Pensábamos que el odio antiinmigración se limitaba a los gritos de la ultraderecha, que ese odio estaba hecho de ladridos xenófobos más o menos marginales, de proclamas racistas con las que era difícil que una mayoría comulgara. Nos preguntamos cómo hacer frente a esa “amenaza”, y no nos referíamos tanto al daño que esos discursos podían hacer a las personas migrantes o refugiadas, sino, en realidad, al daño que podría causar a las democracias, a nuestros propios sistemas. El diagnóstico nunca era claro. Porque la premisa no era correcta. Figuras como Donald Trump en Estados Unidos o Viktor Orbán y Matteo Salvini, en Hungría e Italia respectivamente, confirmaron que el discurso abiertamente antiinmigración se instalaba ya en la política convencional, y eso hizo sonar las alarmas. ¿Cómo no hablar de ello? Valía la pena prestar atención a los motivos. ¿Cómo logró Trump que el muro en la frontera con México se convirtiera en una de las promesas electorales más recordadas? ¿Por qué Orbán cosechó tal éxito con un discurso contra personas refugiadas en un país que tiene menos de un dos por ciento de extranjeros? ¿Qué ha hecho Salvini para que los sondeos le sean tan favorables otra vez e incluso para que le aparezca competición por la derecha? Yo mismo he escrito de forma lateral sobre algunos de estos temas, pero tras algunos años pensándolo, creo que desde el periodismo hemos favorecido la idea de que el problema eran ellos, de que sin ellos no hay odio. Fueron o son fábricas de odio, sí, pero si tuviera que elegir un factor que ha hecho que germine el odio en los lugares en los que he estado, diría que es la frustración por la gestión política de las migraciones. Y el discurso de la extrema derecha en este ámbito no podría haber florecido sin un fenómeno que hace que esta gestión sea inhumana e ineficiente: la llamada “externalización de fronteras”. El nombre es técnico, sus promotores no lo usan obviamente, y eso hace que mucha gente no lo identifique como lo que es. Europa se ha convertido, sobre todo en la última década, en un proyecto negativo, y el símbolo de esta “fortaleza” es una estrategia para subcontratar terceros países y controlar sus fronteras. Naciones como Marruecos, Libia o Turquía reciben prebendas para que las migraciones, sobre todo a través del mar, no lleguen a Europa. La paradoja de esta estrategia es que, sobre el papel, promete un control fronterizo mucho más estricto, pero en la práctica lo deja en manos de estos territorios, que usan la situación a su antojo para chantajear a los países europeos. Europa proyecta una imagen de fortaleza, pero entrega las llaves a países con los que tiene una relación complicada. A mediados de mayo de 2021, unas ocho mil personas entraron en Ceuta ante la pasividad de las fuerzas marroquíes. Fueron usadas como arma de presión política por Marruecos, que exige que su relato sobre el Sáhara sea aceptado por España. A aquello pronto se le llamó “crisis migratoria”, pero en realidad era diplomática. Las devoluciones en caliente de España a Marruecos fueron incluso televisadas, pero no causaron ninguna conmoción pública. No eran importantes. Lo importante era el rifirrafe con Marruecos, la retórica sobre la soberanía nacional, sobre la seguridad en las fronteras (no la seguridad de las personas que mueren en ellas, sino de las que están a salvo), sobre la “amenaza de la inmigración”. Hay una amalgama de conceptos asociados a las migraciones que intenta infundir un miedo existencial. Las conocidas metáforas hidráulicas: avalancha, alud. Las bélicas: invasión, horda. También las hay paternalistas: desarrapados, hijos del hambre. El mensaje que llega es que las migraciones son un problema geoestratégico de primer orden, y no un proceso humano, natural, que precede a las delimitaciones modernas. Ello contribuye a la deshumanización de las personas que cruzan fronteras, convertidas cada vez más en escenarios donde se representa la muerte y el dolor sin que haya ningún tipo de reacción: son espacios en los que se asume que los derechos humanos quedan suspendidos.
Nada de todo esto puede entenderse sin la externalización de fronteras. Sin algo que permita que un país como Marruecos pueda poner sobre la mesa un asunto de su interés manipulando a personas, muchas de ellas menores. Convirtiéndolas en armas. Hay un término en inglés, intraducible al español, que lo describe perfectamente: weaponized migration. Marruecos hizo un uso peligroso de esta estrategia para su propia pervivencia, porque las personas que cruzaban a nado el espigón de Ceuta eran marroquíes, y eso puede derivar en problemas internos y externos en el futuro. El caso de Turquía fue diferente, pero también mostró cómo la externalización de fronteras está destinada a poner de rodillas a Europa una y otra vez. En 2016 la Unión Europea llegó a un acuerdo histórico con Recep Tayyip Erdogan: seis mil millones de euros a cambio de controlar la entrada de refugiados. Cuatro años después, una descontenta Turquía decidió apretar las tuercas a Europa y empujó a miles de personas refugiadas en su territorio, la mayoría sirias, a que se lanzaran a Grecia por tierra y mar. Para cerrar la ruta del Mediterráneo central, también se ha financiado y entrenado a la guardia costera libia (fragmentos de milicias posgadafistas), protagonista de ataques contra barcazas y de vulneraciones sistemáticas de los derechos humanos. En paralelo, se procede a la militarización de las fronteras, con una industria detrás que se aprovecha del sufrimiento de las personas que intentan cruzarlas. Esta militarización es física pero también simbólica: está en el lenguaje bélico usado por los gobiernos, y por eso invita a la ciudadanía europea a alinearse con “el lado correcto”, el lado de la ley: la misma que no se respeta cuando se hacen devoluciones en caliente o se bloquean barcos de rescate en el Mediterráneo.
Abandono y agravio
En los últimos años, el fuego nos llama la atención sobre campos y asentamientos: el incendio de Moria en septiembre de 2020, el de un campo de refugiados rohinyás en Bangladesh en marzo de este año, los que se producen una y otra vez en los asentamientos de trabajadores del campo en la provincia española de Huelva. Fui a la isla griega de Lesbos después de que allí se incendiara el mayor campo de refugiados de Europa. Desde 2013 había estado ahí en varias ocasiones. En el año de la mal llamada “crisis de los refugiados”, cuando un millón de personas entró a Europa a través del mar, vi cómo los vecinos se volcaban en la ayuda a estas personas. Hubo unos voluntarios del norte de la isla que fueron incluso nominados en 2016 al Premio Nobel de la Paz. Cinco años después, no quedaba nada de aquello. Las mismas personas que habían sido elogiadas por su solidaridad ahora pedían que los refugiados, atrapados en la cárcel a cielo abierto en la que se había convertido Moria, salieran de una vez de la isla. Estaban hartos, me repetían una y otra vez. Hartos de que hubiera un campo que parecía sempiterno con miles de personas que habían huido de Afganistán, Siria y otros países. Atenas y Bruselas no daban soluciones: su alternativa era que esas personas se quedaran allí, sine die. Estuve en el To Kyma, una pensión-restaurante que en 2015 fue un punto de encuentro solidario con los refugiados. Theano Katakouzenou, que junto a su marido regenta el negocio, recordaba cómo toda la isla se sintió conmovida en aquel momento y cómo ahora todo se había diluido.
Antes de 2015 llegaban poco a poco, pero aquel año llegaron muchos. Llegaban, llegaban, llegaban. Todos en el pueblo los ayudamos. Luego llegaron algunas organizaciones. Ahora todo el mundo en Lesbos está cansado, sentimos que hemos estado ayudando durante años, pero que a nadie le importa la situación de la gente de aquí.
Ése era el sentimiento general en la isla: abandono. Los refugiados, con solicitudes de asilo cuya tramitación se hacía eterna, se sentían abandonados. Pero los vecinos de la isla también. ¿Así se crea la xenofobia? Aunque en momentos como principios de 2020 hubo ataques de grupos ultraderechistas contra refugiados, periodistas y oenegés, en general no percibí que la gente de Lesbos dirigiera su odio de forma explícita contra los que buscaban asilo, sino que tenía una frustración de origen difuso que era manipulable. La ultraderecha lo tiene muy fácil para explotar ese agravio que hay que entender en el contexto de una isla que siempre, por definición, se siente agraviada. Las islas son, de hecho, otra parte de la externalización de fronteras: cuando las personas logran entrar en la UE, el objetivo es mantenerlas alejadas de la Europa continental: que se queden en las islas griegas o en Canarias. El resentimiento, el agravio y el odio van en tantas direcciones. A veces no sabemos por qué. En este caso, me parece que un concepto que resulta tan frío como “externalización de fronteras” está detrás del vaivén de estas pasiones. No copa titulares, pero mata a personas que cruzan fronteras. Determina la percepción que las sociedades europeas tienen de esas personas, hasta el punto de deshumanizarlas: el paso previo al odio. Traslada la presión a terceros países, a veces sumidos en sus propias crisis, que incurren en comportamientos erráticos e imprevisibles, a veces autodestructivos. La externalización de fronteras ha hallado su sublimación en Dinamarca. El parlamento acaba de aprobar una ley para crear centros fuera de Europa para los solicitantes de asilo mientras se tramita su petición. Es la culminación lógica de todo el proceso: externalizar, también, los derechos fundamentales.
Imagen de portada: Refugiados inmigrantes en el centro de detención de Fylakio, Evros, Grecia, 2010. Fotografía de Ggia. CC.