La carne y el milagro
Ahora sé cómo caen las personas, cómo, debajo de los párpados, asoma el miedo, cómo el sufrimiento pone en las mejillas duras páginas de escritura cuneiforme. Anna Ajmátova
En una secuencia de La ascensión (Voskhozhdeniye, 1977) de Larisa Shepitko, dos partisanos soviéticos buscan comida. Uno de ellos encuentra una oveja; el otro, Sotnikov, es herido en la pierna por una patrulla nazi. La cámara enfoca primero la pierna que sangra y luego el brazo: Sotnikov intenta darse un tiro para no ser atrapado vivo, un instante después desiste del suicidio; vemos entonces un primer plano de su rostro, de su mirada, como si aceptara la certeza del destino próximo. Se trata de un horror similar al que refiere Anna Ajmátova en “Réquiem”. La poeta rusa permaneció diecisiete meses en las puertas de una prisión en Leningrado a la espera de noticias de su hijo, allí conoció a otras madres que compartían su desesperación. Ese es el horror que describe en su poesía. Es también el horror que está presente en Ven y mira (Idí i Smotrí, 1985) de Elem Klímov, esposo de Shepitko: el miedo y la angustia contenidos en una mirada, en el primer plano de unos ojos que parecen mirarnos. Imágenes que nos miran y que, ante lo inimaginable, muestran algo. Ante el totalitarismo, el cine y la poesía. Imágenes y palabras para que no olvidemos. Pero, ¿cómo mostrar?, ¿cómo filmar aquello que parece irrepresentable? En La imagen justa: cine argentino y política, Ana Amado escribe:
las tensiones entre vida y muerte, entre presente y pasado, entre rastro y memoria, solo pueden conjugarse en el marco de una estética límite o más bien de una ética de la imagen.
Ante la exhibición obscena y cotidiana de la violencia, señala Amado, desplazar la imagen al borde del relato y mostrar. Ante el horror, obligarnos a abrir los ojos, a mirar, pero también a poner la carne, a dotar las imágenes de una materialidad que las haga perdurar en la memoria, convertirlas en un réquiem de cuerpo presente, en un homenaje vívido.
Larisa (1980) es el homenaje de Klímov a Shepitko. Compuesto por imágenes de archivo y fotogramas de películas de la directora, Larisa une vida y obra de la cineasta como resultado de la búsqueda de Klímov por tenerla siempre presente. Y es que revisar la filmografía de la directora implica percibir una especie de aura luctuosa; sobre todo en su última película, Adiós a Matiora (Proshchanie, 1983), inconclusa a causa de un accidente automovilístico en el que Shepitko murió junto con varios integrantes del equipo de filmación. Según los testimonios recogidos en Larisa, esta cinta “debió ser la culminación de su carrera cinematográfica”. Si cada una de las películas de Larisa Shepitko parece una prolongación formal de la anterior, es necesario preguntarse por la evolución de su estilo. Ella estudió en el Instituto Gerásimov de Cinematografía (VGIK) y en 1963 se graduó con Calor (Znoy). La película narra el enfrentamiento entre un joven defensor de los ideales del trabajo y un granjero estalinista en una granja en Kirguistán. Desde entonces está presente la relación entre el espacio material y el mundo interior de los personajes: una cámara subjetiva irrumpe los planos generales del campo árido para representar los sueños del joven. Así, el sueño y el trabajo comparten la misma materialidad fílmica. A diferencia del realismo soviético, en la forma cinematográfica de esta cinta el mundo de las imágenes flotantes o inmateriales —sueños, pero también recuerdos— adquiere la misma importancia que el mundo social. Es una característica común de cineastas de la posguerra como Sergei Parajanov, Kira Murátova o el mismo Klímov: la cualidad plástica del plano adquiere mayor relevancia que la conciencia del uso del montaje. Así, por la forma misma, lo onírico se introduce en lo real, el plano poético sobre el montaje dinámico, lo simbólico sobre lo transparente. Y, sin embargo, en el diálogo con el pasado coexisten tanto la prolongación como la ruptura. Entre el cine de Shepitko y Alexander Dovzhenko —profesor de la directora—, por ejemplo, hay una semejanza en la manera de mostrar la naturaleza: un primer plano a las flores en Alas (Krylya, 1966) parece remitir a los primeros planos de las manzanas y los girasoles en Tierra (Zemlya, 1930). Pero también, entre estos diálogos e influencias, las películas de las cineastas de la posguerra tienen características únicas, rupturas que median entre el mundo onírico y el real. En ellas encontramos experiencias de la maternidad, el matrimonio, el amor o el mundo laboral de las mujeres. Esa es la materia prima de las primeras películas de Márta Mészáros y el eje sobre el que se construye Alas, que narra la historia de Nadezhda Petrukhina, directora de una escuela de aviación y piloto veterana de la Segunda Guerra Mundial. Petrukhina oscila entre la vida cotidiana y los recuerdos, lo contingente y lo intangible, el presente y ese pasado heroico reducido a piezas de exhibición en un museo. Tal vez sea posible esta mediación del cotidiano femenino entre lo material y lo onírico porque su experiencia se imprime en el cuerpo y atraviesa la carne. En ese sentido, en la creación artística hablar de un tiempo significa dar cuenta de cómo se habitó ese tiempo. La aparición de temas relacionados con el papel de las mujeres durante la posguerra corresponde con la necesidad de buscar historias íntimas y mostrar un presente menos grandioso y menos heroico que el del realismo soviético. Se trata de construir una poética de lo transitorio: imágenes de flores, campos, nubes; imágenes de la propia humanidad. Todos estos elementos están presentes en Getting to Know the Big, Wide World _(1980) de Kira Murátova. En la película, vemos lugares típicos del realismo social como el campo y la fábrica, pero estos participan también de la fiesta y del deseo. La experiencia del tiempo se desdobla en la experiencia formal del montaje: el deseo se traduce en la repetición de un plano de una mujer que reacciona a las luces del auto con las que su pareja la ilumina. De la misma manera, en _Tú y yo (Ty i ya, 1971) de Shepitko, todas las representaciones sociales anteriores se tambalean por la experimentación, todo se derrumba: el estado, el matrimonio, el amor. Así, lo cotidiano femenino crea una nueva vivencia de lo material, un nuevo pensamiento plástico que, a través de lo común, conduce al milagro.
En Larisa, la actriz Stefaniya Stanyuta, quien interpreta a Daría en Adiós a Matiora dice que encontrarse con Shepitko fue como haber participado de un milagro. Es interesante la idea del milagro, porque podemos considerarla como una experiencia que atraviesa la materialidad para acercarse a los límites de lo cognoscible, nos conduce al terreno de las imágenes y las experiencias flotantes. Aun así, existe una comunión entre ambas: la carne se encuentra con el milagro. En el cine de Shepitko esta unión genera una especie de conmoción como respuesta física. En La ascensión, por ejemplo, está el símil entre Sotnikov y Cristo. Pero es el cuerpo del hombre, sus respuestas, su actitud, sus gestos, su corporalidad, lo que encarna los atributos de Cristo. Lo que conmociona es su cuerpo y la idea que representa. Para Hannah Arendt la única vía posible ante el totalitarismo es la creación y la puesta en marcha de la imaginación que esta implica. Crear es tomar partido. Es también actuar y eso exige poner el cuerpo: toda fenomenología es política. Por tanto, el pensamiento y la creación albergan el espacio de las cosas bellas. Escribe Arendt: “el hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable”. Imagino a Shepitko filmando y creando lo infinitamente improbable, un registro que funciona también como memoria y como testimonio. Por eso la única forma posible de escribir sobre su obra parece ser desde la conmemoración. Ver La ascensión es ver imágenes que nos miran, poner el cuerpo ante la conmoción que nos producen esas imágenes: la acción del espectador también es una fenomenología. Abrir los ojos ante la imaginación de los demás, porque finalmente, a través de ella se vuelve posible mostrar lo indecible, ese miedo que se asoma cuando cerramos los ojos.
Imagen de portada: Fotograma de Alas de Larisa Shepitko, 1966