Escribo esto durante la cuarentena por el coronavirus. Es el mes de abril de 2020. Leo: “Aquí todo son tumbas. Todo esto está lleno de tumbas”, quien lo dice es alguien de la aldea Béli Béreg, del distrito Norovlianski en la región de Gómel, quien lo transcribe es Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil. Leo: “Creía que las flores eran esas cosas bonitas que hacían las mujeres con papel de seda cuando moría alguien, y que la primavera sucedía sólo en los cementerios”, lo dice el personaje de una niña que creció en un pueblo del desierto de Atacama, en un pueblo que existió en la realidad pero que ya no existe salvo en la ficción: Yungay. Leo: “No haga esa cara muchacho, los fallecidos se ofenden si les mostramos asco”, lo dice el personaje de Tuahir en Terra Sonâmbula, se lo dice al huérfano que no quiere convertir ese autobús incendiado, que yace en una carretera de Mozambique, ese autobús lleno de cadáveres carbonizados, en una casa en medio de la guerra. Leo: “Si mueres en la guerra, nadie te pregunta si moriste de qué o por qué. Si murió en la paz, la gente se admira –¡haz de cuenta que hiciste una cosa imposible!—, lo dice el personaje del sepulturero en un cuento de Dario de Melo que transcurre en los años, en las décadas, que precedieron y sucedieron a la independencia de Angola, es decir: en la guerra, en la mismísima guerra extendida por medio siglo. [Y ahora cuando muere alguien en estos meses de pandemia, en las redes sociales el familiar que escribe el post tiene que aclarar si murió o no por Covid-19: morirse de otra cosa parece algo imposible]. Leo: “El día 12 abrieron la boca de la mina de Santa Ana… Las galerías estaban cubiertas de cadáveres” y el libro no es un libro de ficción sino uno donde Yuri Herrera cuenta la historia de sus antepasados, de los antepasados de sus vecinos, de su comunidad. Leo: “cualquier cosa que ayude a recuperar la identidad perdida es suficiente”, dice Carlos Ríos en Cuaderno de Pripyat, una novela donde el personaje es un ciudadano argentino que creció con unos padres adoptivos a los que odia, que nunca conoció a sus padres biológicos, y que va a buscar los indicios de su pasado a Pripyat. Hay que decirlo de nuevo, para que resuene como debe: un argentino que creció con padres adoptivos en la década de los 80, un argentino cuyos padres biológicos murieron en una tragedia perpetrada por el estado, escudriña su memoria entre los escombros de la ciudad arrasada por la explosión de Chernóbil. [Y las noticias se llenan de ataúdes, en camiones militares en Bergamo, en fosas comunes en Teherán, en Nueva York; de cadáveres incinerados en las calles de Guayaquil mientras el miedo crece; y la desesperación y la incredulidad ante lo imposible, ante lo que parece ficción, ante la estupidez de los líderes políticos que se desborda… sí, todo esto a menos de un año de que HBO estrenara la miniserie escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck sobre Chernóbil, la misma que planteaba que toda la desgracia ocurrió y se intensificó gracias a la estulticia y la burocracia criminal de los políticos de la ex Unión Soviética]. Leo: “Otra vez: Mil cuatrocientos millones de pobres, entendidos como personas que, en general, comen menos que lo que deberían. Mil cuatrocientos millones de pobres, entendidos como personas que no son necesarias: hombres y mujeres que el sistema globalizado no precisa pero debe tolerar porque los genocidios rápidos quedan mal en la tele y, además, pueden dar pesadillas a los débiles”. Lo dice Martín Caparrós en su masivo trabajo sobre el hambre. Leo: “Aunque soy pescador, ya no voy a pescar. Por lo caro de la gasolina, la escasez del pescado y su precio tan bajo”; y quien lo dice no es un personaje sino Guillermo Castro Miranda, natal de Santa Rosalía, Baja California Sur, un pueblo que, como Yungay, parece estar siempre a punto de desaparecer. Lo dice al iniciar su recuento sobre cómo se acabó todo. Leo, finalmente: “aquello que los europeos desconocen es porque no puede existir”. Y lo dice Agualusa desde Angola. No existimos. ¿Así que de qué hablamos cuando hablamos del fin del mundo?, ¿de este Grand Finale? ¿Hablamos del pasado o hablamos del futuro? ¿Hablamos de memoria, de una memoria fragmentaria, dolida, o de un trauma que vivimos por anticipado? O tal vez, como dijera Ramón López Castro al cuestionarse él mismo por qué los escritores de fantasía, CliFi y ciencia ficción mexicanos son rara vez, o nunca, capaces de imaginar utopías: “el fin del mundo siempre es el presente”. ¿Para quién? Casi todas las propuestas del debate hegemónico sobre el antropoceno, de Crutzen a Chakrabarty pasando por Haraway, refrendan que éste es, como la palabra indica, un problema de la humanidad en su conjunto. “La humanidad como manera de la culpa. Alcanza para mandar bolsas de granos, no para privarse de ganar mucha culpa —dice Martín Caparrós—, no para buscar el fin real del problema”. ¿Lo que es válido para el hambre es válido para el cambio climático? O más bien, como mencionan el propio Crutzen o Ghosh u otros tantos autores en cientos de libros que circulan por las academias cool, orgánicas y biodegradables, ¿es un problema de magnitud?: la acción humana es ahora una fuerza geológica y el tamaño del desastre que se avecina tiene proporciones nunca vistas, millones y millones de personas. Y este desastre, como afirma Joane Nagel en su libro Gender and Climate Change –entre otras tantas autoras que no son ni blancas ni hablan inglés ni están en los países hegemónicos y, por tanto, no cuentan—será aún más atroz en las sociedades más pobres que en las ricas, y más atroz aún entre los más pobres de las sociedades más pobres, e incluso todavía más atroz entre las mujeres, los ancianos y los niños más pobres de las sociedades más pobres. [Y las noticias de los países ricos se llenan también en estos días de titulares acongojadísimos sobre lo mal que están preparados los países africanos para afrontar la pandemia, sobre lo triste que es la infraestructura hospitalaria en Latinoamérica y el sur asiático, sobre lo feo que será para todos esos pobres pobres y lo dicen, sí, lo publican –qué considerados— durante este mes de abril de 2020 cuando más de dos terceras partes de todas las personas que han enfermado, y también del casi cuarto de millón de personas que han muerto, a causa de esta versión de coronavirus residen, precisamente, en ese mismo puñado de no más de diez países ricos cuyos periódicos hablan de lo terrible que será para los países pobres. Se consternan por el futuro Angola con sus 27 casos y dos muertos al 27 de abril]. ¿Es esta preocupación hacia los pobres, hacia los más subalternizados de los subalternizados, por parte de algunos miembros de la academia hegemónica y etnoespecífica, una preocupación real? ¿O es un mero pretexto? La humanidad como culpa, invocarla como argumento, como figura retórica infalible para esconder sus motivos de preocupación reales. Insiste Caparrós: “Lo que buscan los que critican esa desigualdad no es la igualdad sino la mesura”. Que no sean tan obscenas las diferencias, tan grotescas, que mi consciencia esté tranquila rawlsianamente, que los que están mal son los que tienen más que yo y no yo: el problema son los otros. No temo el fin de el mundo, lo que temo es el fin de mi mundo. ¿O es que acaso, de forma análoga al hambre que mata millones de personas al año ante la indiferencia de los bien alimentados, todos estos buenos académicos que están tan preocupados por el cambio climático estarían dispuestos a renunciar a sus privilegios y a sus comodidades con tal de tener una huella ecológica menor a 0.7 planetas y ser ellos mismos el ejemplo de sustentabilidad? Dice Yuri Herrera: “Pareciera que están muy preocupados por salir en el documento oficial como hombres impertérritos que nunca pierden la elegancia a pesar de estar sobre una tumba ardiente”. La foto muestra a dieciséis hombres de traje rodeando a un rescatista quien, por supuesto, no viste de traje. Es una foto posada, una foto del expediente judicial y la expresión “tumba ardiente” es más distante de ser una metáfora a ser una descripción: aún había fuego en la mina. Esta actitud impertérrita de los mandamases de la mina y este espectáculo de la filantropía de los que hablan en nombre de la humanidad y la “moderación” son cool. Son actitudes machistas típicas, como postula Emily Hind en Dude Lit. La consabida respuesta de esos buenos académicos que se abstienen de reducir su huella ecológica es que ese sacrificio es una acción inútil, una trampa del neoliberalismo que transfiere la responsabilidad de los grandes corporativos y gobiernos a los individuos. Y sí, es una respuesta supercool. Los ambientalistas, ya lo he dicho, somos insoportables. Más aún, siguiendo con Hind, esta coolness de aquéllos que detentan el poder es inseparable del performance que permite al “genio” cruzar cuantas veces quiera la frontera que va de actuar como hombre civilizado a actuar como bárbaro y de regreso. Una frontera infranqueable para el resto. Dice Yuri Herrera: “Ah. Es que era indio. Por eso el periodista podía afirmar categóricamente que su vida no valía nada, ni para él mismo”, porque estaba habituado a la muerte y le era cercana. [Los periódicos de los países ricos se preocupan por el futuro de la pandemia en África, en Angola, segurísimos de que allá les irá peor. Ah. Es que son negros. Y cuando el espectáculo de los dirigentes machos y blancos de los países ricos se vuelve intolerable, justo un día después de que una agencia de noticias de Jordania, Middle East North Africa Financial Network Inc., publicara un reportaje sobre la labor de las 13 ministras africanas encargadas de las secretarías y ministerios de salud de sus países, Forbes saca un desplegado/noticia intitulado What do countries with the best coronavirus responses have in common? Women leaders. Y no, por supuesto que no habla de ninguna líder africana, seis de siete son blancas, la foto de Angela Merkel ocupa el lugar central y la única no blanca es Tsai Ing-wen. El desplegado/noticia no incluye a Halimah Yacob a pesar de que su respuesta hasta el momento ha sido mejor que la de cualquiera de las blancas. Ah, es que es musulmana. Ni tampoco a Sheikh Hasina (Bangladesh), Saara Kuugongelwa (Namibia), Bidhya Devi Bhandari (Nepal), Aung San Suu Kyi (Myanmar) o Sahle-Work Zewde (Etiopía), todas ellas presidentas de naciones asiáticas y africanas cuyas respuestas parecen ser tan buenas o tan malas como las de las blancas hasta el momento. ¿Les preocupa tanto a las sociedades blancas dejar de ser el modelo a seguir, dejar de ser ese genio cool, que son capaces de subyugar su machismo a su racismo? ¿O, como dijera Agualusa, se trata simplemente de que aquello que desconocen no puede existir?] ¿Y quiénes son los genios, los actores cool del debate sobre el antropoceno y el cambio climático? Una vez más volvemos a esta pregunta sobre quién es esta falsa primera persona del plural tras de la que se esconde el sujeto enunciante, quién compone ese “nosotros” cuando hablamos del fin del mundo, de nuestro mundo. [Y las noticias de los países ricos se llenan de ensayos y artículos donde sus filósofos e intelectuales echan mano de Susan Sontag, de Michel Foucault o de sí mismos, para tratar de ver qué pasará con la sociedad mundial después de la pandemia: es el miedo a lo desconocido paliado por la egolatría y el egocentrismo, casi siempre]. Leo: un correo electrónico me avisa que mi seguro médico no cubre la hospitalización en caso de Covid-19. Y aquí no hay ni seguro social, ni farmacias similares ni yerbero en el mercado a quien le pueda ir a comprar remedios paliativos para una enfermedad que no tiene cura alópata. Las facturas hospitalarias por coronavirus en EE.UU. –con seguro médico— rondan el millón de dólares. Así que nos encerramos mi pareja, mi hija y yo, en este pueblo universitario de Kansas donde la gente que no usa tapabocas siempre siempre siempre es blanca, a disfrutar el privilegio de estar sanos y tener (casi) asegurado el sueldo como estudiantes doctorales un año más. [Hoy es 14 de junio. Hace dos semanas que los estadounidenses entendieron que “ya acabó la cuarentena”. No importa que en el país haya más de 25 mil casos nuevos confirmados cada día que se sumen a los más de 2.12 millones y a las más de 117 mil muertes. Sólo los casos nuevos, diarios, confirmados en EEUU son más que todos los casos acumulados para 22 países de África subsahariana donde, como sucedió en Kenya, el paciente cero fue a menudo un estudiante que tuvo que volver a su país luego de ser desalojado de los dormitorios de la universidad primermundista donde vivía, desalojado sin hacerle una prueba de coronavirus, sin tomarle la temperatura siquiera. Y hace dos días la revista TIME publicó un artículo intitulado “¿Qué países han manejado mejor el Covid-19?” Ahora intentaron ser más incluyentes, o menos ridículos, que sus pares primermundistas, como Forbes. Y sí mencionan a Singapur, Corea del Sur, Emiratos Árabes Unidos e incluso Argentina, aparte de Taiwán. Sólo que, por supuesto, mientras se subrayan los nombres de Scott Morrison (Australia), Jacinda Adern (Nueva Zelanda), Alberto Fernández (Argentina), Moon Jae-in (Corea del Sur) o incluso el de Angela Merkel (Alemania) como mención honorífica, no se menciona ni el de Halimah Jacob ni el de Tsai Ing-wen, ¡pero sí a su vice-presidente varón! Ahora la coolness del racismo occidental fue subyugada al machismo occidental. Por descontado, el hecho de que Alemania y Canadá en conjunto tengan el doble de casos de coronavirus y 6 veces más fallecidos por la pandemia que los 35 países de África subsahariana, no importa. Canadá y Alemania son ejemplares. Siempre serán ejemplares].
Fragmento de una investigación en curso sobre el concepto de Antropoceno como fin del mundo.
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Imagen de portada: Tsai Ing-wen, presidenta de la República de China (Taiwán) en la portada de un periódico. Fotografía de Chien Hung Lin, 2016. CC