Hace unos tres meses, ya encerrados aunque todavía no muy comprometidos con el aislamiento, tal vez por desconocer la naturaleza del virus, por irresponsables, porque creíamos que estas pandemias pertenecen a otros tiempos o a la ciencia ficción; cuando todavía no nos la creíamos y hacíamos trampa, vino una tarde Jazmina Barrera a mi casa y se sentó de pura precaución al otro lado de la sala. Me trajo, y quiero presumir su generosidad, el único ejemplar impreso que tenía de su nuevo libro, Linea nigra (Pepitas de Calabaza/ Almadía, 2020). Tenía que leerlo en ese momento: durante estos días en los que una linea nigra se dibuja en mi piel y me atraviesa desde el nacimiento del vientre para arriba, hacia mis enormes nuevos senos, con pezones ahora también negros. Yo no sabía que la linea nigra es una señal que indica el camino a los animales recién nacidos para que trepen por el cuerpo de la madre en dirección al pecho, donde podrán alimentarse. Tampoco tenía idea de que la leche materna es en parte sangre. Me lo había estado preguntando durante mi embarazo pero en esta novela, o ensayo de novela, como la autora la presenta, confirmé que sí existen las patadas fantasma. No había pensado en que el ombligo es la única prueba de que alguna vez fuimos parte de otro cuerpo. No sabía, y me fascinó descubrirlo, que Mary Shelley estaba embarazada cuando escribió Frankenstein. Ni que a Virginia Woolf le tenían prohibido ser madre. Hay una necesidad específica de acuerpamiento entre las mujeres cuando están embarazadas. Una urgencia, por lo menos en mi caso, de acompañarse en las buenas y en las malas en medio del desconcierto que implica la experiencia radical de lo extraordinario. Estar embarazada ha resultado para mí un ejercicio constante de la capacidad de asombro. Linea nigra, especialmente en los tiempos del pánico y el aislamiento, es un antídoto para no cruzar al otro lado a solas, porque esta novela es una comunidad en sí misma. Una red que lo mismo conecta vulnerabilidades que fortalezas de madres comunes y corrientes, ni locas ni malditas ni santas, mujeres trabajadoras de clase media, de quienes, desde luego, se espera una entrega sacrificial, por no decir que también un éxito profesional. Así que me arropo con este libro-colectiva en un momento otra vez nuevo: esa frontera anterior al nacimiento, donde me despido de la panza, y de la identidad creadora que da el ser dos en uno, de la continuidad de los cuerpos y la cercanía total con un ser a quien todavía no conozco. Aunque no es el destino final, la panza es un destino a su manera. Leo Linea nigra mientras me siento como una gata o una perra o una elefanta o una yegua cuando antes de parir se van intuitivamente a un rincón calientito y seguro donde prepararse. La narradora de Linea nigra busca explicarse quién es en distintos ahoras, desde el embarazo hasta el destete. Con lucidez y sin vergüenza, o a pesar de la vergüenza (esa interiorización de la censura de lo que malamente nos enseñaron como “obsceno”), reflexiona con la palabra afilada sobre ese encuentro tan próximo con lo desconocido que supone el embarazo, tan cercano que nosotras somos lo desconocido; sobre el parto y la vida con el otro que es el hijo. A ratos me conmueve, a ratos me perturba. En el tiempo fragmentado de la escritura de quien cría, a la Maggie Nelson o Rivka Galchen, Jazmina Barrera explora las deformaciones propias, los excesos del cuerpo, las incomprensiones, a veces asomándose a la biología, a veces a la pintura o a la fotografía que retrata diferentes maternidades o a los escritos de sus predecesoras, tanto como a las leyendas familiares y a la enciclopedia más antigua sobre el tema: la propia madre. Además de ser una guía, este personaje cobra una importancia fundamental en la historia: la madre de la protagonista enfrenta a su propio huésped: un tumor cancerígeno. Así, se establece un paralelismo entre dos transformaciones, dos líneas que corren en direcciones opuestas. Dos formas de la espera. La novela surge en la espera por el nacimiento. Mientras releo Linea nigra yo también espero. Leo a la protagonista descubrir que hay un niño dentro de ella, y ser al mismo tiempo un hombre y una mujer; leo sobre sus sueños lúcidos; que los fetos sueñan y lloran dentro del útero; que en algunos países de África se cree que la placenta es un hermano gemelo que muere en el parto. Esta misma tarde le decía a mi hije, cuyo sexo he decidido no saber (por la sorpresa y, sin proponérmelo, así he aprendido cómo es amar a alguien sin definirlo), que pronto va a tener que despedirse de su placenta. Leo sobre el cuadro de Frida Kahlo en el que pintó su propio parto y leo una buena pregunta: ¿el parto es del bebé o de la parturienta? Leo que Vigée-Lebrun siguió pintando entre contracciones y me pregunto si yo seré por lo menos capaz de respirarlas o si ese dolor que la narradora describe como una ruptura del cuerpo me acercará también a la muerte. He leído, casi siempre, sobre los efectos que un cierto modelo de madre tiene sobre los personajes, pero pocas veces leo a las madres. Es fácil encontrar novelas sobre madres infanticidas o hijos diabólicos. Pero la maternidad “ordinaria” ya es en sí misma una experiencia límite, cuyo relato hila lo íntimo y lo político. Está atravesada, por lo menos, por la justicia, las lógicas del capitalismo y los roles de género. Ésta es una novela honesta que inscribe a cualquier madre, futura madre, no madres e incluso antimadres en la historia geológica de las mujeres frente a la maternidad. Linea nigra desbarata el ideal que romantiza a la madre y a un solo tipo de madre y, por lo tanto, también de mujer. Un ideal que sacraliza a la madre para disciplinarla. (No olvidemos, por ejemplo, que el día de las madres se decretó en México para sabotear el movimiento feminista de Yucatán, hace casi exactamente un siglo.) Y me recuerda que la maternidad nunca es sólo maternidad. Los libros en los que las madres hablan son los que más me han enseñado sobre feminismo. Y cómo no, si el cuerpo es el centro de gravedad del movimiento y la maternidad está atravesada por las luchas fundamentales para respetar a la mujer: la libertad de decidir, las políticas del cuidado, los derechos laborales, el trabajo doméstico no pagado. En Linea nigra leemos también sobre violencia obstétrica, partos traumáticos, partos que nos han robado, de los que nadie quiere hablar. Esta novela revela que no hay suficientes cuerpos embarazados que narren en la literatura. No hay suficientes contracciones lacerantes, ni episiotomías, ni ginecología abusiva. No hay suficientes madres amamantando en las novelas como tampoco las hay en las calles. ¿Cómo podría ser de otra manera si hasta hace unos minutos la literatura pertenecía al mismo patriarcado que se escandaliza al ver a una mujer dar la chichi en público? Queremos más vaginas. Queremos novelas por las que trepen estrías, novelas que agrieten los pezones. Porque escuchando nuestras historias, las que nosotras contamos, no las que nos quieren contar sobre nosotras, nos acercamos las unas a las otras, empatizamos, nos entendemos y, como dice Martha Sanz, nos acompañamos, nos queremos más, en una tradición, dentro y fuera de las páginas, que nos quiere calladas y separadas. Linea nigra me recuerda también la lucha de las chicanas para integrar el yo al análisis académico, su afortunada necedad por recuperar conocimientos naturales y ancestrales como la sabiduría del cuerpo para mezclarla con los aparatos teóricos. Celebro mucho de este libro su entretejido de lo científico con lo literario, lo artístico y lo personal, especialmente del cuerpo materno que tanto inquieta a la literatura tradicional, como muchos otros temas que durante años pertenecieron a esos periféricos tópicos de mujeres, que ahora nos toca resignificar. En un fragmento, la narradora cuenta que su hijo la está convirtiendo en lo que nunca quiso ser: novelista. Esta novela es parida desde la impermanencia más íntima: un paralelismo entre la transformación del yo y la transformación de la escritura. La literatura siempre es más que literatura: exhibe o silencia. La narradora de Linea nigra nos convoca a escribir el cuerpo, con el cuerpo, desde el cuerpo. “Una escritura blanca”, cita a Hélène Cixous, “con leche materna”. Hay que escribir con sangre blanca. Queremos leer a narradoras que se atrevan a hablar de lo que siempre fue mejor callar, mujeres que incomoden con su verdad, que se atrevan a ser indeseables. Y como dice Clara Usón, no queremos una habitación propia, queremos la casa entera. Con una mano en el libro y otra en mi panza, releo y subrayo fragmentos de esta hermosa y valiente novela. Y pienso en el cuerpo como nuestro primer lugar de agencia política. Y pienso en cómo el embarazo es una expansión hacia dentro pero también hacia afuera, un cuerpo que se conecta con los otros. Mientras, sentada en la alfombra de la sala de mi casa a las tres de la mañana, paseo por las páginas, siento, de veras, que me hago pipí. Corriendo al baño me pregunto si será normal que a las embarazadas en el tercer trimestre se les escapen chorritos de pipí. Pero no se trata de un líquido amarillo sino inoloro y transparente. Se me rompió la fuente.
Almadía, Oaxaca, 2020
Imagen de portada: Grabado del desarrollo del vientre durante el embarazo. Wellcome Collection CC