En Los desposeídos: una utopía ambigua, publicada en 1974, Úrsula K. Le Guin presenta preocupaciones filosóficas muy pertinentes sobre los problemas del mundo actual: el enfrentamiento entre dos sociedades —Urras y su luna Anarres—, en el que las desigualdades económicas y políticas se reflejan de forma radical en el lenguaje y alteran sustancialmente la interpretación de la realidad.
De noche, en los campamentos de Proyectos, todo el mundo tosía. Durante el día tosían menos, estaban demasiado ocupados para toser. El polvo era el enemigo de todos, ese polvillo fino y seco que se adhería a la garganta y los pulmones; el enemigo y el mimado de todos, la esperanza. Antaño, ese mismo polvo había estado posado, opulento y oscuro, a la sombra de los árboles. Quizá, con el trabajo de todos, volviera a ser como antes. Ella extrae de la piedra la hoja verde, del centro de la roca el agua clara… Gimar siempre tarareaba la melodía, y ahora, en el calor del atardecer, mientras regresaban al campamento, a través de la llanura, cantaba en alta voz las palabras. —¿Quién? ¿Quién es “ella”? —preguntó Shevek. Gimar sonrió. Tenía manchada, salpicada de costras de polvo la ancha cara sedosa, el pelo sucio de polvo, y un olor fuerte y agradable a sudor. —Yo me crié en Levante del Sur —dijo—. Donde están los mineros. Es una canción de mineros. —¿Qué mineros? —¿No lo sabes? La gente que ya estaba aquí cuando llegaron los Colonos. Algunos se quedaron y se unieron a la solidaridad. Extraían el oro, el estaño. Todavía conservan algunas festividades y canciones. El tadde1 era minero, solía cantarme esta canción cuando yo era niña. —Bueno, entonces ¿quién es “ella”? —No sé, es lo que dice la canción. ¿No es acaso lo que hacemos aquí? ¿Haciendo brotar de la piedra las hojas verdes? —Eso me suena a religión. —Tú siempre con tus raras palabras librescas. Es sólo una canción. Ah, cuánto me gustaría volver al otro campamento, así podría nadar un rato. ¡Apesto! —Yo apesto. —Todos apestamos. —En solidaridad. Pero estaban a quince kilómetros de las playas del Temae, y en el campamento sólo se podía nadar en polvo.
Había un hombre en el campamento con un nombre que sonaba parecido al de Shevek: Shevet. Cuando llamaban a uno respondía el otro. Shevek sentía una especie de afinidad con él, una relación más íntima que la de fraternidad, a causa de esa semejanza accidental. Un par de veces había notado que Shevet lo observaba. Nunca se habían hablado. Las primeras décadas de trabajo en el proyecto de replantación forestal habían sido para Shevek un periodo agotador, de silencioso resentimiento. No tendrían que reclutar para estos proyectos y levas especiales a personas que habían elegido trabajar en campos significativamente funcionales como la física. ¿Acaso no era inmoral hacer un trabajo que a uno no le gustaba? Alguien tenía que hacerlo, pero había tanta gente a la que un trabajo le daba lo mismo que otro, que cambiaba de oficio sin cesar; ellos tendrían que haberse ofrecido como voluntarios. Este trabajo, por ejemplo, podía hacerlo cualquier tonto. En realidad, muchos podrían hacerlo mejor que él. Shevek siempre se había sentido orgulloso de su propia fortaleza, y nunca había dejado de ofrecerse para las “tareas pesadas” en los turnos rotativos de cada diez días; pero aquí era día tras día, ocho horas por día, en el polvo y el calor. Pasaba la jornada entera de trabajo esperando la noche para estar a solas y pensar, pero en el instante en que llegaba a la tienda-dormitorio después de la cena, empezaba a cabecear y dormía como una piedra hasta el amanecer, y nunca le cruzaba por la mente un solo pensamiento. Encontraba torpes y rústicos a los compañeros de trabajo, y hasta los más jóvenes lo trataban como a un niño. Desdeñoso y resentido, sólo encontraba placer en escribir a sus amigos Tirin y Rovab en un código que habían inventado en el Instituto, una serie de equivalentes verbales de los símbolos de la física temporal. Escritos, los signos parecían un mensaje cifrado, pero en realidad no tenían ningún sentido, a no ser la ecuación o la fórmula filosófica que enmascaraban. Las de Shevek y Rovab eran ecuaciones genuinas. Las cartas de Tirin, muy divertidas, habrían convencido a cualquiera de que se referían a emociones y sucesos reales, pero la física que había en ellas era discutible. Cuando Shevek descubrió que podía elaborar estos enigmas mentales mientras cavaba fosos en la roca con una pala roma en medio de un huracán de polvo, empezó a enviarlos con frecuencia. Tirin le contestó varias veces, Rovab sólo una. Era una muchacha fría; como él sabía muy bien. Pero nadie en el Instituto conocía las desdichas de Tirin. A ellos no los habían enviado, cuando se iniciaban apenas en la investigación independiente, a trabajar en un condenado proyecto de replantación de bosques. En ellos no se desperdiciaba la función primordial. Estaban trabajando: haciendo lo que querían hacer. Él no trabajaba. Trabajaban en él. Sin embargo, había un raro sentimiento de orgullo en lo que uno conseguía hacer de esa manera —en solidaridad—, una extraña satisfacción. Y algunos de los compañeros de trabajo eran en verdad personas extraordinarias. Gimar, por ejemplo. Al principio, la recia hermosura de la muchacha lo había intimidado. Pero ahora se sentía lo bastante fuerte como para desearla. —Ven conmigo esta noche, Gimar. —Oh, no —dijo ella. Lo miró tan sorprendida que Shevek añadió, con cierta dolorida dignidad: —Creía que éramos amigos. —Lo somos. —Entonces… —Tengo un compañero. Él ha vuelto. —Podías habérmelo dicho —le dijo Shevek, enrojeciendo. —Bueno, no se me ocurrió que tenía que hacerlo. Lo siento Shev—. Lo miró tan apesadumbrada que él dijo, no sin cierta esperanza: —No crees que… —No. No puedo encararlo así, un poco para él y un poquito para otros. —Una unión de por vida es contraria a la ética odoniana, me parece —replicó Shevek, en tono áspero y pedante. —Mierda —dijo Gimar con su voz dulce—. Lo que es malo es tener; compartir es bueno. ¿Qué más puedes compartir que la totalidad de tu persona, tu vida entera, todas las noches y todos los días? Shevek estaba sentado con las manos entre las rodillas, la cabeza gacha, un muchacho largo, anguloso, desconsolado, inconcluso. —No soy adecuado para eso —dijo, al cabo de una pausa. —¿Tú? —En realidad no he conocido a nadie. Ya ves, ni siquiera te entendí. Estoy aislado. No puedo salir. Nunca podré. Sería absurdo para mí pensar en tener compañía. Esas cosas son para… para los seres humanos… Con timidez, no recato sexual sino la timidez del respeto, Gimar le puso una mano en el hombro. No para consolarlo. No le dijo que era igual a todos los demás. Le dijo: —Nunca volveré a conocer a alguien como tú, Shev. Nunca me olvidaré de ti. De cualquier modo, un rechazo era un rechazo. Pese a la ternura de Gimar, Shevek se separó de ella con el alma maltrecha, resentido. Hacía mucho calor. Nunca refrescaba excepto a la hora que precede al alba. El hombre llamado Shevet se acercó una noche a Shevek después de la cena. Era un hombre de treinta años, recio y bien parecido. —Estoy harto de que me confundan contigo —dijo—. Búscate otro nombre. Antes, esta agresividad insolente hubiera dejado perplejo a Shevek. Ahora respondió en el mismo tono: —Cámbiatelo tú, si no te gusta —dijo. —Tú no eres más que uno de esos aprovechados miserables que van a la escuela para no ensuciarse las manos —dijo el hombre—. Siempre tuve ganas de sacarte a golpes esa mierda de adentro. —¡No me llames aprovechado! —dijo Shevek, pero no se trataba de una batalla verbal. Shevek le asestó un doble puñetazo, y recibió a cambio varios golpes; tenía los brazos largos y era más temperamental de lo que su adversario suponía: pero fue derrotado. Varias personas se detuvieron a mirar. Vieron que era una pelea justa y poco interesante, y siguieron de largo. La pura violencia no les ofendía ni los atraía. Shevek no pidió ayuda, no era asunto de nadie más que de él. Cuando volvió en sí estaba tendido de espaldas en la oscuridad, entre dos tiendas. Tuvo un zumbido en el oído derecho durante un par de días y un labio partido que tardó mucho en sanar a causa del polvo, que irritaba todas las heridas. Shevet y él nunca más volvieron a hablarse. Solía ver al hombre desde lejos, en otras fogatas-cocina, sin animosidad. Shevet le había dado lo que tenía que dar, y él había aceptado el don, aunque hasta pasado mucho tiempo no supo aquilatarlo ni apreciarlo. Cuando al fin entendió, no le pareció distinto de otros dones, de otra época. Una muchacha, que se había incorporado recientemente a la cuadrilla, se le acercó como lo hiciera Shevet en la oscuridad, cuando se retiraba de la fogata-cocina; y el labio aún no se le había curado… No recordaba nada de lo que ella le dijo, había bromeado con él, y también entonces Shevek había respondido con naturalidad. Por la noche fueron juntos a la llanura, y ella le dio la libertad de la carne. Era el regalo que ella tenía para él, y él lo aceptó. Como todos los niños de Anarres, Shevek había tenido experiencias sexuales con chicos y chicas indistintamente, pero todos eran niños en aquel entonces; nunca había llegado más allá de un placer que, suponía, era todo cuanto cabía esperar. Besnum, experta en deleites, le hizo conocer el corazón de la sexualidad, donde no hay rencores, ni ineptitudes, donde los dos cuerpos que pugnan por unirse anonadan el instante, y trascienden el yo, y trascienden el tiempo.
Todo era simple ahora, tan simple y hermoso, allá afuera en el polvo cálido, a la luz de las estrellas. Y los días eran largos, y tórridos, y luminosos, y el polvo tenía el olor del cuerpo de Beshum. Shevek trabajaba en ese entonces en una cuadrilla de plantadores. Los camiones habían llegado del Noreste cargados de árboles diminutos, millares de plantones cultivados en las Montañas Verdes, el cinturón de lluvias, de más de cuarenta pulgadas anuales de agua. Cuando terminaron, las cincuenta cuadrillas que habían llevado a cabo los trabajos del segundo año, partieron en los camiones de caja chata, y al alejarse, todos volvieron la cabeza para mirar. Y vieron lo que habían hecho. Una bruma, una leve bruma de verdor flotaba sobre las combas blanquecinas y las terrazas desérticas. Un hálito de vida soplaba cruzando los llanos muertos. Y hubo vítores, y cánticos y gritos de camión a camión. En los ojos de Shevek asomaron unas lágrimas. Pensó: “Ella extrae de la piedra la hoja verde…” A Gimar la habían enviado otra vez, hacía ya tiempo, a Levante del Sur. —¿Por qué haces muecas? —le preguntó Beshum, apretándose contra él mientras el camión traqueteaba, y acariciándole con fuerza el brazo endurecido, blanqueado por el polvo. —Mujeres —dijo Vokep, en el paradero de camiones de ganga de estaño, en Poniente del Sur—. Las mujeres se creen tus dueñas. Ninguna mujer es capaz de ser realmente odoniana. —¿Y Odo misma…? —Teoría. Y ninguna vida sexual después de que mataron a Asieo ¿no? En todo caso, siempre hay excepciones. Pero para la mayoría de las mujeres la única relación con un hombre es tener. Poseer o ser poseída. —¿Piensas que en eso son distintas de los hombres? —Lo sé. Lo que un hombre quiere es libertad. Lo que quiere una mujer es propiedad. Sólo te dejará partir si te puede canjear por otra cosa. Todas las mujeres son propietarias. —Es abominable decir una cosa semejante de la mitad del género humano —dijo Shevek, preguntándose si el hombre tendría razón. Beshum se había lamentado amargamente cuando lo destinaron otra vez al Noroeste, se había enfurecido y había llorado, tratando de hacerle decir a Shevek que no podía vivir sin ella, e insistiendo en que ella no podía vivir sin él, y en que tendrían que ser compañeros, como si ella pudiera quedarse con un hombre todo un año. En el idioma que Shevek hablaba, el único que conocía, no existían expresiones coloquiales posesivas para el acto sexual. En právico no significaba absolutamente nada que un hombre dijese que había “tenido” a una mujer. La palabra de significado más aproximado y que también se empleaba secundariamente como una maldición, era específica: significaba violar. El verbo usual se conjugaba únicamente con un sujeto plural, y sólo era posible traducirlo a una palabra neutra como copular. Significaba un acto realizado por dos personas, no algo que hacía o tenía una persona. Ninguno de esos referentes verbales podía expresar, ni mejor ni peor que cualquier otro, la totalidad de la experiencia, y aunque Shevek era consciente del área que quedaba fuera, no sabía muy bien en qué consistía. Era indudable que él mismo se había sentido dueño de Beshum, había tenido la impresión de poseerla, en algunas de esas noches estrelladas en la llanura. Y también Beshum había creído poseerlo. Pero se habían equivocado, los dos; y Beshum, a pesar de su sentimentalismo, lo sabía; por último, se había despedido de él con un beso y una sonrisa, y lo había dejado partir. Beshum nunca lo había poseído. En aquel primer estallido de pasión sexual adulta, era el cuerpo de Shevek el que los había poseído, a él, y a ella. Pero eso era cosa del pasado. Ya nunca más (pensaba Shevek, a los dieciocho años, sentado a medianoche con un compañero de ruta en el paradero de camiones de ganga de estaño, frente a un vaso de una empalagosa bebida frutal, mientras esperaba incorporarse a alguna caravana que lo llevara al norte), ya nunca más volvería a ocurrir. Aún podían ocurrirle muchas cosas, pero ya no lo tomarían desprevenido por segunda vez, ya no volverían a abatirlo, a derrotarlo. La derrota, la rendición tenía sus propios éxtasis. Quizá Beshum misma no buscara otra cosa. ¿Y por qué habría de buscarla? Ella, libre, lo había liberado. —No estoy de acuerdo, ¿sabes? —le dijo al carilargo Vokep, un químico agrícola que viajaba a Abbenay—. Creo que la mayoría de los hombres tienen que aprender a ser anarquistas. Las mujeres no necesitan aprender. Vokep meneó torvamente la cabeza. —Es por los críos —dijo—. El hecho de tener bebés. Las convierte a todas en propietarias. No te quieren soltar. —Suspiró—. Toca y huye, hermano, ésta es la norma. Nunca dejes que se apoderen de ti. Shevek bebió el zumo de fruta y sonrió. —No lo permitiré —dijo.
Fragmento del capítulo 2 de Los desposeídos, Minotauro, Barcelona, 1999. Traducción de Matilde Horne.
Imagen de portada: Ramón Portales, 62 Spring St., 2007.
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Papá. Un niño pequeño puede llamar mamme o tadde a cualquier adulto. El tadde de Gimar pudo haber sido su padre, un tío o un adulto ajeno a la familia que la tratase con la responsabilidad y el afecto de un padre o de un abuelo. Es posible que Gimar llamara tadde o mamme a distintas personas, pero el vocablo tiene un uso más específico que ammar (hermano / hermana), que puede referirse a cualquier persona. ↩