Durante cinco años dirigí el programa de intercambio con Cuba de una universidad fifí estadounidense. Era el encargado de velar por que todo saliera bien para los diez estudiantes que, cada año, viajaban y cursaban un semestre en la Universidad de La Habana. Como la experiencia era un tanto particular, pues se trataba de uno de los pocos intercambios permitidos al otro lado del telón de acero caribeño, trabajábamos bajo vigilancia: debíamos alojar a los estudiantes en lugares designados, contar con un encargado de la contraparte cubana, informar de nuestros viajes por la isla y, lo más importante, mantener un perfil bajo. Esa rendija legal, en la que participaban unos cincuenta estudiantes en total de unas siete u ocho universidades, era una de las únicas que permitía a un gringo aterrizar en Cuba. Así que debíamos portarnos bien, lo que, por supuesto, significaba no involucrarnos en ninguna actividad que pudiera poner en peligro el programa. Los rumores, además, se acumulaban. Los estudiantes contaban anécdotas de los momentos en que descubrían a los agentes de la Seguridad del Estado cubano o éstos les hacían saber que estaban bajo la lupa de la Revolución. Entre los directores también se decía que el FBI había entrevistado a alguno de nuestros compañeros de otras universidades. Por mi parte, nunca tuve constancia directa de estas actividades de “seguridad”, aunque tampoco dudé de su veracidad. Los viajes y redes culturales han servido históricamente como resquicio para las más diversas misiones políticas, e investigadores y estudiantes han realizado actividades de contrainteligencia, enlace o desestabilización en los países de recepción, por lo que no me extrañaba oír estos relatos. Confesaré, en todo caso, que nada de lo sucedido durante ese tiempo inspiraría una sola página de John le Carré. Hasta ahora he empleado la palabra intercambio, pero hay que aclarar que la relación no era recíproca. Es decir, que mi universidad enviaba a sus estudiantes y académicos a La Habana, pero no recibía estudiantes o profesores cubanos, inmersos en mil impedimentos legales y económicos que los descartaban.
Mi ingenuidad era la causante de mi creciente decepción, pues pensaba que esa experiencia sacudiría las conciencias de nuestros estudiantes y serviría para construir espíritus rebeldes o, al menos, más desacomodados con sus orígenes de clase alta. Vivir en Cuba y exponerse a la reflexión, casi obsesiva, de una sociedad en permanente contraste con nuestro lugar de partida suele tener ese efecto. Pero lo que percibía era una relación más bien “extractiva”. Fieles al cálculo previo, hablaban de la utilidad curricular del intercambio, del conocimiento directo de la región como un capital que les permitiera competir en el mundo profesional. Todo ello en un periodo en que la enfermedad de Fidel Castro permitía aventurar unos cambios económicos y políticos inminentes. En definitiva, lo que nuestros programas estaban formando, y los propios estudiantes intuían el área de oportunidad, era una nueva clase de jóvenes profesionales capaces de anticiparse a la próxima apertura de zonas de influencia.
Imperios lingüísticos
Los intercambios forman parte de toda una diplomacia cultural capaz de integrar nuevas entidades políticas, como ha sucedido con el programa Erasmus y su impacto directo en la juventud europea de las últimas décadas, o extender los dominios nacionales sobre áreas económicas y mercados emergentes. A este respecto, conviene anotar la proliferación de instituciones culturales que, tras la caída de los imperios modernos y sobre sus mapas coloniales, han reivindicado la cultura común como una de sus pocas herencias disfrazadas de legitimidad. Conceptos como la “hispanidad”, la “commonwealth” o la “francophonie”, así como los organismos que los vitalizan, surgen como el modo en que la antigua metrópoli patrimonializa una identidad colectiva que prolonga, por otros medios, su influencia previa. De este movimiento también se desprende una diplomacia lingüística a cargo de instituciones como la Real Academia Española, la Alianza Francesa o el British Council, que reproducen, desde sus propios estatutos, las lógicas imperiales. El de la RAE señala, por ejemplo, que su misión consiste en “velar por que la lengua española, en su continua adaptación a las necesidades de los hablantes, no quiebre su esencial unidad”. Por su parte, el British Council encontraba una misión, en pleno periodo de entreguerras, directamente vinculada a la política exterior inglesa:
to create in a country overseas a basis of friendly knowledge and understanding of the people of this country, of their philosophy and way of life, which will lead to a sympathetic appreciation of British foreign policy, whatever for the moment that policy may be and from whatever political conviction it may spring.1
El nombre original de la Alianza Francesa deshace cualquier duda sobre su primer objetivo: “L’alliance Française: Association nationale pour la propagation de la langue française dans les colonies et à l’étranger”,2 título que fue oficial desde su fundación, a finales del siglo XIX, y hasta 1945. Volvamos a la “unidad” a la que aspira la RAE, moldeada desde Madrid por sus 46 “académicos de número”, todos españoles. La retórica y la ejecutoria colonial permean una academia que abraza el “panhispanismo” pero que sólo en las dos últimas décadas ha contado en sus gramáticas y diccionarios con las aportaciones de las academias no españolas, por no hablar de la presencia, exigua y sólo muy reciente, de académicas mujeres. ¿Por qué una academia estatal que únicamente protege una de las lenguas oficiales del Estado y se marca como objetivo garantizar su dominancia?, ¿acaso su misión no conspira contra la variedad lingüística del propio idioma y sus territorios fronterizos, como ocurre con los usos de las comunidades originarias de Latinoamérica o las variedades del portuñol, el chicano y el puertorriqueño? Su lema también es discutible. Aquel “Limpia, fija y da esplendor” sugiere una labor depuradora de toda diferencia, a la que suele acompañar una terminología que abunda en la “riqueza” del idioma, su “fuerza” o su “expansión”, sin poner en cuestión de dónde procede tal acumulación originaria. La limpieza del idioma se extiende sobre la historia colonial a través de un discurso que constata, sin detenerse en las causas, la pujanza del español como uno de los idiomas con más hablantes en el mundo.
En la carrera del “soft power”
De Frantz Fanon a Edward Said o Gayatri Spivak, la obra de los mejores pensadores postcoloniales incide en que las batallas por los territorios coloniales implicaron una batalla paralela sobre el pensamiento y el lenguaje. Además de un modo de expansión territorial, el imperialismo ha sido un modo de producción cultural capaz de legitimar la empresa apropiativa sobre territorios e individuos, un proyecto que ha situado en el centro de sus estrategias la imposición de la lengua metropolitana sobre las poblaciones originarias. Así que la discriminación y minorización de las comunidades vernáculas han sido la causa del mal llamado “éxito” de ciertas lenguas, como el inglés, el francés o el español. Que el Instituto Confucio de China sea el de mayor expansión global desde su creación en 2004, con más de 600 sedes, confirma la estrecha relación que sigue existiendo entre interés económico y penetración cultural. En el siglo XXI, el antiguo objetivo colonial de borrar las culturas locales en beneficio de una instrucción en el idioma y los valores de la “civilización” se ha transformado, a través de organismos como la Alianza Francesa o el British Council, en una empresa educativa global que, entre crêpe y crêpe, consolida la presencia de la marca-país sobre sus áreas de influencia. A este respecto, los documentos en los que el British Council define sus estrategias resultan de una extraordinaria claridad. En uno de sus informes recientes, “Influence and Attraction. Culture and the race for soft power in the 21st century”,3 describe sus objetivos en términos tan obscenos como éstos de su prólogo:
Britain remains a modern day cultural superpower. Staying competitive in “soft power” for decades to come means nurturing these assets and valuing them as much as our military, economic and diplomatic advantages. We in Government are determined to play our full part in helping to liberate that ingenuity and talent across our national life, and to champion it all over the world.4
El mismo documento detalla los elementos en los que se diversifica su diplomacia cultural:
The forces that shape cultural relations activity include: – foreign policy interests – the desire to create a positive image around the world – the unique history and legacy of each nation – ideology – resources – language – cultural assets -arts, education and individual expression – commerce5
Políticas culturales tan agresivas6 como las que defiende el British Council contribuyen a la destrucción de la diversidad lingüística y cultural impulsada por el mantra de la competitividad en el mercado global. En los últimos años, gobiernos de todo el mundo han adoptado políticas de educación bilingüe, e incluso monolingüe, en el idioma de las antiguas metrópolis, con resultados muy discutibles. En países como Zambia, Burkina Faso, Namibia o Pakistán se ha comprobado que los estudiantes escolarizados en sus lenguas vernáculas obtienen mucho mejores resultados que quienes lo hicieron en inglés o francés. Como señala Juan Carlos Moreno Cabrera, uno de los efectos de estos modelos de educación es la creación de un “proletariado lingüístico” global con competencias muy limitadas en las lenguas dominantes mientras su propia cultura es discriminada por la educación y los organismos públicos nacionales. ¿Cómo calcular el vacío que deja una lengua?, ¿cómo expresan su orfandad los hablantes? A nivel institucional también ocurre este silenciamiento. Ésa fue, al menos, la sensación que tuve hace sólo unos días en mi primera visita a la Casa de México en España, un edificio espléndido y localizado en una de las calles más exclusivas de Madrid, y cuyas tres plantas interiores acogen, estos días, una serie de muestras representativas de la dinámica centro-periferia. La principal de ellas es “Biombos y castas. Pintura profana de la Nueva España”, que reúne, como indica su título, pinturas de castas y biombos novohispanos. ¿Cuál es la intención curatorial, el mensaje tras la exposición de unas piezas que ilustran y nombran las jerarquías raciales de la época colonial?, ¿señala críticamente las discriminaciones perpetuadas en el tiempo?, ¿denuncia la ignominia de tales taxonomías?, ¿lo presenta como una curiosidad perdida en el pasado? Al contrario, lo que destaca es la neutralidad del discurso que acompaña a la muestra, el blanqueo de la lógica intrínsecamente racista de los cuadros:
Las pinturas podían ser representaciones sencillas del variopinto paisaje étnico, pero también dieron ocasión para representar otros aspectos de sus personajes, […] e inclusive los comportamientos que podían variar acorde al origen y condición de la mezcla derivada de españoles, indios y negros, la cual incluía para cada estrato una nomenclatura formada por palabras como mestizo o mulato, incluyendo otras denominaciones clasificatorias que incluyen las de castizo, morisco o albino, saltatrás, chino, coyote, albarazado o cambujo, entre otras, útiles para definir posibilidades pero sin consideración oficial.
¿“Representaciones sencillas del variopinto paisaje étnico”?, ¿“mezcla de españoles, indios y negros”?, ¿mera “nomenclatura”?, ¿“útiles para definir posibilidades”? Quizás haya que entender este lenguaje como otra muestra del discurso que viaja, insidioso, entre el centro y la periferia, así como de la intención de escribir un relato adaptado a lo que, quien realizó esta reseña, supone como el gusto local. El problema es que se trata de los cuadros de castas, es decir, de uno de los fetiches culturales más marcados por la violencia epistémica colonial, por lo que un discurso como éste refleja, en definitiva, su pervivencia hasta nuestros días.
Imagen de portada: Reunión de los gobiernos de la Commonwealth. Fotografía de Paul Kagame, 2018
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Crear en un país al otro lado del mar una base para el conocimiento y el entendimiento amistoso del pueblo de este país, de su filosofía y su forma de vida, que los guíe a tener una apreciación empática de la política exterior británica, sin importar la época ni la convicción en las que se presente dicha política. [T. de los E.] ↩
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La alianza francesa: asociación internacional para la propagación de la lengua francesa en las colonias y en el exterior. [T. de los E.] ↩
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“Influencia y atracción. La cultura y la carrera por el poder blando en el siglo XXI”. [T. de los E.] ↩
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“Gran Bretaña continúa siendo una superpotencia cultural moderna. Mantenernos competitivos con el ‘poder blando’ durante las próximas décadas significa nutrir estos activos y valorarlos tanto como a nuestras ventajas militares, económicas y diplomáticas. En el Gobierno estamos determinados a hacer todo lo que nos toca para ayudar a liberar ese ingenio y ese talento atravesando nuestra vida nacional, y defenderlo en todo el mundo”. [T. de los E.] Disponible aquí ↩
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“Las fortalezas que refuerzan las actividades en las relaciones culturales incluyen: Los intereses de la política exterior, el deseo de crear una imagen positiva en todo el mundo, la historia y el legado únicos de cada nación, la ideología, los recursos, la lengua, activos culturales —arte, educación y expresión individual, comercio”. [T. de los E.] ↩
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Invito al lector a que consulte otro de los documentos del British Council, English Next India, donde se diseña la estrategia para la expansión del inglés en la India. El lenguaje del documento y la ideología son de un supremacismo sonrojante, parecido al de los documentos de las autoridades coloniales del siglo XIX. ↩