Abandoné mi trabajo cuando me exigieron lo indecible. Lo indecible es una punzada que recorre el cuerpo, un puño de sílabas sonoras. Y así pues, sin quejas ni demandas, como quien pide una disculpa y dice con permiso yo me marcho, porque no me presto a eso, lo abandoné por dignidad, hace semanas. Eduardo Saravia
El primer día de clases en la carrera de periodismo, un profesor de canosa y nutrida barba sentenció: “Si están aquí porque quieren ser escritores, mejor salgan por esa puerta: están en el lugar equivocado”. Ese hombre nos dio clases de ortografía un semestre y todas las mañanas que nos vimos, lo repetía. Nadie salió por esa puerta más que para ir al baño o por café caliente. Un semestre después, otra maestra dijo algo parecido: “Si están aquí porque quieren salir en la tele o en la radio, mejor salgan por esa puerta: están en el lugar equivocado”. Para ese entonces ya varios habían dejado la escuela de periodismo para ir a estudiar otra cosa, y se perdieron del sermón de que acabaríamos, si bien nos iba, siendo “jala cables” en las producciones audiovisuales. Hubo quien salió aterrado de esas clases a pedir prácticas profesionales o buscó empleo en una oficina de comunicación social para evitar lo que entonces parecía un destino infranqueable y empezar, cuanto antes, a hacer experiencia en algún lado. Ante esos sermones yo guardé la calma no por exceso de confianza, sino por resignación, como quien espera el último suspiro del barco hundido para saltar al mar y ahogarse. No encontré razones para echarme a nadar aún, quizá porque no sabría ni siquiera flotar de muertito.
II
Pasé de los 22 a los 27 años sin ir a una entrevista de trabajo. Quiero decir que, luego de salir de la universidad, gané un poco de dinero de otras formas: durante unos meses hice prácticas en Milenio online, me dieron mi primera beca (estatal) para escribir un libro de poemas y dejé las prácticas (o a lo mejor ellas me dejaron por no ser tan habilidosa como para estar en un portal de noticias), gané un premio (también estatal), entré a la maestría, escribí reseñas de novedades editoriales para una revista que ya no existe y me dieron otra beca (esta vez de la Fundación para las Letras Mexicanas), y viví muy bien usando ese dinero para comprar libros, cerveza y comida para mi perro. Puedo decir que hasta ahí la vida fue ligera, porque aparte de estos estímulos no pagaba renta: mis padres me ayudaban con eso, también me mandaban dinero, a veces comida y en buena medida se ocupaban de mí, lo que me permitió ahorrar para subsistir algunos meses después de que terminara la última beca y ahora sí, sentirme lista para tener un trabajo fijo porque en México —y creo que en Latinoamérica— uno no vive de escribir poemas. Así pues, sabiendo que no iba a ser fácil porque hacía mucho (a lo mejor nunca) que no tenía formalmente un empleo, preparé un currículum enunciando todo lo anterior: anexé mis habilidades con la computadora, el inglés, los motores de búsqueda, la redacción, el monitoreo de noticias, la ortografía y un largo etcétera de cosas inútiles como saber usar las redes sociales —Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat—. Me registré en todas las plataformas habidas en aquellos años para búsqueda de empleo: Indeed, LinkedIn, BuscaJobs, CompuTrabajo, OCC Mundial, ZonaJobs… es difícil nombrarlas sin olvidar alguna y creo que varias ya no existen. Apliqué a todos los puestos de mi área que aparecían; desde editora, reportera o monitora de noticias, hasta redactora web, copywriter o community manager.
Había estudiado una licenciatura en periodismo y estaba titulada, tenía un buen nivel de inglés, una maestría y la estancia en la FLM, que no me parecían poca cosa, sin embargo, estaba consciente de que no tenía mucha experiencia en un empleo formal y que ponerme exigente no me iba a llevar a nada. También estaba dispuesta a empezar de cero si era necesario para ganarme un lugar, aunque tuviera 27 años, poca experiencia… y parálisis cerebral.
III
Nací con parálisis cerebral. El par de palabras exactas de mi diagnóstico médico es: hipoxia neonatal, lo que en términos más comunes y corrientes significa que mi cerebro no recibió el oxígeno necesario al momento de mi nacimiento y la parte locomotriz de mi cuerpo sufrió un daño, no tan grave y considerable como suena o como pudo ser, pero que sí me tuvo toda la infancia y adolescencia entre encefalogramas, consultas frecuentes al neuropediatra, algunos medicamentos para no convulsionar y terapias físicas extenuantes para estimular mi cerebro y fortalecer mis débiles e incipientes músculos.
No obstante, aunque mi cuerpo tuvo (y aún tiene) sus propias formas de habitar la superficie y deambularla, viví una realidad que se puede decir normal: fui a escuelas públicas hasta la universidad (que ya no fue pública), sin tener ningún tipo de concesiones por mis limitaciones físicas más allá de pedir una butaca con el descansabrazos apto para zurdos. Subí y bajé escaleras que a veces ni barandal tenían, atendí a cuanta tarea me fuera encomendada —como el resto de mis compañeros— e incluso fui parte de una escolta de excelencia académica en la primaria. Quiero decir que con todo y aquel diagnóstico que a veces era difícil de explicar a los curiosos y morbosos, porque parecía importarles más a los otros que a mí, la parálisis cerebral nunca representó un no. Acaso era otra manera de hacer lo mismo y, con el ingenio puesto en resolver, se lograba casi cualquier cosa; desde nadar, andar en bicicleta, participar en tablas rítmicas o vivir sola en una ciudad tan grande y monstruosa como la Ciudad de México y tomar diariamente el metro, microbuses y peseros para llegar desde Escuadrón 201 a la Tabacalera.
Quizá por todo eso, en casa, la parálisis cerebral nunca fue un tema limitante para que yo pudiera plantearme metas y objetivos a corto, mediano y largo plazo. Incluso cuando tuve que elegir la carrera que iba a estudiar o la universidad en la que lo haría, lo que menos importó realmente fue mi condición locomotora. Años antes mis padres y yo hablamos, sí, de mi interés motivado por pulsiones adolescentes de estudiar medicina (como mi padre) y ser dermatóloga. “Sí se puede —me dijo papá—, pero sería muy difícil. Van a pedirte exactitud, motricidad fina, precisión…” Como cualquier impulso adolescente, mi vocación por la medicina se desvaneció al cabo de unos meses y lo único que quedó fue mi hábito de leer, ya no tomos sobre medicina sino literatura clásica y alguna que otra saga juvenil. Después de ese cambio de rumbo, comencé a escribir mis propios textos, tuve una revista escolar que editaba con otros ociosos en la preparatoria y donde, entre otras cosas, publicaba chismes y cómics y que, cuando llegó la hora de decidirme por una carrera, me ayudó a saber que quería estudiar periodismo y no letras, como se habría esperado.
IV
¿A qué empleos puedes aspirar cuando tienes una condición de vida como la parálisis cerebral? ¿Eso existe en México como garantía para un cuerpo no normativo? Quizá estas preguntas hubieran sido necesarias hace más de quince años, cuando elegí algo que sólo se tratara de saber leer y escribir, como lo que en ese entonces me pareció que era el periodismo. Cuando leí eso de: “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”, la elección fue muy sencilla porque no me pasó por la cabeza plantearme la posibilidad de que la parálisis cerebral —mi condición, mi cuerpo con sus especificaciones diferentes— pudiese ser también una limitación para conseguir un empleo fijo en una agencia de publicidad en la que buscaban personas egresadas de carreras como periodismo, comunicación o mercadotecnia. Tampoco que fuera razón de peso para que un portal de noticias como Milenio pensara que yo no era lo suficientemente rápida con los dedos en el teclado como para poder tuitear en tiempo real algún suceso importante. Y menos que al ir a cinco o seis entrevistas de trabajo en diferentes lugares, después de pasar los filtros de redacción, idioma y ortografía, me encontrara con un reclutador de recursos humanos escrutándome minuciosamente que, después de preguntarme sobre mi experiencia laboral, pasara no tan sutilmente a preguntas tales como: ¿Estás enferma?, ¿es contagioso?, ¿degenerativo?, ¿peligroso para otros? y que no se detuviera en su cuestionario al decirle que es más peligrosa una gripa o comer tacos en la calle. Que el único peligro que puede representar contratar a alguien con parálisis cerebral es que eventualmente derrame una taza de café en mi ropa. Por supuesto, después de estas bromas, no me volverían a llamar. Al inicio de mi peregrinaje esas preguntas me resultaban de rutina. Después de todo, son los gendarmes encargados de cuidar y salvaguardar los intereses de la empresa a la que sirven con tanta fidelidad y devoción: no conozco empleados más fervorosos que los reclutadores de recursos humanos. Sin embargo, tras un tiempo de seguir en mi búsqueda de trabajo fijo —con prestaciones según marca la ley, aguinaldo, vacaciones— y, sobre todo, de la posibilidad de alejarme del freelanceo, las becas y los premios literarios tan caprichosos y fortuitos; luego de decirme que es difícil para todos conseguir empleo en México, al final de otras cinco entrevistas parecidas, estas preguntas se volvieron molestas y me reventaron en la cara. ¿Le preguntan lo mismo a todos o sólo a mí porque mis tartajeos, mi forma de andar y de moverme hacen evidente mi diferencia? Conozco la respuesta. También conocí la salida y después de un tiempo dejé de atender a potenciales entrevistas de trabajo que me seguían llegando por correo. Renuncié a la posibilidad de un “trabajo formal”, no así a la de tener un trabajo fijo, porque supongo que, aunque tengo parálisis cerebral, eso no era negociable dentro de mis planes de los 27 años. Aunque esa oportunidad me encontrara a los 28, en un lugar ya conocido, amable y cálido, sin entrevistas con reclutadores de RH ni preguntas molestas. Un lugar digno.
V
Digo que nunca volvería a ir a una entrevista de trabajo y lo digo también desde mis privilegios: de clase, de estatus social y de contexto familiar, que me permiten hacerlo, y también desde la poca o mucha trayectoria literaria que tengo y que hace que pueda solventar mis gastos dando talleres de escritura, escribiendo ensayos, reseñas, crónicas o artículos de opinión una o dos veces al mes y cobrar por ello. No me olvido de eso. Nunca volvería a ir a una entrevista de trabajo y también lo digo desde mi cuerpo, al que ya no sometería nunca más al escrutinio (o la aprobación) de nadie y menos de quien cree que una persona con una condición funcional distinta como la mía puede contagiar o poner en peligro a otres. Digo que nunca volvería a ir a una entrevista laboral desde todas las nuevas posibilidades de trabajo virtual que actualmente se han abierto a raíz de la pandemia por el COVID-19, en el que mientras sepas, aprendas o quieras sacarle provecho a las diferentes plataformas en línea, desde tutoriales para usar la paquetería Adobe o para conocer las reglas de Wordpress, Paypal y MercadoPago, puedes lograr editar, diseñar y vender libros (electrónicos y físicos), labor a la que me he dedicado a través de una modesta y recién creada editorial independiente desde agosto del 2020 y no tendrá fin mientras haya lectores y autores convencidos de que hay otra manera de hacer libros. Repito: nunca volvería a ir a una entrevista laboral… pero sé que muchas personas con una diversidad funcional no pueden o no podrán decirlo, e irán y quizá entren a la empresa, pero lo más probable es que no, que a pesar de cumplir con el perfil requerido no los vuelvan a llamar y no será por su poca experiencia o su falta de preparación sino porque alguien creerá que son menos aptos para un trabajo, a menos que éste sea recoger boletos o revisar documentación en los aeropuertos. Y es que en México la inclusión, tanto en el sector público como en el privado, es una falacia. Nos la venden desde ópticas falsas. Por poner un ejemplo rápido y que tengo a la mano: menos del uno por ciento de la población laboral en corporativos como Walmart tienen alguna discapacidad. Se entiende por inclusión poner algunas rampas en los edificios e instalaciones administrativas, asignar espacios para discapacitados, desarrollar algún traductor en lenguaje de señas o programas en braille. Y vuelvo a mi pregunta: ¿A qué empleos puedes aspirar cuando tienes una condición de vida como la parálisis cerebral? A casi ninguno, cuando ni siquiera se puede ir a una entrevista de trabajo sin que el prejuicio de la discapacidad (entendido como que el individuo, por no tener una movilidad normativa, es incapaz) opere dentro del imaginario del reclutador o del encargado de dar o no el empleo, quien mide la posible productividad o funcionalidad desde su idea de cuerpo normativo. No puedo permitirme soñar con un futuro incluyente, un sitio para todes a pesar de las nuevas formas de trabajar a distancia y de los nuevos paradigmas que se abrieron con la pandemia. No mientras el prejuicio sobre ser discapacitado (por no moverse como la mayoría) pese más. Y quizá lo único que quede sea inventar un camino, abrir brechas virtuales y tangibles, brechas a la medida de todes, en donde quepan muletas, bastones, sillas de ruedas y nuevas maneras de habitar la superficie, dignamente. Lugares seguros, lejos de la ignorancia, del miedo a la diferencia, pero sobre todo del prejuicio que flota sobre el término discapacidad.
Imagen de portada: Carmen Serratos, de la serie Mi american sueño, tortilla bordada, 2019. Cortesía de la artista