A una promesa que afecta al presente y al pasado tanto como al futuro mejor la llamaríamos certeza. John Berger
Del latín futūrus, el futuro es aquello que se avecina. Por ello se intercambia a menudo por la palabra porvenir, aunque ésta suele tener una carga que alude al futuro en un sentido más optimista o positivo. El futuro no es, será. Así por lo menos lo vislumbramos: es la superación del presente y, sin embargo, no puede ser pensado, imaginado, nombrado sino desde el ahora. En una línea del tiempo hipotética el pasado se encuentra detrás del presente, en tanto lo ya acaecido, mientras que el futuro aparece delante: lo que aún no acaece. Para la cultura nahua y para otras culturas indígenas, sin embargo, el pasado está delante —en tanto puede verse— y el futuro, no conocido aún, se encuentra metafóricamente a nuestras espaldas. La diversa concepción del lugar de cada modo temporal no es mera curiosidad folclórica. Para la cultura dominante el futuro parece existir como un reino al que podemos arribar. Como promesa de un mejor mañana o como amenazante peligro, parece estar allí, aunque invisible o desdibujado, esperando nuestro arribo. Para muchas culturas indígenas mesoamericanas y andinas el futuro no es un territorio al cual arribar sino una dimensión que se construirá desde los pasados que están a la vista. Según el antropólogo Arjun Appadurai el pasado suele ser visto como una dimensión temporal que incumbe a la cultura —ésta siempre atañe al “ayer” en la que tiene su fundación—, mientras que la economía y el desarrollo se asocian con el futuro, con proyectos, objetivos y metas. De esta manera el actor cultural suele ser visto como un agente del pasado mientras que el actor económico está ligado al futuro. De los tres modos del tiempo, el futuro es, sin duda, el más incierto y huidizo. Del pasado sabemos, o creemos saber, su fisonomía y convenimos en que vivimos en un presente que se ha ido tejiendo con hilos y retazos de tiempos pretéritos para dar lugar a urdimbres más o menos densas, a partir de los pasados que se solidifican y se expresan en el ahora-presente. En su libro ya clásico, El sentido del tiempo, Hans Reichenbach ofrece una interesante disertación sobre el ahora-presente que divide al pasado del futuro. Desde la perspectiva espacial siempre podemos movernos y elegir un punto diverso para observar algo; siempre podremos definir un punto en el espacio. En el caso del tiempo, en cambio, podemos decidir un ahora diferente sólo si esperamos hasta el otro día, pero no podemos hacer del ayer ni del mañana nuestro ahora-presente. Dicho de otra forma: todo ahora es siempre presente y todo mañana tendrá su propio presente y sus propios pasados, por cierto. El fugitivo ahora (que una vez pronunciado dejó de ser tal) en realidad no está fijo, sólo pasa… de allí que tengamos la percepción de que el tiempo transcurre desde el ahora hacia el futuro: hacia nuevos ahoras. Si la cualidad intrínseca del tiempo es transcurrir, la del espacio es estar.
En 2009 la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie pronunció la conferencia “El peligro de una sola historia”. En ella cuenta su experiencia como una niña que reproducía en sus primeros escritos todo aquello que leía y que llegaba a sus manos desde contextos extraños al suyo, desde lo que suele llamarse el “mundo desarrollado”. En esa maravillosa exposición, la escritora nos advierte de las múltiples formas en que la experiencia humana y su narración se empobrecen cuando los referentes son únicos, cuando la pluralidad se desvanece en los discursos hegemónicos. Si contar una sola historia y subsumir la diversidad de experiencias y formas de narrarlas a un canon común es un peligro, un riesgo similar se corre cuando se habla de un único futuro. Cuando intentamos poner a la humanidad entera en el tren que corre a toda marcha hacia un destino cierto, o cuando pensamos que ese tren ya se descarriló y que los sobrevivientes del impacto aún no recuperan su sentido de orientación, no hacemos otra cosa que contar una misma historia del futuro, incluso cuando esa idea sea contradictoria. Como han mostrado varios intelectuales, la noción de futuro —por lo menos en el mundo occidental— tiene una historia particular. Fue un descubrimiento posible de situar temporal y espacialmente. Lo mismo su (o sus) crisis. ¿Es posible pensar formas de relacionarse con el futuro que, aun estando enmarcadas en lo que podemos llamar “experiencias colectivas y epocales del tiempo”, o lo que François Hartog ha denominado “regímenes de historicidad”, no estén del todo circunscritas al robo del futuro? Fue Patxi Lanceros quien acuñó la idea del robo del futuro para definir la época contemporánea, en que vivimos un presente “huérfano de pasado e incapaz de futuro”. Pero para este autor, como para otros muchos, el robo del futuro no es otra cosa que la capitulación de la noción de progreso; la locomotora del tren en que se montó a la humanidad toda, una locomotora que hace tiempo parece ya no tener la misma fuerza que antaño. Creemos que desvincular la idea de futuro de la de progreso no es sólo un fundamento para alimentar el pesimismo posmoderno o la melancolía de izquierda. Más bien es reconocer en esa escisión un potencial que permite liberar al futuro del dogma y las profecías. El cisma futuro/progreso requiere de la radical implosión del futuro modernista; no para derretir los relojes del tiempo o desacelerar la historia, sino para poder —como planteó Walter Benjamin— encender, en el pasado y en la práctica presente, la chispa de la esperanza. Al liberar al futuro de la ideología del progreso debemos asumir que los porvenires imaginados son mucho más cercanos y humildes con respecto a los futuros de antaño. No es que aquellos hayan desaparecido del todo, continúan alimentando para bien o para mal sendas empresas de la acción humana; sin embargo, no constituyen los horizontes únicos ni generales al tiempo vivido por la mayoría de las personas. De su fragmentación emanaron no sólo la parálisis ante el tiempo por venir ni las múltiples distopías que en 2020 parecen haberse hecho realidad, sino más bien formas más cotidianas de relacionarse con lo que vendrá, mucho más experimentales, íntimas e inestables. Son futuros más cercanos a lo posible que a lo probable, a la esperanza que a las certezas. Son los futuros que aun en medio de toda la incertidumbre continúan aportando lo que Anthony Giddens nombró “seguridades ontológicas mínimas para orientar la acción”. Mia Couto, escritor mozambiqueño, en su hermoso cuento “O beijo da palavrinha” registraba ese tipo de relación con el futuro cuando decía que Maria Poeirinha, la protagonista de la historia, tenía sueños pequeños, más de arena que de castillos.
Las esperanzas desde las que se compromete la acción presente con esos sueños que llamamos “humildes” no se cifran en nociones apodícticas, ni siquiera en cálculos de lo probable. Porque el rol de la esperanza es dotar al presente de imágenes de lo posible, en torno a las cuales la acción presente pueda construir puentes con el futuro. Con la esperanza, el futuro deja de ser un país extraño y se torna un territorio habitable que, incluso con las incertidumbres y los riesgos, está también colmado de afectos y compromisos. Como señaló Pierre Bourdieu, es precisamente en esas circunstancias de total ausencia de porvenir que debemos contar con la autonomía relativa del orden simbólico que puede permitir cierto margen de libertad de una acción que reabra el espacio de los posibles, capaz de manipular las expectativas y las esperanzas, mediante una exposición performativa más o menos inspirada y exaltadora del porvenir. La esperanza se torna, como Hirokazu Miyazaki y otros cientistas sociales han discutido, un método para relacionarse con el futuro desde un punto de vista cognitivo y práctico. Cuando el futuro se mira como legítima aspiración de cambio hacia una vida mejor, la esperanza hace posible la disposición y la capacidad para atreverse en lo todavía no logrado; en aquellos intersticios imaginarios y vitales, ayuda a conocer el futuro. No es que la esperanza nos devuelva el futuro robado, aquel de bienestar prometido por la modernidad, sino que nos permite verlo como un territorio habitable o, como ya hace varios años apuntaron Barbara Adams y Chris Groves, como un futuro vivido, latente en el corazón de una práctica actual y experimentado como elemento constitutivo del presente. Creemos que en las ciencias sociales (y en particular en la que hacemos en las periferias de las periferias) más que confirmar o descartar las hipótesis teóricas sobre el fin o el adelgazamiento del futuro, o aquellas que discurren en torno al presentismo y que abundan en los tratamientos metropolitanos del futuro y la temporalidad, lo que tendríamos que observar son las formas frágiles y tentativas en que se proyecta el presente en el futuro, y éste último en el presente y el pasado. Más aún, los estudios socioantropológicos nos deberían llevar a concentrarnos en cuáles son las gramáticas particulares de esos futuros, cómo se dicen y cómo se busca hacerlos posibles en prácticas presentes. Esto no quiere decir que los futuros que estudiamos en campo estén siempre alineados o bien en conflicto abierto con los futuros enunciados desde arriba, pero tampoco lo contrario. La apuesta es pensar los futuros de y desde abajo, los etnografiables desde el trabajo de campo, aquellos futuros que están enmarcados en lo que denominamos sueños humildes. Los sueños humildes, como nociones situadas de futuro, se nutren de horizontes diversos, heterogéneos, muchas veces incoherentes. Son futuros que se sedimentan temporalmente, a partir de voces disímbolas, muchas veces contrapuestas, que intervienen en la construcción local del sentido. Estas intervenciones las podemos pensar bajo la noción de conversaciones, propuesta por Stephen Gudeman y Alberto Rivera, en torno a las cuales se configuran “los modelos locales”; para nuestro caso, los modelos o las ideas de imaginar el futuro. Esas conversaciones locales, según los autores, ocurren en el contexto de otras conversaciones dominantes, estructurales, generales. Desde su perspectiva, lo que hay que investigar entonces son las articulaciones locales con esas conversaciones céntricas o dominantes, incluyendo las inscripciones del pasado y las prácticas del presente, entre el texto céntrico y las voces marginales. En tal sentido, las conversaciones que configuran lo local están hechas del contacto y de lo que Arjun Appadurai ha definido como el trabajo de imaginación que construye lo local a partir de articulaciones diversas de modos de ser, hacer e imaginar la realidad.
En las ciencias sociales, y en la antropología en particular, existe una larga tradición del estudio de los sueños. Desde hace mucho, la antropología de lo onírico entre pueblos indígenas del mundo mostró que los sueños constituyen una forma específica de comunicación, conocimiento y orientación cultural, una manera de relacionarse con el mundo de lo existente y de lo trascendente, donde las fronteras entre lo real y lo fantástico suelen ser porosas. Sin embargo, poco ha dicho la antropología de los sueños diurnos. De esa capacidad de soñar despiertos que constituye ante todo una orientación temporal entre el ahora y el después, en que la imaginación parece dilatarse y el orden simbólico otorga cierto margen de libertad a una acción que busca reabrir el espacio de los posibles. La vida de los seres humanos, dijo el filósofo de la esperanza Ernst Bloch,
se halla cruzada por sueños soñados despierto, una parte de dichos sueños es simplemente una fuga banal, también enervante, también presa para impostores; pero otra parte incita, no permite conformarse con lo malo existente, es decir, no permite la renuncia. Esta otra parte tiene en su núcleo la esperanza y es transmisible.
Estos sueños diurnos, según Bloch, motivan el “traspasar”, la capacidad humana de alejarse de una vida pasiva, de una actitud meramente contemplativa de la realidad presente, para tomar parte activa en la transformación de esa realidad, de cara a lo que se imagina como porvenir.
Los sueños humildes constituyen aquel modelo local de futuro imaginado, emergente de las conversaciones diversas e históricamente situadas que construyen el sentido y que posibilitan a las personas imaginar otras vidas posibles y comprometerse con ellas desde el punto de vista de las prácticas presentes. Éstos emergen también de la capacidad reflexiva de las personas ante la evaluación de sus circunstancias. Seguimos en este punto a la socióloga Margaret Archer y su noción de reflexividad y conversación interna, entendida como el proceso que despliegan las personas (agentes en el lenguaje de la autora) entre sus preocupaciones y la elaboración de proyectos frente a éstas. Las conversaciones internas abarcan, según Archer,
un amplio terreno que, en lenguaje sencillo, puede extenderse desde el soñar despierto, el fantasear y la vituperación interna; a través de ensayos [imaginativos] para un próximo encuentro, reviviendo [imaginariamente] eventos pasados [o] planeando eventualidades futuras.
Esas conversaciones internas son fundamentales para pensar las respuestas que las personas procuran ante las restricciones o las habilitaciones que las estructuras sociales y socioculturales les presentan para su acción. Pero son al mismo tiempo fundamentales en la reevaluación de los contextos cambiantes en que los proyectos se reforman, pasan por reelaboraciones, se reconsideran o pueden sustituirse por otros nuevos. Es posible investigar los sueños diurnos y los compromisos que hacemos con ellos desde una socioantropología comprometida con los futuros imaginados, porque se expresan en acciones concretas o, como apunta Paula Godinho, en prácticas posibles que las personas despliegan en el presente de cara al porvenir. El estudio de esos sueños, que como dijera Bloch tienen en su núcleo la esperanza y son transmisibles, posibilita el establecimiento de una trama temporal a partir de la cual las propias personas cuentan parte de sus historias y las de sus comunidades, establecen los marcadores discursivos entre los antes y después, y vinculan el pasado a procesos en curso que no terminan de resolverse.
En muchos casos, la promesa que adelantan esos sueños no puede situarse con facilidad sólo en una parcialidad del tiempo, porque afectan —como nos sugiere Berger en el epígrafe de este texto— de manera simultánea al pasado, al presente y al futuro. Por ello, sostener esos sueños humildes ante situaciones de absoluta incertidumbre es aferrarse a la certeza de saber que seguimos y seguiremos contando con lo que nos queda cuando al parecer todo se pierde: el futuro. Es eso lo que otorga cimiento y mantiene de pie lo que, al mismo tiempo, nos mantiene en pie: los sueños humildes, los que son más de arena que de castillos.
Imagen de portada: Carolina Fusilier, Angel Engines 2, 2018. Cortesía de la artista