panóptico La calle ABR.2023

La espada de Dios

Hiram Ruvalcaba

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Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares e incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph, cierto; pero su nombre nunca era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al familiar del cardenal!

Cuando tenía nueve años, mi padre me regaló una edición de Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, publicada por Ediciones Altaya. Al inicio del libro, luego de la primera batalla de D’Artagnan, aparece el fragmento citado, cuyo objetivo es explicar el respeto que inspiraba Jean-Armand du Peyrer, “el señor de Tréville” a quien D’Artagnan se dirige con la carta de recomendación que detonará toda la trama. Sin embargo, más que la alusión al capitán de los mosqueteros, llama la atención la acotación usada para referirse a un tal “padre Joseph”. Al parecer, se trata de un personaje un tanto oscuro que inspira un mayor respeto que el capitán e incluso provoca un nuevo estadio de emoción: el terror. Esta emoción conformará, algunas páginas más tarde, parte del carácter del propio cardenal Richelieu, principal antagonista de la novela y uno de los personajes más emblemáticos en la Francia del siglo XVII.

​ François Leclerc du Tremblay, conocido también como el padre Joseph de París, nació el 4 de noviembre de 1577. De cuna noble, desde una edad muy temprana se instruyó en los estudios clásicos. Su inteligencia le prometía un lugar privilegiado en la sociedad y la corte francesa. Antes de cumplir 20 años viajó a Italia con la intención de iniciar una carrera militar, pero en 1599 ingresó a la Orden de los Capuchinos de Orleans, donde sería ejemplo de devoción y se daría a conocer como reformador y evangelizador.

​ Una de sus empresas fue la de enviar misioneros a países hugonotes con el objetivo de reconvertirlos a la fe católica. De la ópera Los hugonotes —con música de Giacomo Meyerbeer y libreto de Eugène Scribe y Émile Deschamps— nos llegan los siguientes versos que dan noticia de la sangrienta conversión expresada en la matanza de San Bartolomé en París, en 1572:

¡Gloria, gloria, al Dios vengador! ¡Gloria al leal guerrero cuya espada reluce para servir al Señor! Espadas piadosas y santas que en breve beberéis una sangre impura; espadas sagradas con las que el Altísimo castiga a sus enemigos; ¡nosotros os bendecimos!

​ El término eminencia gris surge del color de su túnica beige, que se conocía como gris en la Francia de aquella época, y que generaría un impactante contraste visual con el color rojo que caracterizaba la túnica de los cardenales. Dicho contraste fue tratado de manera efectiva por Jean-Léon Gérôme, pintor francés que en 1873 produjo uno de los cuadros más emblemáticos del padre Joseph. En él, lo observamos bajando unas escaleras del palacio del cardenal Richelieu. Está absorto en la lectura de un libro mientras que, a su derecha, todos los nobles y oficiales, políticos, militares y religiosos que suben la gran escalera se inclinan ante el monje en deferencia por su reconocida influencia sobre “la eminencia roja”. El contraste de las sombras entre las que ascienden las figuras que se inclinan con la luminosidad desde la que desciende el monje parece prefigurar una advertencia: el padre Joseph regresa de la luz a la oscuridad, donde sabe desenvolverse con mayor soltura.

Édouard Debat-Ponsan, *Una mañana a las puertas del Louvre*, 1880. Musée d’Art Roger-QuilliotÉdouard Debat-Ponsan, Una mañana a las puertas del Louvre, 1880. Musée d’Art Roger-Quilliot

​ El color gris sería el signo de su paso por la historia: el poder detrás del poder; el designio de un hombre que, desde las sombras, creó un sistema de información basado en el espionaje y la manipulación a las órdenes del cardenal Richelieu. El término de eminencia gris se volvió popular a lo largo de la historia y ha sido empleado para referirse a un número considerable de personajes. Entre ellos, destacarían en tiempos recientes nombres como los de Dick Cheney, colaborador de George W. Bush, o Dennis Ross, quien sirvió a los gobiernos de Reagan, Clinton y de ambos Bush.

​ No obstante, el padre Joseph contaba con una peculiaridad que pocas veces se ha visto en otros personajes similares, pues no se limitaba a ser un consejero que, en busca de su propio beneficio, actuara en favor de las ideas del político asesorado. Antes bien, se trataba de un hombre profundamente convencido de que sus acciones tenían gran trascendencia, no solo política y social, sino también mística. Esta convicción definía la dualidad que lo habitaba, en la que algunos autores identificaron posibles síntomas de esquizofrenia: la humildad del monje compartía espacio con la temeridad del diplomático en tiempos de gue- rra. Tal característica interesó a más de un artista, pero fue el británico Aldous Huxley quien presentó el análisis más complejo y relevante de la vida y obra del capuchino.

​ Huxley se encontró con la figura de François Leclerc du Tremblay mientras leía Histoire littéraire du sentiment religieux en France, del abate Henri Bremond. Fascinado por la figura del monje, publicó en 1941 —durante la Segunda Guerra Mundial— un amplio estudio biográfico que tituló Eminencia gris. En un raro híbrido entre biografía, estudio político y análisis psicológico, propone un tratado que conecta los eventos que el padre Joseph propició en la Europa del siglo XVII con los de la Gran Guerra. De particular relevancia para Huxley fueron las gestiones que el capuchino realizó en 1625, durante su tercera visita al Vaticano, para hablar en nombre del gobierno francés sobre la región de Valtelina y la cercanía (geográfica y en intereses) que la conectaba con la Italia controlada por el imperio de los Habsburgo.

​ En sus visitas, el padre Joseph hizo todo lo necesario para prolongar la guerra de los Treinta Años, situación que, de acuerdo con Huxley, originó las tensiones geopolíticas que detonaron las guerras mundiales tres siglos más tarde.

​ A todo esto habría que añadir el sueño del padre Joseph por iniciar una nueva cruzada contra el Imperio otomano, deseo que manifestó también durante sus audiencias con el Sumo Pontífice.

¿Fue su política la de un santo? —se pregunta Henri Bremond en su Histoire—. En general, seguramente él lo deseaba, lo más probable es que así lo juzgara, pero al hacerlo, ¿discernía, con perfecta precisión, el verdadero espíritu que lo impulsaba?

​ Huxley va más allá del mero recuento político de la vida del capuchino. Quizás su análisis más relevante sea el de la contradicción entre el misticismo honesto del padre Joseph, “un hombre apasionadamente preocupado por conocer a Dios, familiarizado con las más altas formas de la gnosis cristiana, que ha pasado por lo menos por los estados preliminares de la unión mística”, y las consecuencias mortíferas de sus actos, visibles en todas las regiones de la Europa del siglo XVII. Huxley explica esta condición por su particular “ambición vicaria”. Esto es, por la convicción de que la gloria y el poder del Estado francés justificaban cualquier ola de violencia desatada.

​ Vale la pena rescatar que no todos los historiadores coinciden con esta perspectiva de su papel en la vida política europea. Uno de los casos más interesantes por su cercanía con la fe católica es el de José de Palau y de Huguet. En su célebre tratado La falsa historia (1878), el abogado catalán dedica un capítulo entero a expresar —por no decir a “desmentir”— la historia reconocida de este religioso.

Díjose allá, en tiempo de marras, que el cardenal Richelieu era un pillastre que nada hubiera hecho sin el padre Joseph, religioso capuchino, su factótum, quien hacía y deshacía, cortaba y cosía, freía y guisaba a su gusto y antojo.

​ Para De Palau, la eminencia gris era solo un consejero que, más que dedicarse a operar desde la oscuridad, cumplía con cabalidad su encomienda mientras conservaba su dignidad franciscana:

Firme en su humildad, nada pudo vencerlo […]. La vida austera y de penitencia llevada por tantos años en el seno mismo de la corte es una prueba convincente que [sic] no buscó los placeres, ni las riquezas en un lugar á [sic] que para ello aspiran la mayoría de los hombres vulgares.

​ La anterior nota, por cierto, nos muestra que De Palau y Huxley coinciden en la integridad del capuchino con respecto a la regla de austeridad franciscana que había abrazado. Concuerda también Bremond, quien apunta que

nunca se retractó de las santas ambiciones de su juventud capuchina, nunca olvidó las sublimes enseñanzas de sus maestros, Francisco de Asís, el Areopagita, Harfio, Benoît de Canfield.

​ Resulta curioso, sin embargo, que el texto escrito por De Palau regale algunos vistazos de lo que, entre dientes, decía el vulgo sobre el peculiar personaje:

De ahí el no dejarle al pobre religioso de entrometido, ambicioso, déspota, mal amigo, peor consejero y mil otras lindezas por el estilo.

Jean-Léon Gérôme, *Eminencia gris*, 1873. Museum of Fine Arts Boston Jean-Léon Gérôme, Eminencia gris, 1873. Museum of Fine Arts Boston

​ Hay una última faceta del padre Joseph que vale la pena destacar: la literaria. De particular relevancia es su obra La Turciade, una epopeya de 4637 versos en latín que merecería el epíteto de “la Eneida cristiana” por parte del papa Urbano VIII, a quien está dedicada. En este libro el padre Joseph vierte su ferviente deseo por emprender una cruzada que libere al pueblo griego del dominio turco, un anhelo que expresa en versos como estos rescatados por Huxley:

Si para aliviarte el universo desvío es muy poco para mis anhelos; en un mar de sangre debo ahogarme para apagar mis fuegos.

​ Los versos dejan claro que, para el padre Joseph, el deseo de llevar a cabo su cruzada solo podía apagarse con la sangre otomana. “Pocos políticos idealistas —dice Huxley— han hablado tan francamente de las consecuencias de su idealismo”. En este rasgo de honestidad del humilde capuchino reconocemos la espada misma del Dios que adoraba.

​ En ninguna de las más de quinientas páginas que siguen a la batalla de D’Artagnan hay, que yo recuerde, una sola mención más al padre Joseph. Es como si Dumas, al igual que le ocurre al hostelero, nos velara su nombre a los lectores y lo tratara como una especie de blasfemia íntima y secreta que no debe pronunciarse demasiadas veces. Tal es, me parece, el homenaje que el novelista francés le hace a este personaje: relegarlo a las sombras desde las que operó durante toda su vida.

Imagen de portada: Jean-Léon Gérôme, Eminencia gris, 1873. Museum of Fine Arts Boston