¿Hay lugar para una utopía?
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Charles Dickens, Historia de dos ciudades
Las críticas más acerbas a Occidente provienen de intelectuales de países occidentales. Occidente, capitalismo, libre mercado, imperialismo y neoliberalismo en la práctica significan lo mismo para ellos. Críticas que pocas veces proponen opciones factibles ante lo que llaman la decadencia o la inminente evanescencia del sistema capitalista, como auguraban ante la crisis financiera de 2008; críticos que anhelan un socialismo ideal y que incluso llegaron a defender el totalitarismo que llevó a Cuba a la hecatombe —al menos Chomsky reconoció el estruendoso fracaso del “socialismo del siglo XXI”, al que antes había expresado su apoyo—.1 Por otro lado, las miradas al Oriente cercano y lejano nos muestran un país enorme que posiblemente en pocos años desplazará a Estados Unidos como primera potencia económica y una constelación de naciones muy diversas, donde lo mismo florecen democracias al estilo occidental —Japón, Corea del Sur, Singapur— que teocracias fundamentalistas. No son pocos, en México, los intelectuales que claman por una república indígena milenarista, como la que soñaba el subcomandante Marcos. Es evidente que en Occidente no todo funciona como debiera y la crítica puntual de sus aberraciones es siempre indispensable, hoy más que nunca. La larga marcha de Occidente no ha estado exenta de tropiezos, desviaciones y retrocesos, pero tampoco de colosales saltos cualitativos. Ha pasado por eras oscuras y en ocasiones ha parecido que su final estaba cerca, la última vez en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, cuando pudo haber triunfado una versión grotesca y terrorífica de la civilización occidental: su negación. En Occidente hay tendencias que se oponen a veces violentamente, pero es ahí donde se han dado pasos trascendentales para la humanidad: la democracia, la noción de igualdad, la tolerancia, la libertad, los derechos humanos, la importancia de la educación, el avance de la ciencia y de la tecnología. Es esta tendencia la que debería fortalecerse. Sobre todo en México.
Citado con profusión, el comienzo de la novela de Dickens parece escrito a propósito de la actualidad mexicana —una realidad en la que se trenzan concepciones del mundo irreconciliables y en constante colisión—. Las viejas ideologías de derecha a izquierda se han desdibujado y han dado paso a un pragmatismo más ostensible en el que se entretejen discursos y prácticas instaladas en el cinismo desde hace largos sexenios. Los partidos políticos apelan a la democracia y a sus principios sin ruborizarse por la incongruencia cotidiana ni por una corrupción insaciable —de la que no pocas veces son cómplices—, mucho menos por las rutinarias muestras de incompetencia e ineptitud de funcionarios de todos los niveles para tratar de mitigar los grandes problemas nacionales. México es un país tan rico y generoso que por más que lo saqueen —dice la conseja popular— es imposible hacerlo caer en bancarrota. Un crecimiento del PIB de 2.3% en 2017, de acuerdo con el INEGI, no es una noticia espectacular, mucho menos la de una inflación de 6.77% en ese mismo año, la tasa más alta desde mayo de 2001. De enero de 2011 a agosto de 2018 el valor de la canasta alimentaria pasó de 1,020 pesos a 1,516 —cifras del Coneval— y la cantidad de pobres, en 2016, ascendió a 53.4 millones de personas, más 9.4 millones en pobreza extrema. El aumento cíclico del precio de la gasolina se refleja de inmediato en el incremento del precio de los productos del mercado. Paradójicamente, la economía de México ocupa el lugar 16 en el mundo, pero el PIB tiene el número 63. Un país rico con una pésima distribución de su riqueza. Si esto no bastara, el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, la prueba PISA, coloca la calidad educativa de México por debajo del promedio mundial.
A estas poco halagüeñas cifras se suman la inseguridad, una impunidad casi absoluta y una violencia cada vez más despiadada —no únicamente de los poderosos narco–criminales, gobierno de facto en gran parte del territorio—, sino de comunidades que deciden tomar la justicia en sus manos. Aun así los resultados de las elecciones de julio de 2018 no dejaron de sorprender a propios y extraños. Una mayoría de votantes decidió pasar la estafeta de un gobierno desprestigiado a otro que —hasta ahora—, si nos atenemos a las declaraciones del presidente electo y de los próximos funcionarios, no parece que pueda sostener en el corto plazo las expectativas de una transformación efectiva. “Ya somos el pasado que seremos”, escribió Borges en la “Elegía de un parque”, y en otra sentencia menos ominosa que se le atribuye lo mismo al argentino que a Churchill se lee que “El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”. Reflexiones que deben atenderse, como ésta otra que sí pronunció el ingenioso primer ministro británico en un discurso en la Cámara de los Comunes el 18 de junio de 1940: “Si comenzamos una discusión entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro”. ¿Es posible diseñar el futuro mexicano en las condiciones actuales?
Roger Bartra piensa el 68 como una derrota y una transición. “La revolución no llegó. Y tuvieron que pasar más de treinta años para que llegara la democracia”, escribe. Los estudiantes fueron reprimidos y los dirigentes arrojados al exilio. Sólo pedían democracia, aflojar la soga. Los duros y dogmáticos escogieron la vía armada hacia la revolución socialista y también fueron abatidos. Dice Bartra que
los gobernantes, pese a su ceguera, continuaron trastabillando por el camino durante mucho tiempo. La eficacia feroz de la represión de Tlatelolco no logró impedir que las mismas heridas de la derrota recibiesen las semillas de una lenta transición política. El sistema autoritario estaba herido, pero el proceso de putrefacción política duró veinte años.2
Veinte años después el sistema se resquebrajaría y del propio PRI brotaría una corriente democrática que estuvo a punto de alcanzar el poder en 1988, pero sería en el 2000 cuando un partido de derecha le arrebataría el poder al partido oficial, aunque, según Bartra, “las causas remotas de la transición se hallan en el lejano movimiento estudiantil de izquierda”. Un movimiento que “no sólo marca el comienzo del proceso democrático del país, también es el origen de los cambios culturales, sociales y en derechos humanos que hoy vivimos” y cuyos ejes principales —la rebeldía ante un autoritarismo rígido y un paternalismo asfixiante, la exigencia de diálogo abierto y público, la libertad sexual— hoy son parte de una cultura democrática que aún tiene, por cierto, enemigos poderosos. “Fueron realistas, pidieron lo imposible, resultaron vencidos en su tiempo, pero a la larga sus ideas transformaron nuestro mundo”, escribe Fernando García Ramírez.3
En los tiempos que corren diversos pensadores y analistas conciben el futuro de maneras muy distintas y fuertemente encontradas. Para unos habrá un futuro promisorio, esperanzador, y para otros, en cambio, uno más cerca de las profecías apocalípticas, aunque también hay puntos de vista que contrastan y ponderan los escenarios posibles. Es difícil saber a quiénes les dará razón la historia —esa musa veleidosa cuyos designios son más misteriosos que los del terrible dios de la Biblia—, pero sí es posible saber en qué fundamentan sus diagnósticos y sus opiniones. ¿O será, como dice Borges, que “el tiempo se bifurca perfectamente hacia innumerables futuros”? En su libro En defensa de la Ilustración el psicólogo canadiense Steven Pinker refuta las tesis de intelectuales pesimistas que predicen el colapso de la civilización moderna:
Los intelectuales que se llaman a sí mismos progresistas en realidad odian el progreso. No es que odien los frutos del progreso [de los que disfrutan]… Lo que exaspera a los intelectualoides es la idea de progreso: la creencia ilustrada en que nuestra comprensión del mundo puede mejorar la condición humana.4
Su confianza en la razón y en la ciencia está profusamente sustentada en datos empíricos, y por ello Pinker afirma que la salud, la esperanza de vida, el consumo alimenticio, la prosperidad, la seguridad, la paz, la libertad, el conocimiento y la felicidad van en aumento, no sólo en Occidente, sino en el mundo entero. Así, desde los siglos XVIII y XIX, cuando el racionalismo ilustrado se convierte en la base de la organización social, las sociedades han evolucionado favorablemente. No obstante la percepción tan negativa de un presente plagado de guerras, desigualdad y trabas de toda índole, como el cambio climático o los retrocesos que significan los populismos y nacionalismos políticos y religiosos, Pinker insiste en que el conocimiento ofrece soluciones, y que el progreso ya alcanzado debe servir de base para que éste pueda afianzarse en el futuro. Deben reconocerse los avances, no minimizarlos: las buenas noticias no son noticias, se dice, en tanto los medios dedican mayor cobertura a los desastres y los conflictos violentos. El progreso es palpable, medible. No se trata, desde luego, de un progreso ideal ni lineal, pues hay accidentes y retrocesos; es un progreso desigual, dificultoso y ambiguo, pero progreso. Los datos siguientes son muy elocuentes:
Más de cinco mil millones de vidas se han salvado, históricamente, gracias a los descubrimientos científicos.
De los 70 millones de personas que murieron en las mayores hambrunas del siglo XX, el 80% fueron víctimas de colectivizaciones forzadas de regímenes comunistas, de confiscaciones punitivas y de la planificación central totalitaria.
En 1971 existían en el mundo 31 países democráticos; en 2015, 103. No obstante, desarrollos recientes muestran la fragilidad de algunos esquemas democráticos.
Los derechos de las mujeres y de las minorías continúan avanzando.
La alfabetización sigue progresando en el mundo.5
En relación con la política, Pinker dice que “un enfoque más racional […] consiste en tratar las sociedades como experimentos en marcha y aprender las mejores prácticas con la mente abierta, sea cual sea la parte del espectro político de la que provengan.” Sin duda una opinión muy optimista que nos devuelve abruptamente a México y la calidad de sus funcionarios públicos, pero no únicamente, también a la responsabilidad de todos los que participamos en el periodismo, la educación, la cultura, la economía… Los problemas de México parecen agravarse año con año y entran en contradicción con el optimismo racional de Pinker. Así, ¿cuáles son los posibles escenarios del futuro mexicano?
Premio Nobel de Química en 1977, el científico ruso–belga Ilya Prigogine no tenía duda de que “el futuro no se puede predecir pero sí diseñar”. “Al pobre paso que va —dice Héctor Aguilar Camín— México tardará setenta años en alcanzar el nivel de vida que tiene hoy Estados Unidos”.6 Para entonces habrá en ese país de treinta a cuarenta millones de mexicanos y otros tantos de otros países de América Latina. Perpetuados en el poder, políticos obcecados y no preparados —improvisados— de todos los partidos pueden entorpecer el avance del progreso —esto es, el desarrollo continuo, gradual y generalizado de una sociedad en los aspectos económico, social, científico y cultural—, con lo que se agravarán los problemas actuales por todos conocidos. Reformas contrahechas, políticas públicas deficientes, escasos estímulos a la innovación, productividad insuficiente, un Estado sin instituciones capaces de cumplir sus funciones y proyectos… En suma, un escenario que podría mantenerse por décadas y retrasar indefinidamente el crecimiento del país hasta que el destino nos alcance.
En su Diccionario del Diablo Ambrose Bierce define el futuro como la “época en que nuestros asuntos prosperan, nuestros amigos son leales y nuestra felicidad está asegurada”. Más allá de la ironía, “lo único seguro sobre el futuro es que el sentido común se equivoca siempre al imaginarlo. No hay ciclos mágicos de veinte años; no hay fuerzas simples que definen el camino. Lo que en algún momento de la historia parece sólido, dominante y duradero, cambia con sorprendente rapidez”, escribe el experto en geopolítica y asuntos internacionales George Friedman.7 “El análisis político convencional padece una aguda falta de imaginación”, continúa el fundador de la revista Geopolitical Futures. “Ve como permanentes las nubes pasajeras, y es ciego a los cambios a largo plazo que tienen lugar, sin embargo, ante los ojos del mundo.” En su libro The Next 100 Years Friedman dice que
México es hoy la economía número quince del mundo. Mientras los europeos se diluyen, los mexicanos, como los turcos, crecerán hasta volverse, para fines del siglo XXI, una de las grandes potencias económicas del mundo. Durante la gran migración al norte alentada por Estados Unidos el equilibrio de la población en los antiguos territorios mexicanos (los tomados en la guerra del siglo XIX) cambiará radicalmente hasta volver muchas de esas regiones predominantemente mexicanas.8
La relación de México, y de los mexicanos, con el país más poderoso de la Tierra será decisiva pues le permitirá resolver una fase de su crecimiento poblacional al extenderse más allá de sus fronteras políticas, dentro de las antiguas fronteras del siglo XIX —si no llega a la presidencia un líder más torpe que Trump—. Esto, desde luego, deberá ir de la mano de reformas inteligentes promulgadas por políticos preparados, ya que de no ser así seguiremos rondando interminablemente la mediocridad y, como Vladimir y Estragón, esperando eternamente a Godot: No vendrá hoy, pero mañana seguramente sí…
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Quisiera ser tan optimista como Pinker y pensar que somos un país capaz de trascender sus taras y dirigirse hacia un futuro orientado por la ciencia, el progreso y la razón —pero luego doy un vistazo a la historia y, como dice el meme, se me pasa—. En su libro La marcha de la locura, la periodista estadounidense Barbara Tuchman escribe:
Un fenómeno que puede notarse por toda la historia, en cualquier lugar o periodo, es el de unos gobiernos que siguen una política contraria a sus propios intereses. Al parecer, en cuestiones de gobierno la humanidad ha mostrado peor desempeño que casi en cualquiera otra actividad humana. En esta esfera, la sabiduría —que podríamos definir como el ejercicio del juicio actuando a base de experiencia, sentido común e información disponible— ha resultado menos activa y más frustrada de lo que debiera ser. ¿Por qué quienes ocupan altos puestos actúan, tan a menudo, en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado? ¿Por qué tan a menudo parece no funcionar el proceso mental inteligente?9
No solamente los políticos, añado, pues tal parece que una porción importante de electores también vota movida por las más variopintas razones, sin analizar detenidamente el sentido de su voto; como dice Seymour Martin Lipset, “cuanto menos refinado y más inseguro en el aspecto económico sea un grupo, más probable será que sus miembros acepten la ideología o el programa más simplista que se les ofrezca”.10 Dos veces se ha ido el PRI del gobierno. La primera vez perdió ante el PAN y los dos gobiernos de este partido desperdiciaron una oportunidad de oro. El pasado julio volvió a perder y parece que esta vez es la definitiva —aunque no debe perderse de vista que la coalición triunfante lleva en su ADN una carga significativa del viejo nacionalismo revolucionario—. No quisiera pensar tampoco que el nuestro es un país en decadencia, envejecido prematuramente, como el de la sentencia del profesor argentino José Ingenieros: “Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y pueblos fuertes sólo necesitan saber a dónde van”. La democracia por sí sola no es suficiente, es necesario acompañarla de inteligencia, análisis, compromiso y, sobre todo, de inversión en educación y de investigación en ciencia y tecnología, ¿podrán las nuevas generaciones hacerse cargo de tal empresa? “No hay manera de conocer definitivamente el futuro, pero con las herramientas adecuadas, cualquiera puede ver las posibilidades que están en el horizonte”, dice Amy Webb, fundadora de The Future Today Institute.11 Prefiero pensar que no es tarde aún para decidir un futuro de paz, prosperidad y justicia, que podremos arribar a la primavera de la esperanza y no al invierno de la desesperación.
Imagen de portada: Adela Goldbard, fotograba de video “Lobo” (Paraalegorías), 2013. Cortesía de la autora
Véase Orlando Avendaño, “El gurú de la izquierda Noam Chomsky reconoce que ‘Venezuela es un desastre’”, Panampost. Noticias y Análisis de las Américas, 6 de abril de 2017. ↩
Roger Bartra, “Dos visiones del 68”, Letras Libres, 2 de octubre de 2007. ↩
Fernando García Ramírez, “El nacimiento de un mundo nuevo”, El Financiero, 29 de septiembre de 2018. ↩
Steven Pinker, En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, Paidós, Barcelona, 2018. ↩
José M. Domínguez Martínez, “Steven Pinker, el defensor de la Ilustración”, Diario Sur, Málaga, 26 de septiembre de 2018. ↩
Héctor Aguilar Camín, “América. Pensando el 2050”, Nexos, julio de 1999. ↩
George Friedman, “México 2080, una profecía geopolítica”, Nexos, julio de 2011 (fragmento de The Next 100 Years. A Forcast for the 21st Century, Double Day Publishing Group, Nueva York, 2009). ↩
Idem. ↩
Barbara Tuchman, La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam, FCE, Ciudad de México, 2018. ↩
Seymour Martin Lipset, La política de la sinrazón, FCE, Ciudad de México, 1981. ↩
Véase Ana María Aguilar, “Amy Webb, la futuróloga que con tecnología predice el mañana”, sinembargo.mx, 20 de noviembre de 2016. ↩