Los no-lugares son una creación involuntaria que provocan la inercia de la vida diaria, la prisa y la búsqueda implacable por salir de la precariedad laboral y económica causada por el capitalismo rapaz de la sobremodernidad; así los definió Marc Augé en su libro Los no-lugares. Espacios del anonimato (Edition de Seuil, 1992). En sus palabras, se trata de aquellos sitios en los que se está por instantes y que son utilizados como un medio para llegar a otros sitios; son primordialmente lugares nuevos, que rechazan lo antiguo o lo pasado; sin embargo, el no-lugar siempre está en un lugar, no es su opuesto, uno existe sobre el otro.
Las calles se han vuelto un no-lugar extenso y de incesante tránsito; sin embargo, en ellas se puede rastrear la historia, la memoria, el testimonio colectivo de las relaciones sociales, así como las amistades y enemistades que se articularon y forjaron ahí. Según Michel de Certeau, los caminantes transforman la calle, la cual no solo es un trazado geométrico constreñido en un mapa, sino también un elemento cultural de cohesión social. Existen, además, lógicas identitarias que unen a los individuos con las calles, como las que desarrollan los miembros de pandillas que pelean entre sí para defender el lugar que frecuentan.
En el imaginario moderno la calle se piensa como un espacio bien pavimentado, alumbrado, con transeúntes; no obstante, esta idea cambia si le añadimos alguna otra característica, por ejemplo: calle antigua o calle peligrosa. Es probable que imaginemos la primera como un lugar empedrado, sin edificios alrededor y con carretas circulando sobre ella, y la segunda como un sitio obscuro, lleno de basura y con indigentes habitándolo. Ninguna de estas descripciones es buena ni mala, porque existen, existieron, las hemos visto y por ello podemos imaginar cada uno de esos escenarios. Así de versátil es la idea de la calle: todas y cada una de esas características le dan una identidad, ya sean la luz y las tinieblas, los peatones y los carros, la multitud y la soledad.
Hace unos años le pregunté a un oriundo de Palermo por qué sus calles estaban tan sucias. Me contestó que en tiempos del fascismo italiano el Estado argumentó, con la intención de evitar las marchas y otras muestras de queja, que las calles le pertenecían. Como protesta, según aquel palermitano, la gente empezó a tirar basura para ensuciarlas y mostrar que el gobierno era opresor y deleznable. El hombre me dijo que eso se volvió una costumbre entre los habitantes de la ciudad. Realmente dudo que las nuevas generaciones sigan tirando basura en las calles como protesta contra los malos gobiernos, sin embargo, me parece un gran ejemplo para demostrar que las calles pertenecen a las personas.
Es relevante destacar lo que Michel de Certeau explica sobre los peatones en su texto “Andar en la ciudad”.1 Según este autor, hay una relación sumamente estrecha entre la ciudad, la calle y el caminante, de manera que ningún elemento es posible sin los otros —aunque pueden existir algunas prohibiciones que le impidan al transeúnte avanzar, este es capaz de encontrar atajos, desviaciones o crear otra calle que lo lleve a su destino—.
Algunas investigaciones centradas en el estudio de la calle argumentan que hacia principios del siglo pasado la calle adquirió una connotación negativa.2 Sin embargo, el origen de esta idea se remonta al siglo XIX. A partir de la consolidación de la independencia en México, sus pobladores enfrentaron un problema cultural muy interesante: pasaron de ser súbditos de un rey a ciudadanos, lo que implicó abandonar el paternalismo de la corona y asumirse como individuos responsables de sus actos.
Durante el siglo XIX se vivió una desigualdad económica y social considerable, lo que provocó que mucha gente tuviera que dedicarse a labores fuera de lo formal y lo legal, por ejemplo, los juegos de azar, las estafas, el robo, la venta ambulante de pulque o aguardiente, tocar música en la calle, entre muchas otras actividades. Las autoridades consideraron los espacios públicos propensos a los trabajos poco productivos, crímenes, fiestas y malas costumbres, por lo que buscaron formas de apropiarse de las calles. Esta última idea pervive: pensamos que las calles le pertenecen al gobierno y no a los ciudadanos, quienes las transitamos y vivimos a diario. Quizás un ejemplo de la potestad de los gobiernos en el trazado urbano y rural de un país sea el hecho de que muchas calles y avenidas llevan el nombre de “hombre ilustres”3 que han dado identidad a la historia oficial y política de cada nación: según documentos históricos de archivo, vías antes llamadas “de la Culebra” o “del Quemadero” pasaron a nombrarse “Altamirano” y “Madero”, respectivamente. Trazados o calles que conectan a una comunidad con otra llevan nombres de grandes acontecimientos, como “Bicentenario de la Independencia”, mientras que los políticos no dudan en colgarse una medalla cuando las inauguran.
Estos cambios no eran ni son improvisados, todos tuvieron una intención: imponer su narrativa centrada en la idea del progreso y en dejar atrás las viejas costumbres de las clases populares. En el siglo XIX eso implicaba abandonar el pensamiento virreinal para dar lugar a la república y, por ende, a la modernidad como parte del adoctrinamiento cívico de los nuevos ciudadanos. Este pensamiento provenía de Europa y trataba de hacer útiles a las personas, alejarlas del ocio, sacarlas de las calles y evitar que se embriagaran en el espacio público, con la firme convicción de integrarlas al ámbito laboral formal.
Durante esa época, la calle estaba asociada a la perdición y las “malas costumbres”, era el lugar en donde se cometían actos reprobables por las “buenas personas” con “costumbres decentes”. En 1828 se creó el Tribunal de Vagos de la Ciudad de México, también llamado la Buena Conciencia de la Gente Decente, cuyo propósito era alejar de las calles a los llamados mal entretenidos y lograr que tuvieran trabajos honestos y deseables ante los ojos de la sociedad. En 1832 el periódico El Sol hacía públicos los acontecimientos criminales de la época sin dejar de enfatizar el valor de las “buenas costumbres”:
Dos homicidios que hubo anoche en mi calle llenaron de amargura mi corazón al ver que en la capital de la república sea en donde está más entorpecida la administración de justicia, más adelantada la desmoralización y menos atendida la seguridad pública […] no se notan castigos ni providencias que escarmienten y disminuyan los delitos. […] La administración de justicia es difícil de mejorar mientras subsistan la multitud de leyes contradictorias dictadas para el sistema colonial que regía.4
En aquel entonces las calles le pertenecían a la gente, eran caminos sinuosos con hierbas en los alrededores; las personas andaban con machetes por si se les cruzaba alguna rama que les impidiera seguir caminando o no les permitiera ver; los senderos se hacían con el andar. Aunque el contexto todavía era rural, hay registros de la época que hablan de calles en donde sucedía la mayor parte de las dinámicas sociales, incluido el crimen. De ahí que podamos referirnos a la calle como un lugar de asimilación de la modernidad.
Marc Augé postula que la sobremodernidad se sostiene en la aceleración de varios factores como la cultura del individualismo, el tiempo, las dinámicas de consumo y la globalización, solo por mencionar algunos. Estos fenómenos, al menos en México, comenzaron a tener sus primeros destellos tras la independencia de España, y sin lugar a dudas se consolidaron casi un siglo después con la llegada de las maquinarias, las producciones en serie, la explotación laboral, la importación de productos y la globalización en general.
Utilizando los elementos que marca Augé para calificar un espacio como un no-lugar, podemos decir que a principios del siglo XIX, cuando se otorgó la categoría de ciudadano al hombre (en este contexto, aún no hay referencia a la mujer), comenzó la idea del individualismo. En algunos lugares del país se establecieron bancos y se permitieron inversiones extranjeras relacionadas con la compra de maquinaria para producir ropa, de manera que la utilidad del ser humano en la producción económica fue un parámetro para medir el progreso. Los espacios se volvieron una expresión de la modernidad, la cual transformó las estructuras de las ciudades y las prácticas sociales de sus habitantes.
Una madrugada de 1829 en los juzgados: A machetazos hirieron a Juan Álvarez en la calle del barrio de Álamos
Iban a dar las 12 de la noche del día 5 de abril de 1829 cuando Crisanto Gómez llegó al juzgado tercero de paz para notificar al responsable en turno, el ciudadano Mariano Marroquín, que habían herido malamente a un hombre en el barrio de los Álamos, en las afueras de la ciudad de Querétaro. El herido resultó ser un tal Juan Álvarez, un curtidor de 27 años originario del barrio en donde aconteció la riña. El juez de paz giró de inmediato instrucciones para que trajeran al hombre a declarar.
No fue sino hasta las 5 de la madrugada que una patrulla hizo traer a declarar a Juan Álvarez, que se encontraba tirado en la calle con un terrible estado de salud. Era primordial saber quién había infligido tal herida. Álvarez declaró que el perpetrador había sido su vecino, el señor Agapito Colchado.
Todo parecía indicar que en la calle empedrada de Roncopollo se había desatado una riña luego de que Agapito le pidiera el machete que le había prestado tiempo atrás a Álvarez; los hombres, envalentonados, se hicieron de palabras y comenzaron a golpearse. Algunos de los testigos que presenciaron la riña comentaron que habían escuchado hablar sobre la ilícita amistad que uno de ellos sostenía con la esposa del otro.
Álvarez, a pesar de estar herido, era el único que podía esclarecer el motivo de la pelea. El juez insistió en cuestionar sobre lo sucedido. Luego de varios minutos surgió un indicio de que la riña, en realidad, no había sido causada por el machete, sino que existía una razón más importante: Agapito se sentía celoso de Álvarez.
El juez de paz no quiso forzar más la declaración de la víctima y dio instrucciones de enviarlo de inmediato al hospital junto con el escribano para que diera fe jurídica de las heridas.
El parte médico indicó lo siguiente:
Tiene una herida desde el coronal, abriéndole todo el carrillo izquierdo, que se le ve el hueso, y una puñalada entre la quinta y sexta costilla verdadera, perforando músculos hasta penetrar la cavidad vital. Fractura de húmero en virtud de expuesta. Al parecer fueron hechas con un objeto cortante y punzante y otras con un objeto contundente.
Mientras eso sucedía en el hospital, Agapito Colchado, quien dijo tener 30 años, de oficio albañil y originario del barrio de San Isidro, ya se encontraba declarando ante la justicia. El declarante argumentó que Álvarez había sostenido una relación amorosa con su mujer. Añadió que durante varias noches lo observó caminando por la calle de su casa y que al llegar se saltaba la reja para poder visitarla.
La noche del altercado, Colchado escuchó que alguien saltaba su reja y cuando despertó se percató de que su mujer se encontraba en la calle con Álvarez. Sigilosamente, Agapito Colchado tomó un palo que tenía y salió de su hogar a esperar y presenciar el acto de la supuesta infidelidad. Luego de varios minutos observando, decidió salir y enfrentar a Álvarez. La reacción del amante fue sacar un belduque (cuchillo corto de origen español con filo) y atacar a Colchado, quien lo recibió con dos palazos en el brazo que le causaron una fractura. El herido soltó el cuchillo. Colchado lo tomó y lo apuñaló en el pecho y en la cabeza.
A pesar de lo anterior la esposa declaró que no tenía una relación con Álvarez, pero que sí lo conocía y no perdió la oportunidad para declarar que su marido la maltrataba y golpeaba cada vez que se sentía celoso por alguna razón. Esto marcó un precedente, ya que el juez fue capaz de darse cuenta de que el hombre era agresivo y que, a causa de eso, la mujer había caído en “malas amistades”.
Según la hoja de defunción, Juan Álvarez murió el 8 de abril de 1829 a causa de la perforación de uno de sus pulmones, lo que generó un gran derrame y supuración sanguinosos.
Todo parecía indicar que la causa del asesinato era la supuesta infidelidad de la mujer, pero en realidad no era la mujer la que le dolía al agresor, sino que se hubieran burlado de él. Mismo argumento que dio un magistrado de la época, quien justificó el acto de agresión argumentando que “su mujer lo ofendió, no recapacitó los deberes de una buena cristiana”. Agapito Colchado no podía soportar la idea de haber sido engañado y que su honor como hombre fuera mancillado por un sujeto que, desde su perspectiva, era menos honorable que él.
La condena que se le dio fue la de ser llevado al ejército permanente por tres años contados desde el día de la riña. Sin embargo, el 6 de noviembre de 1829 la pena dictada contra Agapito Colchado fue revocada y los magistrados decidieron aumentarla a cinco años de servicio militar por el delito de homicidio y no el de heridas graves.
Este relato fue extraído del documento original y el caso fue elegido al azar. No es una copia textual de lo escrito por los funcionarios de la época, sino una adaptación, por lo que contiene ficción y datos que no necesariamente coinciden con la realidad. El documento original puede ser buscado en el Archivo histórico del Poder Judicial de Querétaro, Fondo Criminal, caja 1.7, expediente 1, 1829.
Imagen de portada: ©Charles Scheeler, On a Connecticut Theme, 1958. Whitney Museum of Art
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Ver Michel de Certeau, “Andar en la ciudad”, Bifurcaciones: revista de estudios culturales urbanos, 2008, núm. 7, Talca. Disponible aquí ↩
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Iván Alejandro Saucedo y Bertha Elvia Taracena, “Habitar la calle: pasos hacia una ciudadanía a partir de este espacio”, Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, enero-junio 2011, vol. 9, núm. 1, pp. 269-285. ↩
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Hablo de “hombres” porque es clara la hegemonía patriarcal a lo largo de la historia. Son muy pocas las calles que llevan nombres de mujeres. Esto también forma parte de la apropiación por el Estado de las calles. ↩
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El Sol, año 3, núm. 1063, 7 julio de 1832, p. 3 ↩