Decidí, al final, no esperar a que apareciera otra novela de Julian Barnes que no leeré y tomar el escueto, elegante y bien conservado volumen de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial que esperaba lectura desde el 22 de febrero de 1982, cuando lo compré. Se trata de La Vorágine (1924), del colombiano José Eustasio Rivera, conocida “novela regionalista”, infaltable en el canon de la literatura latinoamericana de la primera mitad de la pasada centuria. Nunca la había leído y hacía más de cuarenta años que la veía, oscilando mi ánimo entre cierta culpabilidad y una firme indiferencia, esperar en el estante. Por variadas razones, durante estas décadas esa sección de nuestras letras no se ha movido demasiado de lugar en mi biblioteca, de tal manera que el modernista e “intonso” Rivera me miraba de reojo de cuando en cuando, y yo lo sabía.
Sabía, así mismo, que la primera frase de la novela es sobrecogedora y sabía también que muchos lectores no pasan de allí. Dice: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón por el azar y me ganó la Violencia”.
Lo que sigue, previsiblemente, es realismo en la más anticuada acepción de la palabra: un poeta fracasado llamado Arturo Cova huye con su prometida, Alicia, y se internan en la selva, en el triángulo petrolífero entre Colombia, Brasil y Venezuela, para enfrentarse con la brutal explotación que sufre la población indígena durante la llamada “fiebre del caucho”, que ocurrió entre 1879 y 1912. Todo ello sucede en un clima de devastadora violencia sexual. A Alicia, quien da a luz a un sietemesino, la secuestran unos bandoleros. La selva devora a todos los protagonistas, según un reporte oficial con el que concluye la novela.
Las peripecias de La vorágine me interesaron poco; la heroína está trazada con debilidad debido a una imagen fallida de mujer veleidosa y los personajes secundarios me resultaron irrelevantes, a excepción del cacique Funes (“Funes es un sistema, un estado del alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida”). Mi edición incluye un glosario de regionalismos indígenas de la zona. Lo consulté poco, porque un mexicano entiende el contexto; solo me llamó la atención que los editores españoles no supieran que “atravesarse” es sinónimo de “interponerse” (o que lo consideraran digno de mención).
Gran personaje, en cambio, Arturo Cova. Lo supongo trasunto de Rivera, quien falleció en Nueva York el 1 de diciembre de 1928, a los cuarenta años. Seguramente hay estudios precisos sobre este personaje novelesco, basado en una serie de clichés modernistas que no dejan de ser perturbadores. Todos los clichés lo son, por eso importan, sean los de Sigmund Freud o los de D. H. Lawrence con su mal ganada fama de pornógrafo. Con este último comparte Rivera la desidia ante el sexo pues, a diferencia del amor, solo produce lágrimas. Para Arturo Cova, la carne es fatalmente triste y fatalmente, también, es indomable. Se jacta de que, pese a su “estado nervioso”, tiene pleno dominio de sus facultades mentales. En realidad, pareciera a punto de volverse loco —por el sexo y por la selva— y debe sobreponerse, dándose ánimos gracias a su mente racional, que a menudo se ve amenazada por el alcohol, ese “poder maléfico”.
Un ejemplo del dominio mental que Arturo Cova pretende sobre sí mismo se revela cuando le piden que negocie desarmado con los bandoleros:
Evidentemente, ciertos actos como que se anticipan a mis ideas: cuando el cerebro manda, ya mis nervios están en acción. Era bueno privarme de cualquier medio que pudiera encender mi agresividad; y todo hombre armado está siempre a dos pasos de la tragedia.
O, también:
Mi sensibilidad nerviosa ha pasado por grandes crisis, en que la razón trata de divorciarse del cerebro. A pesar de mi exuberancia física, mi mal de pensar, que ha sido crónico, logra debilitarme de continuo, pues ni durante el sueño quedo libre de la visión imaginativa. Frecuentemente las impresiones logran su máximum de potencia en mi excitabilidad, pero una impresión suele degenerar en la contraria a los pocos minutos de recibida.
Al borde de sí mismo, Arturo Cova a veces se conduele de su mujer, de los indios, se indigna ante la explotación o se reconoce como un aventurero codicioso más. Cuando Cova aparece rodeado de los indios de la selva, a quienes no les concede ni nombre propio, La vorágine parece un remoto borrador de Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss. Pero mientras el antropólogo francés seguía siendo un devoto —digan lo que digan— de Jean-Jacques Rousseau, Rivera sostiene la característica visión decimonónica sobre los indios: “El jefe de la familia me manifestaba cierta frialdad, que se traducía en un silencio despectivo. Procuraba yo halagarlo en distintas formas, por el deseo de que me instruyera en sus tradiciones, en sus cantos guerreros, en sus leyendas; inútiles fueron mis cortesías, porque aquellas tribus eran rudimentarias y nómadas, no tienen dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro.”
Arturo Cova es un Lévi-Strauss fallido.
Por el lenguaje de La vorágine, mis respetos. Es un ejemplo eficaz de prosa modernista atemperada por el realismo y ajena a la elocuencia, tan propia en ese entonces, de las Atenas americanas; casi nunca desbarra en la cursilería y, asumiéndola voluptuosa, está llena de aciertos. No conozco la poesía de Rivera, pero es probable que su narrativa contuviera favorablemente su lirismo. En La vorágine uno se encuentra con fragmentos de este tipo:
No obstante, alguna mañana, tuvo repentina revelación. Parose ante una palmera de “cananguche” que, según la leyenda, describe la trayectoria del astro diurno, a la manera del girasol. Nunca había pensado en aquel misterio. Ansiosos minutos estuvo en éxtasis, constatándolo, y creyó observar que el alto follaje iba moviéndose pausadamente, con el ritmo de una cabeza que gastara doce horas justas en inclinarse desde el hombro derecho hasta el contrario. La secreta voz de las cosas le llenó su alma. ¿Será cierto que esa palmera, encumbrada en aquel destierro como un índice hacia el azul, estaba inclinándole la orientación? Verdad o mentira, él lo oyó decir. ¡Y creyó! Lo que necesitaba era una creencia definitiva. Y por el propio derrotero del vegetal comenzó a perseguir el propio.
O esta línea, que habría envidiado Agustín Lara —si es que en realidad fue el último de los poetas modernistas (Alejandro Rossi lo juzgaba sólo un vulgar epígono)—: “una palmera de macanilla, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo”.
Arturo Cova es un héroe sensual de los de antes, con toda la herencia erótica traumática e hipersensible del fin de siglo XIX. Lo impulsa el aliento de la vida peligrosa, que viene del positivismo hacia d’Annunzio. La vorágine es una novela todavía defectuosa en su forma, si consideramos lo que será después la gran narrativa de América Latina, y un libro colmado de belleza vegetal y de tinieblas mentales. Valió la pena hacer añejar este clásico en mi librero, despreciado y pospuesto por la urgencia de las novedades, tan frecuentemente baladíes.
Su lectura llegó oportunamente.
Alianza, Madrid, 1981
Imagen de portada: Henri Rousseau, Tigre en una tormenta tropical (sorprendido), 1891