Desde la orilla de un continente, del mar Caribe, de los márgenes mismos, marcado por la necropolítica europeísta, hay un cine en construcción permanente que busca crear una identidad que nos proyecta en otras supuestas latitudes e identidades existentes, pero que siempre es bueno y necesario reforzar en la memoria colectiva; un cine que nos permite hablar de nosotras, personas negras, empobrecidas, no hegemónicas, descoloniales, en búsqueda de ser y decir cuanto sentimos desde nuestra mirada. Así es como, con detalles etnográficos, la cinematografía de las islas tiene un paralelismo con la ancestralidad afroindígena que se mantiene viva dentro de nuestra cultura y en el cotidiano. Liborio (Nino Martínez Sosa, 2021) trae a nosotros la historia de un hombre negro, líder espiritual y de la revolución dominicana que luchó, más que con armas, con sus creencias, para conseguir una vida digna en favor de las personas de su comunidad. Estrenada en el Festival Pachamama en Brasil, esta película narra la lucha de un grupo de campesinos por sus tierras contra el régimen armado de los Estados Unidos en los años sesenta. La ópera prima de Nino Martínez Sosa se basa en la vida de Olivorio Mateo Ledesma, “Papá Liborio”, nacido en San Juan de la Maguana en 1876, curandero, místico, mesías y líder revolucionario, asesinado por las fuerzas de ocupación estadounidenses el 27 de junio de 1922. La trama gira en torno a su figura y a los mitos que se generaron después de su muerte y que aún siguen vivos. La cinta —producida por Fernando Santos Díaz, también a cargo de Cocote, en colaboración con los gobiernos de Puerto Rico y Qatar— presenta una realidad que inició desde el principio de la colonización: el rechazo y opresión hacia los negros, campesinos empobrecidos, con ideales de una sociedad más justa para todos, que después de muchos años de luchas y revoluciones permanece latente en la realidad caribeña. Nuestros tesoros siempre han sido codiciados por los que con mecanismos de dominación han llegado a estas tierras a querer apropiarse de ellos, pero los personajes más vulnerados socioeconómicamente siempre encuentran la fuerza para combatirlos. En el caso de Liborio esa fuerza viene del conocimiento ancestral y religioso, donde opera el sincretismo que une la adoración de los espíritus indígenas y africanos que un día resistieron la época de la colonia. Desde la mirada de sus más fieles seguidores, vemos lo que ve cada cimarrón o cimarrona del Caribe, que lleva como huella ancestral la voluntad de luchar y la necesidad de resistir. Esto está presente en el cine caribeño desde sus orígenes, en los testimonios de personajes (ya sean ficticios o documentales) que cuentan la resistencia y la lucha revolucionaria; esta fuerza se ha convertido en una herramienta narrativa para identificarnos como territorio.
De Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea, Fresa y chocolate (1993) presenta una historia de amistad entre David y Diego, quienes, aún anhelando un romance, siguen en contraposición los ideales de la Revolución cubana en los años noventa. David es un joven idealista que acaba de atravesar una decepción amorosa. Él se encuentra con Diego en la universidad y van por un helado de fresa y chocolate. Deprimido y enfadoso, repele a Diego por su evidente homosexualidad. Diego, por su parte, hace caso omiso del rechazo y lo invita con el pretexto de darle unas fotos, así que David accede. Entre ceder y conceder, Diego en su territorio destapa una parte de aquel deseo, David se desconcierta y huye enfurecido. Fresa y chocolate ofrece una historia poco convencional en la filmografía caribeña en una época política de vanguardia; es una narración que se desarrolla con naturalidad, sin explicaciones innecesarias, mientras los personajes se decantan poco a poco por sí mismos, agregando como pieza fundamental la dimensión cultural, filosófica y artística de una Cuba en plena crisis en los noventa, durante el llamado Periodo especial. Por su parte, Cocote (Nelson Carlo de los Santos Arias, 2017) cuenta la historia de un jardinero evangélico que trabaja en una mansión en Santo Domingo y que, cuando escucha de la muerte de su padre, deja de trabajar y asiste al funeral. Allí se entera de que éste ha sido asesinado y se ve obligado a unirse a un culto religioso contrario a sus creencias. Encima de todo, su familia le exige que haga algo con el asesino y vengue la muerte de su padre. Cocote cuenta, a partir de diversos símbolos, la realidad de la gran periferia que es República Dominicana, con todo el sincretismo religioso que caracteriza a la región. De los Santos Arias nos entrega una película extraordinaria por su aguda exploración del espíritu afrocaribeño; cambios de color en blanco y negro, proyecciones de diferentes tamaños en la pantalla, un procesamiento inusual del sonido, además de un trabajo fotográfico deslumbrante. Así como Cocote, el filme dominicano Caribbean Fantasy (Johanné Gomez Terrero, 2016) narra el romance entre dos personas adultas que habitan “La Bella”, una de las zonas más empobrecidas de Santo Domingo; Morena es una mujer prieta, madre de tres hijos y exalcohólica entregada a la pasión del cristianismo en sincretismo con las costumbres de la religiosidad afro. Ella sueña, como muchas mujeres, con el hombre que la trate como merece, sin carencias pero tampoco lujos: sólo en la posibilidad de mantener su belleza y comprar lo que necesite. Rudy es el hombre al que ella acude anhelando que no sea “machista” y que no le guste la bebida. Él trabaja una yola que cruza gente a la orilla del río Ozama en Los Guandules, donde los conocemos a ambos. Rudy habita una casa a la orilla, ahí recibe a Morena a la espera de que se decida, de una vez, a dejar a su marido.
Johanné Gomez Terrero toma conciencia de la contramemoria en la modernidad, pues el cine tradicional —en cuanto a historias del Caribe— romantiza la media isla Dominicana. Caribbean Fantasy compone una estética visual que contrapone el tono de ensueño; muestra encuadres de perspectiva cubiertos por tonos y colores de poca vibración que sostienen el tono realista que se habita en la mayor parte del Caribe. Con una gran intención de descolonizar el cine retratando a personas marginalizadas, prisioneras de su propio entorno y sus circunstancias, residentes de la orilla, las películas de descolonización significan no sólo hablar de quienes viven siendo invisibles, sino también desafiar el paradigma, subvirtiendo la imaginación que se ha establecido sobre las personas y el espacio que habitan. Johanné elimina muchos prejuicios. Inclusive los suyos. Combinando la intuición, utiliza herramientas etnográficas para acercarse al espacio que busca explorar. Esta búsqueda es también la que se realiza en ese Caribe a veces desconocido de países con otra configuración geográfica, ubicados en el centro y sur de América Latina, como el Caribe de Costa Rica que en Ceniza negra (Sofía Quirós, 2019) retrata tanto la belleza natural de estas tierras, bañadas por su hermoso mar, como la historia de una relación de afecto que traspasa lo físico. Esta película aborda el proceso de crecer anticipadamente con responsabilidades que sobrepasan lo adecuado para cierta edad, una maduración en infinitas formas que lleva a otros niveles experienciales, espirituales, con mucha carga ancestral de una vida repleta de enseñanza ritualista. Ceniza negra narra la historia de Selva, una niña de 13 años, y de su abuelo Tata, quienes viven en un pequeño pueblo caribeño de Costa Rica. Sin sus padres y sin un ambiente fértil que influya en cada uno de sus comportamientos y emociones, Selva adquiere una conciencia y una sabiduría inusuales entre las niñas de su edad. Tiene que enfrentarse no sólo a Tata, que obviamente es “visión”, sino también a una anciana borracha que los acompaña y la educa sobre su feminidad y el descubrimiento de la relación entre su cuerpo y otro gran cuerpo, la naturaleza, según la cosmogonía caribeña afrodescendiente. Rituales, símbolos ancestrales y afrorreligiosos, descubrimientos, reencuentros, transmutaciones y la presencia de los elementos de la naturaleza como portales de transición componen esta película. Ceniza negra es el testimonio de muchas mujeres ahí afuera, las de antes, las de ahora, las de siempre. Éste es un cine auténtico que nos transparenta esa parte de nosotros que la colonización ha intentado invisibilizar en todos los lenguajes y formas que podríamos desarrollar. Quitarnos nuestras lenguas, intentar borrar nuestra espiritualidad, obligarnos al trabajo forzado en condiciones extremas, y tantas otras cosas, no nos impide contar nuestras historias.1
Imagen de portada: Fotograma de Sofía Quirós, Ceniza negra, 2020
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La elaboración de este texto habría sido imposible sin la valiosa colaboración de Catalina Perea Urbano. ↩