El nuevo romance de un enamorado de Shakespeare
Al pensar en cineastas latinoamericanos jóvenes e interesantes, el nombre de Matías Piñeiro (Buenos Aires, 1982) surge de manera casi obvia e inmediata. Pertenece a una generación en la que encontramos a otros argentinos como Mariano Llinás, Santiago Mitre, Pablo Trapero, Damián Szifron y Lucrecia Martel, que empezaron sus carreras a principios de la década pasada y que han logrado producir varios largometrajes con propuestas audaces y buena recepción en festivales internacionales. Los primeros dos largometrajes de ficción de Matías Piñeiro, El hombre robado (2007) y Todos mienten (2009), tomaban como referencia textos del escritor y prócer argentino Domingo Faustino Sarmiento; fueron las cartas de presentación de un autor con un estilo muy definido que inyectó frescura al cine independiente. Con el mediometraje Rosalinda (2011) inauguró una serie definida por él mismo como Shakesperiada; luego vinieron Viola (2012), La Princesa de Francia (2014) y Hermia & Helena (2016), todas estrenadas en el festival internacional de cine de Locarno. La serie se define por tener como base personajes femeninos de comedias de enredos de William Shakespeare, aunque la línea argumental y los textos en los que se basan en realidad importan poco. Para Piñeiro, Shakespeare funciona más bien como un motivo y como una excusa narrativa para abordar temas que le atraen y le interesan: el teatro, la construcción de la ficción o las complejas relaciones que se desarrollan en un grupo compacto de amigas (interpretadas siempre por la misma troupe, como si se tratara de una auténtica compañía de teatro isabelino). Y si bien sus películas son siempre reconocibles, son también siempre distintas. En Hermia & Helena hay particularidades notables. Es su película más narrativa, más íntima —incluso casi sentimental— y quizá por eso sea también la más accesible y convencional. La historia trata sobre Camila, una joven directora de teatro que va a Nueva York como parte de una residencia artística en la que tiene como objetivo traducir al español Sueño de una noche de verano, obra que pretende montar a su regreso a Buenos Aires. Camila llega a instalarse a un departamento compartido que su amiga Carmen dejó poco antes de que ella llegara y pretende terminar la traducción antes de lo previsto para volver a Buenos Aires, donde ha dejado a su novio, a sus amigos y a su hermana embarazada. Sin embargo, durante su tiempo en Nueva York conoce a una serie de personajes que la hacen cuestionarse sobre lo que quiere y debe hacer. El primero es Lukas, un joven neoyorquino que trabaja en el instituto que le ha otorgado la beca; luego una mujer francesa, Danièle, que le envía postales desde diferentes lugares de Estados Unidos creyendo que quien las recibe es Carmen; más tarde se reencuentra con un viejo amante llamado Gregg y, por último, con su padre Horace, a quien decide buscar para conocerlo y con quien tiene un frío aunque conmovedor encuentro. Como suele pasar en el teatro cuando suceden cosas simultáneas y en apariencia independientes sobre el escenario, en su cine Matías Piñeiro también gusta de yuxtaponer situaciones, diálogos, personajes, imágenes y temas. En su más reciente entrega, la promiscuidad que surge como consecuencia de un hechizo en la obra de Shakespeare y que él retoma en una versión libre con Brooklyn y Manhattan como telón de fondo, detona en el espectador una reflexión mucho más profunda que gira también en torno a la migración, el lenguaje y las relaciones que nos vinculan con un lugar y un momento específicos. Quizá por eso Hermia & Helena se siente tan distinta y familiar. Se trata de un ejercicio muy ¿personal? en el cual se pone bajo el reflector a una protagonista que camina sola por las calles de Nueva York, que no es sólo otra figura que se desplaza en medio de una coreografía tras bambalinas en un teatro, una reunión o una fiesta en Buenos Aires. Es como si Piñeiro se preguntara a sí mismo, a sus personajes y a nosotros: “¿qué es estar lejos?”, y buscara la respuesta en diferentes lugares. En Hermia & Helena llama la atención el uso que hace de la música, que en sus producciones anteriores aparecía nada más como un elemento de la narración misma; en ésta no sólo hay una banda sonora, que recuerda a las películas más emblemáticas de Woody Allen —icono de Nueva York— sino que incluso fortalece la atmósfera melancólica y nos hace pensar en la siempre complicada definición de la saudade: ese estado de ánimo en el cual la ausencia —de la ciudad, de los amigos, de la pareja o del padre— se hace presente, se disfruta y se padece de manera simultánea. Esa nostalgia de estar lejos también se hace palpable en las increíblemente bien logradas transiciones en las que una calle arbolada en Buenos Aires se convierte en un puente que conecta Manhattan con Brooklyn a través de una hermosa disolvencia; en los saltos espacio-temporales donde se contrapone el caluroso y húmedo verano porteño con el blanco, frío y elegante invierno de Nueva York; en los diálogos ágiles y llenos de información cuando se habla en español y en todo el subtexto que se trasmite cuando los personajes dialogan en inglés. En el fondo, en todas las películas de Piñeiro hay una clara reflexión sobre el lenguaje, ya sea a través de la lengua y las palabras que adquieren otra potencia cuando son pronunciadas por sus actrices, o a través del cine y su magia, que nos hace creer que nuestro ojo ve de manera estilizada, pero es en realidad la mirada del fotógrafo que con planos largos y elegantes nos hace creer que eso es algo natural. La elocuencia que puede haber en la sobreimpresión de un texto con un cuadro o en un fundido. Pero quizá lo que más le gusta al director y guionista porteño es explorar la metaficción, el cine dentro del cine, el teatro dentro del teatro y el diálogo de él mismo como cineasta con aquellos que lo han inspirado y lo hacen ser. En Hermia & Helena se encuentra todo esto y se distingue su profunda admiración por Godard, Ozu y Hitchcock —en especial en un cortometraje que incluye en medio de la película que supuestamente hizo una de las parejas de Camila— y a tantos otros autores que confluyen en él. También está presente otro leitmotiv del cine de Piñeiro que para algunos podría parecer un anacronismo: las tarjetas postales, que en esta entrega tienen cierta relevancia narrativa y adquieren otro sentido. En su cine, pasado y presente conviven de manera natural y se manifiestan simultáneamente. Sus referencias literarias y cinematográficas y algunos de sus caprichos estilísticos son herencia de clásicos que admira, pero están siempre atravesados por la mirada de un joven cineasta que quiere retratar a su propia generación en sus películas. Sus personajes suelen pertenecer a una elite de artistas e intelectuales que aún tienen que abrirse paso y encontrar su lugar. Hermia & Helena es tal vez donde sea más perceptible, donde su propuesta es más autorreferencial —Piñeiro lleva cinco años viviendo en Nueva York, donde obtuvo una residencia artística— y nos muestra el contexto de muchos otros jóvenes latinoamericanos que encuentran en el extranjero oportunidades inexistentes en su lugar de origen, y para quienes cambiar de país, hablar varias lenguas y tener relaciones familiares y personales con personas alrededor del orbe no es en absoluto inusual, sino consecuencia de vivir en un mundo globalizado. No sabemos qué está preparando ahora este enamorado de Shakespeare, pero probablemente siga en la misma línea de tema, de motivos y de un esquema de producción casi artesanal. Piñeiro ha dado un gran salto y se ha acercado a un público abierto al cine de una generación de cineastas latinoamericanos que no necesitan millones de dólares para producción sino algo que decir y una propuesta para expresarlo.
Imagen de portada: Fotograma de Hermia & Helena, 2016.