“Nosotros no estamos haciendo una Revolución para las generaciones venideras, si esta Revolución tiene éxito es porque está hecha para sus contemporáneos.” Esta frase es de Fidel Castro. Y fue pronunciada en la Biblioteca Nacional de Cuba, durante ese monólogo en dos sesiones conocido como Palabras a los intelectuales. Corría el mes de abril de 1961 y tanto el orador como la Revolución —esa misma hecha por y para sus contemporáneos— todavía eran jóvenes. La sentencia trasluce una clara convicción sobre el carácter generacional de las revoluciones. También un pragmatismo aplastante: si una revolución no es generacional, si sólo se proyecta hacia un sujeto futuro aún por moldear… ¿quién la iba a sostener en su momento histórico? El caso es que aquel enunciado se precipitó sobre los asistentes —intelectuales atentos a las palabras— sobre el minuto 105 de la alocución… (Hoy YouTube nos permite escuchar el discurso completo, quién sabe si algún día además llegaremos a verlo.) Cincuenta y cinco años después de esas Palabras a los intelectuales, cumplidos los noventa y el destino que dibujó para sí mismo, Fidel Castro dejó de existir. Su muerte, y el luto posterior, sumieron al país en un intenso silencio. El reguetón ubicuo de los taxis desapareció. La caravana con las cenizas regresando al origen —la invasión guerrillera al revés— tapó incluso los himnos. Se abrió paso la certeza de que toda una época viajaba, junto a Fidel, en la caravana fúnebre… Porque esa muerte no sólo cortó la banda sonora de estos últimos tiempos; también dejó a la vista el hecho de que la generación histórica de la Revolución llegaba a su fin. Si alguna duda quedaba al respecto, el sucesor Raúl Castro ya la había despejado, enfatizando que el año 2018 dejaría la presidencia del país (aunque todo indica que podría mantenerse al frente del Partido, hipotéticamente, hasta 2021). Así que, salvo una tozudez senil del actual Estado cubano, los hijos o nietos de aquellos contemporáneos que hicieron —o para los que se hizo— la Revolución tendrán que asumir las riendas del país. Ha llegado la hora en que el Hombre Nuevo previsto por el Che Guevara —ese Frankenstein colectivo configurado por aquellos que no conocieron el antiguo régimen de Batista— tendrá que ajustar su reloj, asumir su propia contemporaneidad política y encontrar por primera vez el equilibrio entre su tiempo y su poder.
Ante la muerte de Fidel Castro, analistas diversos habían previsto un levantamiento popular clamando por la democracia. Habían contemplado un bloqueo naval de Estados Unidos para impedir la fuga masiva hacia Miami. Habían augurado el desmantelamiento de los aparatos políticos y represivos del Estado. Habían visualizado el colapso definitivo del sistema (“No Castro, no problem”). Pero nada de eso ocurrió. Quizá porque, de tanto manosear el futuro, los cubanos le hemos perdido el respeto a la futurología. Y de tanto solazarnos en nuestra excepcionalidad, le habíamos perdido la pista a la normalización que se avecinaba.
Por encima de cualquier argumento, es esa vitola de excepcionalidad la que ha insertado a Cuba en el imaginario contemporáneo. En buena medida, gracias a la renta que todavía le ofrece la originalidad (real o supuesta) de su proyecto: aquella revolución “verde como las palmas” (Fidel Castro), esa “revolución sin ideología” (Sartre), una “revolución en la revolución” (Régis Debray). Sumergidos en ese discurso pasan a un segundo plano las significativas dependencias que han atenazado la historia política cubana de las últimas décadas. Su reconversión soviética, por ejemplo, implementada sin cortapisas a partir de los años setenta del siglo XX. Un experimento que aportó auxilio económico a la vez que aseguraba la entronización del partido único o la concentración de todos los poderes en la figura del Máximo Líder. O su reconversión china, pongamos por caso. Un modelo que hoy una vez desaparecido el bloque comunista al que Cuba perteneció durante unas cuatro décadas sostiene el partido único, si bien relaja la concentración de poderes, e implementa una apertura a la economía de mercado inédita en el país desde 1959. Pese a semejantes subordinaciones, el discurso de la excepcionalidad ha resistido el paso del tiempo. Abonado por el conflicto con Estados Unidos y, al mismo tiempo, por la singularidad de un devenir histórico que se ha erigido una y otra vez como el principal argumento de la identidad nacional. Todo esto sin olvidar el aderezo de una iconografía que ha machihembrado el pop y la revolución. O el desfile de los grandes maestros del fotoperiodismo e intelectuales de medio mundo cantando las proezas del modelo cubano. O de Hollywood con su bucle infinito del triunfo guerrillero: ese 1 de enero de 1959 que, según el novelista Patrick McGrath, “convirtió a los escépticos en creyentes y a los creyentes en fanáticos”. Unos y otros han privilegiado el momento extático de una revolución que alguna vez fue joven, original y, sobre todo, occidental. Lo cierto es que la corta marcha de Cuba por la historia se ha producido, generalmente, a contrapié. Si a finales del siglo XIX alcanzó su independencia con un retraso de varias décadas con respecto a la mayoría de las colonias españolas, a mediados del siglo XX, por el contrario, se anticipó como la primera revolución socialista del hemisferio. Y si en 1989 se desplomó el imperio soviético con aquella galaxia de “países hermanos” a nueve mil kilómetros de distancia, en la isla se mantuvo la supervivencia del régimen comunista.
¿Cuál fue el argumento para justificar la persistencia de ese mismo régimen, en compañía de China, Corea del Norte o Vietnam? Pues el carácter original del socialismo cubano y su historia excepcional, indicios suficientes para demostrar que el país no era un satélite más de la galaxia soviética. Si en el siglo XIX los pensadores cubanos se habían ocupado de enfatizar que la isla no era Cipango ni Albión ni Sicilia, ahora tocaba el turno de dejar claro que tampoco era Bulgaria ni Rumania ni Albania. Por si las moscas, Fidel Castro ya había montado a finales de los años ochenta su oposición a la Perestroika. Le llamó Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas, y reforzó la estatización de la economía, desempolvó al Che Guevara, cambió los planes educativos, sustituyendo el idioma ruso por el inglés, y llegó a declarar como subversivas a unas publicaciones que hasta entonces habían funcionado como revistas balsámicas del estalinismo (Sputnik o Novedades de Moscú, pongamos por caso). En la Cuba solitaria y desconectada del mundo que sobrevivió a la caída del comunismo, el éxtasis de la excepcionalidad alcanzó sus máximas cotas. Fue ése el momento preciso para que regresaran al primer plano los intelectuales nacionalistas, fueran católicos —Cintio Vitier—, o fueran guevaristas —Fernando Martínez Heredia y otros miembros de la revista Pensamiento Crítico—, defenestrados en épocas prosoviéticas. Unos y otros se dieron a la tarea de refrendar la fortaleza de la identidad nacional y el itinerario exclusivo de la historia cubana, así como de amalgamar los criterios de Identidad, Insularidad, Patria y Revolución. Se trató de un ejercicio de fortificación cultural, que asumió la misión de oponerse al mundo global, postcomunista y multipolar que se levantaba, amenazante, al otro lado del mar. Si tirabas la caña centenaria de la excepcionalidad un día pescabas a Alexander von Humboldt y otro a Jean-Paul Sartre. Un día a Richard Madden y otro a José Lezama Lima. Un día a Félix Varela, alertando desde el siglo XIX sobre su peligro moral, y otro al Che Guevara, encumbrándola desde el siglo XX como una virtud vanguardista. Esfumada la ayuda soviética, todavía sin el apogeo de China, mantenido el conflicto con Estados Unidos (Exilio, Embargo o Base Naval de Guantánamo incluidos), y con los estados bolivarianos todavía nonatos, los años 90 remarcaron en Cuba un pathos exclusivo —y excluyente— que esquinó, o directamente censuró, cualquier saber contrapuesto. También ofreció soporte teórico a la permanencia de Fidel Castro en el poder bajo cualquier circunstancia. Porque, a fin de cuentas, no es de filosofía sino de poder de lo que estamos hablando. En mis primeros pasos como ensayista, me dio por pensar que el discurso nacional de la Revolución cubana podía explicarse con la figura de un émbolo: el espacio que liberaba hacia fuera, lo comprimía hacia dentro. Y el derecho a la diversidad que le reclamaba al mundo en el plano internacional no solía cumplirlo al interior del país. Para la lógica oficial de entonces, lo distinto —con respecto al mundo— era revolucionario. Y lo distinto —con respecto a sí mismo— era contrarrevolucionario. Según el caso y la acusación, también globalizante, proimperialista, posmoderno, neoconservador o diversionista (había quien cumplía todos estos requisitos a la vez). Eso, desafortunadamente, estaba inscrito en la tradición. Basta con echar un vistazo a la alineación fúnebre que ha acompañado el devenir histórico de esa excepcionalidad cuyo pensamiento se deja leer, también, como una larga esquela. Durante más de un siglo se situó en un punto a la nación, su singularidad, su proyecto político, el sentido de pertenecerle. En el otro, a ese mito terrible de la cultura occidental: la muerte. Así, los cubanos hemos pasado por el “Independencia o Muerte”, enarbolado por los mambises contra la Corona española en la guerra de independencia, el “Patria o Muerte” de los milicianos contra los invasores de Playa Girón, y el “Socialismo o Muerte” que sirvió de eslogan ante la caída del muro de Berlín (un chiste popular solía rematar este último con un sarcástico “valga la redundancia”).
Reforzando todo esto, la confrontación permanente con Estados Unidos. Sin esa tensión, no se puede calibrar la dimensión simbólica de Cuba: la imagen del Estado pequeño contra el Gran Imperio. Ha sido ese conflicto, más que el modelo político interno, el fuego que ha alimentado la excepcionalidad cubana en los momentos más críticos o increíbles de su discurso. El aliciente principal que ha sostenido la continuidad del imaginario primigenio de la revolución, incluso mucho después de que ésta se institucionalizara como un Estado comunista. Gracias a este contrapunto, los cubanos hemos vivido constantemente en un antiproyecto; como blancos móviles desplazados en cada cara de un espejo en el que cada piedra lanzada termina haciendo diana sobre la imagen opuesta de sí misma. Alrededor de ese conflicto se explican otras particularidades, que van desde la Ley de Ajuste Cubana hasta la Base Naval de Guantánamo, pasando por el embargo o la fuerza de una comunidad capaz de construir un micropaís dentro de Estados Unidos. La excepcionalidad cubana, en tanto que respuesta a una amenaza, fue igualmente la gran baza del inmovilismo. Si la historia interna nos decía que habíamos sido excepcionales por tradición, Estados Unidos nos había convertido en excepcionales por agresión. En Cuba no había elecciones plurales o se prohibía a los Beatles, se cortaban las melenas o se censuraba el posestructuralismo, el gobierno no cambiaba en más de medio siglo o teníamos aliados exóticos y lejanos, por una causa muy clara: el poderoso enemigo de enfrente. No vamos, a estas alturas, a descubrir el historial de agresiones norteamericanas en todos los puntos cardinales. Pero tampoco conviene ocultar que Estados Unidos sirvió también como el comodín perfecto para cualquier política restrictiva del régimen cubano. ¿Qué pasará ahora, cuando los dos países se encaminan, pese al imprevisible Donald Trump, a limar sus contrapuntos? Por el momento, hay un hecho curioso al hilo de este texto: si la excepcionalidad sirvió para el inmovilismo, se da el caso, hoy, de que la movilidad que vive el país beneficia su estandarización. Digamos que la Cuba de hoy comienza a encajar en el mundo. Pero no tanto porque haya cambiado en términos sustanciales, sino porque el mundo ha cambiado. No porque haya mejorado sino porque ese mundo ha empeorado. Y no porque haya decretado el advenimiento de la democracia liberal sino porque esa democracia liberal ha ido dimitiendo en Occidente (no digamos ya fuera de sus muros). Contra la corriente que acredita el triunfo del modelo chino, lo excepcional para los cubanos sería la democracia, el cierre de Guantánamo, el fin del embargo y la renovación radical, y generacional, de los que gobiernan. El problema es que, todo eso junto, de tan extravagante, ha acabado por ser ilusorio. Si antes la excepcionalidad actuó a favor del gobierno cubano, hoy es la normalización lo que puede sostenerlo.
En El laberinto de la soledad, Octavio Paz vislumbró en la soledad del mexicano un instante de revelación, un acto casi místico que le permitiría entenderse a sí mismo pero que, al mismo tiempo, le aterraría. Por eso las máscaras, los muchos rostros sobrepuestos sobre una identidad que no se asomaba del todo a su profunda verdad. Los cubanos hemos conocido, a nuestra manera antillana, ese miedo. Y hemos recurrido, cómo no, a nuestras propias máscaras —nuestras coartadas para vencer el vértigo—. Así, más que solos nos hemos dado por excepcionales. Más que aislados, nos hemos sentido únicos. Más que cerrados, hemos estado bloqueados.
Y justo en esta era en que la postrevolución se cruzará con la postdemocracia, es muy probable que le llegue el turno de la presidencia a alguien nacido con la Revolución. Es seguro que esa persona salga del aparato de el Estado y el partido. Es impensable, sin embargo, que pueda concentrar en sí mismo unas magnitudes tan absolutas de poder como Fidel o Raúl Castro (puede que incluso figure como la fachada del mando real del Ejército). Y será inevitable que avance en las transformaciones iniciadas por este último, pues las opciones de retroceder en ellas serán aún más problemáticas. Con el hándicap que representa ser futurible en Cuba —eso es todo un llamado a la decapitación—, el vicepresidente Miguel Díaz-Canel (nacido en 1960 y en Placetas, en la antigua provincia de las Villas) tiene muchas cartas en la mano para ser esa figura del post-castrismo castrista. Pero, más allá del nombre, sea quien sea el próximo (o la próxima) líder de Cuba no podrá encomendarse a La Historia Mayúscula, ni vendrá acompañado de un aura mítica, sino de una biografía más o menos similar a la de cualquiera de sus paisanos. Habrá pasado por becas o escuelas al campo, habrá compartido los héroes deportivos del socialismo cubano y las series televisivas que glorificaban a los agentes de la seguridad del Estado. Tendrá una familia fracturada entre la diáspora y la isla. Habrá combatido en Nicaragua, Angola u otra guerra africana en la zona caliente de la Guerra Fría. Habrá escuchado la Nueva Trova y acudido al llamado de los trabajos voluntarios. Habrá jurado fidelidad al socialismo incorporado al coro que clamaba “¡Seremos como el Che!”. Sabrá de las letrinas, la promiscuidad, la solidaridad, la crueldad de la masificación. De la colectivización y la impudicia como formas de vivir —bajo el socialismo cubano—, la libertad de la carne allí donde el espíritu de las leyes era nulo o lejano. Y vendrá de la Verdad Absoluta para asumir el mando de un país en la era de la “posverdad”. Alérgico a practicar el wishful thinking, doy por sentado que el próximo gobierno no saldrá ni del exilio ni de la oposición. También que será heredero directo de la reforma antes que de la Revolución, de Raúl antes que de Fidel, de la globalización antes que de la Guerra Fría. Con la ventajosa Ley de Ajuste Cubana más cerca de su fin que el desventajoso embargo. Así pues, tendrá que canalizar el descontento con menos válvulas de escape disponibles (los emigrantes cubanos verán desaparecer sus privilegios en Estados Unidos y la normalización de Cuba en el mundo no sólo pasará por compartir las ventajas del resto, sino también sus desventajas). En el plano interno, no le bastará con los militantes comunistas —una tropa cada vez más diezmada— y, aunque no entre en sus planes abrirse al multipartidismo, estará obligado a ampliar la diversidad política de su programa. Este Hombre Nuevo en el poder tendrá que cambiar el futuro perfecto por el futuro posible. Y asumir que el socialismo y el capitalismo ya no son, ni por asomo, lo que prometieron, en sus momentos de gloria, la Revolución o sus opositores. En cualquier caso, Marx ya ha avisado que los hombres se parecen más a su época que a sus padres. Y la época que acogerá el cambio generacional en Cuba se las verá con una crisis extrema de los modelos políticos, no sólo del socialismo cubano. Ya es constatable que el desplome del comunismo ha implicado la crisis del orden liberal y de la democracia misma, hoy en pleno divorcio con el mercado. ¿Qué será, entonces, Cuba? ¿Una república liberal cuando el liberalismo está dando sus últimos coletazos? ¿Un país postcomunista abonado a la terapia de choque? ¿Un emirato antillano con leyes distintas para los nativos y para los extranjeros, para los trabajadores y para los inversores, para los poderosos y para el pueblo? ¿Una dinastía? ¿Una sucursal del modelo chino? ¿Encontrará la ecuación que consiga mezclar, por fin, socialismo y democracia en la puesta en marcha de otra vía cubana contra sus demonios propios y ajenos? De momento, lo que está sobre la mesa es la mezcla de partido único con economía privada, una mirada de reojo al modelo vietnamita y una generación de millennials para la que ya no funciona el mesianismo como estilo político ni el emplazamiento al sacrificio como vehículo para una redención futura. El próximo mandatario de ese país estará obligado a gobernar en el presente de las redes sociales y la expansión internacional del terrorismo, de la precariedad y el Do It Yourself, de la miamización de Cuba y la descubanización de Miami. Y todo ello en un momento histórico orwelliano en el que tendrá que despedir la utopía para darle la bienvenida a la distopía en la que se ha convertido el mundo. En 1960, un año antes de aquellas palabras de Fidel Castro a los intelectuales, Sartre se había reunido más o menos con el mismo grupo y en el mismo sitio: la Biblioteca Nacional. Allí también regaló algunas frases para la historia, que luego recogió en su libro Huracán sobre el azúcar. Y allí se fijó detenidamente en la situación generacional de la revolución:
Puesto que era necesaria una revolución, las circunstancias designaron a la juventud para hacerla. Sólo la juventud experimentaba suficiente cólera y angustia para emprenderla y tenía suficiente pureza para llevarla a cabo.
La Cuba posterior a Fidel Castro, presumiblemente no estará obligada a hacer otra revolución. Pero las nuevas generaciones sí estarán obligadas a poner su reloj en hora y convertirse en los contemporáneos políticos de su propio proyecto. Absuelto o condenado, lo único cierto es que, a Fidel Castro, la historia lo continuará. Y la continuación de la historia no sólo pasa por la conservación, sino, y sobre todo, por la ruptura del legado.
Imagen de portada: Maya Dagnino, pared en San Juan y Martínez.
El autor retoma aquí algunos temas abordados en sus textos “El laberinto de la excepcionalidad”, “Mañana fue otro día” y “La hora del Hombre Nuevo”.