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Extra-Terrestre / dossier / Septiembre de 2023

Liliana Colanzi

1.

Era entrada la noche, yo tendría unos seis años y ya entonces me resultaba difícil alcanzar el sueño. En mi casa se dormía con la tele encendida: el resplandor que emanaba era la extensión de otro mundo. Lo que vi esa noche me dejó la sensación de haberme asomado a una realidad oculta y prohibida: la habitación de una nave espacial en la que un hombre se volvía anciano en cuestión de segundos, un monolito que acechaba, un feto-estrella flotando en el útero del espacio.

​ Por la mañana, bajo la mentirosa seguridad del día, me faltó el lenguaje para describir la transgresión nocturna. Llevé esas imágenes dentro de mí como un secreto, como una pregunta ardiente, como un recordatorio de que el frágil tejido de la normalidad puede hacerse trizas en cualquier momento. Solo años después, ya adolescente, supe cómo se llamaba ese acontecimiento. He vuelto a ver 2001: Odisea en el espacio muchas veces desde entonces.


2.

Un tío pasó una temporada en casa de mis padres recuperándose de una cirugía. Durante su estadía se dedicó a contarme las historias de sus vidas pasadas y a llenar las puertas de las habitaciones con símbolos para alejar a las fuerzas malignas. Un día, al volver del colegio, descubrí con pena que se había marchado. Sin embargo, había dejado varios libros: un par de evangelios gnósticos escritos por él mismo, tratados esotéricos que explicaban la relación entre los extraterrestres y las culturas andinas y un texto muy extraño que vegetó en mi biblioteca durante varios años, hasta que un día me decidí a leerlo. ​ Se trataba de La lengua de Adán (1888), un ejemplar casi imposible de encontrar por aquella época fuera de los puestos de libros usados. El autor, Emeterio Villamil de Rada, fue un excéntrico erudito paceño que pasó la vida embarcándose con poca fortuna en diversos negocios por todo el mundo: la minería del cobre en Bolivia, la extracción de la quina en Perú, la búsqueda de oro en California o una empresa de publicidad en México; se suicidó en Brasil en 1876 lanzándose al mar, abrumado por la pobreza. La lengua de Adán, el único libro suyo que llegó a publicarse, trataba de probar nada menos que el aymara fue la lengua perfecta, el primer idioma que hablaron los seres humanos y del que se desprendieron todos los otros. Villamil de Rada llegó a esa conclusión luego de dominar veintidós lenguas y de manejar medianamente otras diez. También, basándose en estudios arqueológicos, sostuvo que el Edén estuvo en los Andes, en la pequeña población de Sorata, lo que significó una reivindicación explosiva de la cultura indígena andina. Las teorías de La lengua de Adán, así como las aventuras de Villamil de Rada, alimentaron mi interés por el siglo XIX en Bolivia. ​ Lamento, sin embargo, no haber conservado los libros que hablaban sobre la colaboración entre las civilizaciones indígenas y los extraterrestres.

*Flying* *UFO* *in the Blue Sky*, Gianluca Carenza, 2022. Unsplash Flying UFO in the Blue Sky, Gianluca Carenza, 2022. Unsplash


3.

En “El color que cayó del cielo”, de H. P. Lovecraft, un meteorito que cae cerca de una granja empieza a producir efectos extraordinarios en la naturaleza circundante: aparecen marmotas y conejos con rasgos alterados que asustan a los campesinos, la vegetación crece exuberante a destiempo y en insolentes tonalidades, el campo posee un sospechoso resplandor nocturno y los árboles se mecen en la oscuridad sin que ninguna brisa intervenga. Pronto, la familia de granjeros enferma y enloquece y la zona entera adquiere un color grisáceo, para terminar convertida en un erial maldito. Ya en 1927 Lovecraft se las ingenió para narrar lo alienígena evitando el lugar común del extraterrestre como un ser con características humanas: concibió a la fuerza invasora como una sustancia de color indescriptible.

​ El arte ha representado a los extraterrestres principalmente de dos formas: como hombrecitos verdes de cabezas ovaladas y dedos alargados, o como criaturas tentaculares, semejantes a pulpos o calamares. Ambas fórmulas evidencian nuestra incapacidad para imaginar lo verdaderamente alienígena: no se puede conocer aquello que está fuera de nuestros sentidos, y cada representación de un marciano no es otra cosa que una proyección. Solo podemos describir a un alienígena en nuestros términos, pero sus propias categorías nos resultan elusivas.

​ Quizás la novela que mejor refleja la imposibilidad de contacto con un ser extraterrestre sea Solaris (1961), del escritor polaco Stanisław Lem. En esta, un psicólogo llega a un planeta distante a estudiar la presencia de un ser viviente del lugar. Al bombardear las aguas, el océano responde devolviendo a los intrusos imágenes de sus recuerdos más traumáticos, pero sin revelar nada de sí mismo. El alienígena de Solaris es tan radicalmente diferente del humano que cualquier intento de comunicación fracasa: lo que queda es el hombre contemplándose a sí mismo en una infinita regresión.


4.

Mi madre y mi tío aseguran haber visto una nave espacial bajando en Riberalta hasta detenerse sobre el río, derramando sobre ellos una luz insólita. Las circunstancias del avistamiento son motivo de disputa: mi tío dice que todo esto sucedió cuando eran niños; mi madre asegura que ella ya estaba casada y que ocurrió mientras varios familiares regresaban de un funeral, aunque es imposible corroborar ninguna de las dos versiones porque todos los demás testigos ya están muertos. Según mi tío, los extraterrestres lo abdujeron y le hicieron ajustes orgánicos, preparándolo para una misión. Según mi madre, el ovni simplemente permaneció inmóvil sobre ellos durante un tiempo, hasta alejarse entre los árboles de la misma misteriosa manera en que apareció.

​ El 2019 viajé a Riberalta con mi madre. Esa tarde íbamos a visitar Cachuela Esperanza, el que fuera el epicentro de la brutal explotación gomera a finales del siglo XIX y que ahora es un pueblo fantasma, salpicado de antiguas mansiones devoradas por la selva que pertenecieron al magnate del caucho, Nicolás Suárez. Alguien nos dijo que uno de los descendientes de Nicolás Suárez —en su época el hombre más rico de Bolivia— todavía vivía en esa zona y que se dedicaba a la pesca en una pequeña canoa.

​ Antes de emprender el viaje, mi madre quiso ir a comer a un restaurante junto al río en el que servían ceviche de cola de lagarto; en la ribera dormitaba un yacaré. Bajábamos por la pendiente que llevaba al río cuando mi madre señaló un punto en la vegetación.

​ “En ese lugar vimos el ovni”, dijo.

Albert Antony, 2021. UnsplashAlbert Antony, 2021. Unsplash


5.

El cuento de ciencia ficción “El Cosmonauta”, del cubano Ángel Arango, habla de tres criaturas extraterrestres cubiertas de tentáculos y tenazas, que ven llegar a su planeta a un astronauta en una nave espacial. Estos seres usan sus tenazas para cortarse los tentáculos, y cada vez que se provocan un corte brotan nuevas criaturas. El astronauta los encuentra en pleno aquelarre reproductivo.

​ Cuando el astronauta se acerca, los tres bichos alienígenas lo miran con inocente curiosidad y le cortan un brazo, causándole la muerte. “¿Cómo serán sus hijos?”, se pregunta una de las criaturas, esperando que el astronauta se reproduzca por la herida. Visto desde la perspectiva humana, se trata de un acto violento y hostil; para las criaturas, es cuestión de averiguar cómo se reproduce el visitante. Lo que falla aquí es la traducción entre las dos culturas.

​ Según la ecuación de Drake, los científicos pueden estar seguros de que hay civilizaciones alienígenas en la Vía Láctea. Esta ecuación toma en cuenta, por ejemplo, la tasa de nacimiento de las estrellas. Desde mediados del siglo pasado, la aparición de telescopios cada vez más potentes ha pintado no solamente un retrato más complejo del cosmos, sino que también ha acelerado la búsqueda de señales de vida extraterrestre. Stephen Hawking lo advirtió hace algunos años: entrar en contacto con vida extraterrestre inteligente podría resultar tan desastroso para los humanos como fue para los indígenas americanos la llegada de Cristóbal Colón. “Solo tenemos que mirarnos a nosotros mismos para saber que la vida inteligente puede convertirse en algo con lo que no quisiéramos encontrarnos”, dijo el físico.


6.

Hace unos años Selva Almada me llevó a conocer el Museo Ovni en Victoria, en la provincia Entre Ríos. Victoria posee muchos elementos que parecen emerger de tiempos y realidades contrapuestos, como si hubieran colapsado todos juntos en un agujero negro: hay una Laguna del Pescado conocida por los avistamientos ovnis, una abadía de monjes benedictinos que producen su propia línea de licores y cerveza, un casino opulento que abre toda la noche, un Cerro de la Matanza donde el ejército masacró a los indígenas chanás, minuanes y charrúas en 1750. ​ Nos recibió Silvia, la fundadora y directora del museo, una mujer de cabello teñido de rubio y enterizo rojo. Nos mostró unos frascos llenos de un líquido oscuro y viscoso en el que flotaban fetos de animales indescifrables: se trataba de criaturas mutantes resultado de los experimentos que los alienígenas llevaban a cabo en esa zona. Era común encontrar vacas a las que esos chupacabras del espacio les habían extraído toda la sangre, vaya a saber con qué fin. ​ Silvia había sido esposa de un ingeniero petrolero de la Patagonia: un día descendió sobre su casa una nave nodriza de la que salieron cinco platillos. Años después leyó en el periódico que los ovnis visitaban la localidad de Entre Ríos, así que decidió mudarse a Victoria con su madre, sus tres hijos y hasta el novio de su hija con el propósito de establecer contacto con las entidades espaciales. Al principio la familia de ufólogos vivió en tiendas de campaña en las proximidades de la Laguna del Pescado: con el tiempo la ciudad les cedió el espacio donde se erige el museo. Además de especímenes mutantes, el museo contiene recortes de periódicos que hablan de avistamientos, un televisor que transmite testimonios de encuentros con ovnis en Victoria y una reproducción de tamaño real de los alienígenas de Roswell. ​ A mí me llamó la atención un trozo de fierro guardado en una vitrina. Parecía un pedazo de chatarra común y corriente, de bordes desiguales. ​ “Es un pedazo de una nave espacial que se estrelló en los alrededores”, explicó Silvia, y añadió que el material tenía propiedades especiales que no eran de este mundo. El fierro era literalmente indestructible: la gente del lugar intentó romperlo incluso con una motosierra, pero no consiguieron hacerle solo un rasguño. ​ “¿Por qué lo tienen en la vitrina?”, pregunté: imaginé que ese material irrompible, fantástico, extraterrestre, sería deseado por muchos. “¿Es para que no se lo roben?” ​ Silvia negó con la cabeza. ​ “Una vez una niñita lo pisó y lo rompió por la mitad”, dijo. “Por eso es que ahora está guardado”.

*It Truly is a Strange Place in New Mexico*, Bruce Warrington 2019. UnsplashIt Truly is a Strange Place in New Mexico, Bruce Warrington 2019. Unsplash

Imagen de portada: It Truly is a Strange Place in New Mexico, Bruce Warrington 2019. Unsplash