; las mujeres y las chicas sacadas a la rastra de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas… Los hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, bajo la nieve, porque la nieve de 1929 no era nieve de verdad. Si uno no quería que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
A inicios de la década de 1930, Fitzgerald cumplía 34 años, llegaba a diez años su matrimonio con Zelda Sayre y gozaba de éxito comercial. Sin embargo, como envés del triunfo, la salud del escritor entró en un proceso de deterioro irreversible, el dispendio económico lo empujó a la escritura apurada de relatos para vender en revistas, al tiempo que la locura de la Era del Jazz se tornó en el vacío existencial de la Gran Depresión.
Tales contrastes determinaron, a su vez, la emergencia de un periodo narrativo en que predominan las descripciones escuetas, los comentarios cínicos, los personajes de moral ambigua y las atmósferas sociales desencantadas y solitarias; aspectos que dividieron a lectores y críticos, que no supieron (o no soportaron) verse en esos nada concesivos retratos de la sociedad estadounidense, como en “La década perdida”, donde asistimos al reencuentro de Louis Trimble con la vida cotidiana, luego de diez años de alcoholismo. Con esa ligereza rítmica tan de su gusto, Fitzgerald extractó en la figura de Trimble el desconcierto de una generación que, subsumida por la riqueza fácil y los goces perpetuos, arribó a la adultez sin haber experimentado apenas la vida de todos los días:
He entrado muchas veces, muchas. Pero nunca lo he visto. Y ahora no es esto lo que quiero ver. Ahora mismo sería incapaz. Sólo quiero ver cómo camina la gente y de qué están hechos sus vestidos, sus sombreros y sus zapatos. Y los ojos y las manos. ¿Le importaría estrecharme la mano?
En los cuentos de la década de 1930, Fitzgerald trazó el retrato de los hombres y mujeres de un Estados Unidos cotidiano que, enajenados por el canto de la sirena bursátil de Wall Street, no atisbaron que eran nada más que bufones involuntarios de una farsa para diversión de los verdaderos magnates, es decir, los dueños de la banca y la bolsa de valores. Un retrato en el que se incluyó a sí mismo, de modo nada metafórico, a través de textos como “El Crack-Up”, reflexión en primera persona sobre la debacle existencial de los jóvenes estadounidenses de entreguerras. Una meditación implacable desde el nombre, toda vez que la voz inglesa crack up significa desmoronarse (física o psicológicamente) y también morirse de risa (traducción libre), dualidad que se advierte en párrafos como el siguiente:
La vida, hace diez años, era en gran medida una cuestión personal. Uno debía mantener el equilibrio entre la futilidad de todo esfuerzo y la necesidad de luchar, entre la convicción de la inevitabilidad del fracaso y, no obstante, la decisión de “triunfar”; y más que esto, la contradicción entre la melancólica influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lograba hacer esto en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y personales—, el ego continuaría volando como una flecha disparada desde la nada hacia la nada con tanta fuerza que sólo la gravedad podría hacerla caer.
El autor que había considerado a la literatura como vehículo para tener éxito económico, por lo que escribió una novela exitosa, que le hizo merecer el amor de la bella sureña Zelda Sayre, con quien compartió un ritmo de vida desenfrenado —al que le imitó el pulso en sus novelas y relatos de la década de 1920—, derivó en el escritor que atestiguó y reseñó su desplome monetario y emocional y el de su generación, cuando ya se había apurado la copa de la disipación y sólo quedaba la brusca sensación de vacío:
Me di cuenta de que en esos dos años, con la intención de preservar algo —quizá una especie de sosiego interior, quizá no—, me había apartado de todas las cosas que amaba; que cada acto de la vida, desde lavarme los dientes por la mañana hasta cenar con un amigo, se había convertido en un esfuerzo casi irremontable para mí.
Relato, ensayo, monólogo interior, con “El Crack-Up” Fitzgerald intentó reflejar la insatisfacción sentimental e intelectual de la primera generación del Estados Unidos plenamente capitalista y adalid del occidente hegemónico (lo que refrendó en la Segunda Guerra Mundial). Quiero decir, crack up y su significado dual se corresponden con otros vocablos, como el spleen que Charles Baudelaire concibió para la sociedad francesa y la melancholy que vislumbró Thomas de Quincey para la inglesa, lo que no es poca cosa. Cuentos selectos es una sólida antología que nos da oportunidad de contrastar los cuentos anteriores a la Gran Depresión con los posteriores, además de apreciar la deslumbrante multiplicidad de recursos técnicos y la cohesión discursiva de Fitzgerald, el escritor que fue capaz de testimoniar (desde su propia experiencia) el principio del ascenso económico capitalista de la sociedad estadounidense al tiempo que el de su derrumbe moral. Y, además, nos da ocasión para homenajear, a ochenta años de su fallecimiento, a este gran narrador, cuya lectura arroja una intensa luz sobre las contradicciones que han cimbrado y cimbran todavía a la sociedad estadounidense.
Edhasa, Buenos Aires, 2017
Imagen de portada: Scott Fitzgerald ca. 1921, imagen de dominio público
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Francis Scott Fitzgerald, Cuentos selectos, selección y prólogo de Carlos Gamerro, Bárbara Belloc y Teresa Arijón (trad.), Edhasa, Buenos Aires, 2017. Los fragmentos aquí citados proceden de esta edición. ↩