Tengo a tu perra, vas a decir. Has marcado el número que aparece en la medallita del collar junto con el nombre y un corazón de metal raspado, y has esperado cinco rings. ¿Aló? Cuando escuchas la voz al otro lado, sin embargo, no hablas. La primera palabra ajena que oyes en dos semanas. La misma voz insiste. Imaginas que detrás del tubo respira una boca. Una pura boca, sin cuerpo, sin huesos ya. Tengo a tu perra en mi casa, quieres avisarle a la desconocida. Y escuchar que la voz grite: “¡Oigan, apareció la Daisy!” Una voz viva, de quince o dieciséis años, imaginas, una vocecita insolente removiendo el aire de unos pulmones todavía sanos. Como era Alia antes del diagnóstico, quieres pensar. Darías cualquier cosa por imaginarla con el pelo en un moño, sandalias, bolsón cruzado entre pecho y pecho hacia la espalda, expresión de una vida a salvo. Pero no, el cerebro te manda un dibujo gastado, otra cosa. ¿Aló? La desconocida quiere saber quién está ahí, aló, quién habla. Y tú no hallas nada mejor que machacarla con un silencio inhumano. Después cortas y escuchas el eco de un resoplido que supones tuyo. No has salido de la cama para hacer favores a extraños. Si abriste la puerta fue sólo porque los aullidos del animal casi rajaban el endeble tejido de tu discernimiento. La perra ahora husmea la planta que dejó Alia sin regar; el único resto viviente. Durante los últimos días la muchacha se limitó a respirar. Apenas arañar el aire. La perra emite un ladrido que te devuelve a la Tierra y sin darte cuenta discas el número dos, tres veces más para escuchar una sola voz, siempre la misma, con aterrada fascinación. Llamas y cortas. Cómo quisieras que esa voz no estuviera tan viva, te da tanta rabia el entusiasmo que arroja la desconocida. Daisy se ha echado sobre las rumas de papeles, los trabajos por corregir que ya no vas a corregir, porque tu futuro es de golpe una celda vacía. Recién entonces puedes ver el cuadro completo al otro lado del teléfono, quizá dónde. La dueña de la misma voz, desesperada, terminando de escribir los carteles de “Se busca perrita perdida” y a continuación las señas de una quiltra con nombre de plan de emergencia o dibujo animado, ascendida a pastor alemán. La dueña ofreciendo una recompensa millonaria por Daisy, como si fuera un secuestro de Estado. Y de repente el teléfono. La dueña con los dedos cruzados: que sea la Daisy, Diosito, que sea la Daisy. El teléfono aullando, cinco rings y tú al otro lado. La dueña: ¿aló? Tú: aló, tengo a la perra, ¿cuánto ofreces? Tu oído recreando diálogos que te saquen del infierno clínico de las últimas semanas. La perra moviéndole la cola al teléfono, apostando a que su ama ya viene al rescate. La dueña dispuesta a pagar billones con el tubo en la mano, ¡aló! Tu oído escuchando esa voz imposible, de otro tiempo: Alia antes de las endoscopías, las cintigrafías… Los ladridos fulminantes que de golpe te delatan y te hacen discar por enésima vez el número de la medallita y por fin decir aló, tengo a tu perra. Y confirmar que sí, que Daisy está contigo. Sin una pizca de razonamiento te entregas a la desconocida como un desertor y escuchas la euforia en la respuesta de la propietaria de la voz y de la perra cuando dice perrita de mierda, no como un insulto sino con un amor profundo, y te pide la dirección y en un pestañeo te escuchas soltando Seminario 427 como si no fueras tú sino tu eco quien habla, y el eco respondiera con su canto al aire que sí, niña, por supuesto que puede pasar por la perrita cuando se le antoje. Piensas que los susurros de Alia se han filtrado desde un más allá recóndito por el tubo del teléfono y ahora vienen directamente a tus oídos o a los oídos de quien escucha por ti a través del tendido eléctrico y nadie va a detener su correntosa vertiente. Que sí, niña, te dan ganas de lanzarle al oído, que tienes todo el tiempo del mundo para cuidar perros, plantas, canarios, para hablar con voces imposibles, con espectros, ¿que acaso no ve que eres un remolino, que ya no eres un hombre? Que sí, que venga por la perra de una vez por todas y por ti; sobre todo que venga por ti, cabrita, que te alimente, te vuelva a regar ahora que por fin has salido de la cama. Pero la dueña de la voz apunta la dirección en la palma de su mano, supones, sollozando de alegría o de nervios, apenas capaz de preguntar si la perrita está bien, señor, y acto seguido ofrece un millón de gracias, oiga, y ejecuta con su clic ese silencio pastoso que te deja solo otra vez con el animal aguachado entre las plantas de Alia porque sabe, supones, que esto es una visita y no dura toda la vida, bah, como si algo fuera a durar toda la vida. La perra que encontraste hace diez o más horas en la puerta de tu casa, gimiendo para ti, confesándote quizá qué con toda su garganta, se acerca y te huele las sospechas y te dice olvídate, huevón. Sóbame el lomo y cambiemos el caracho. ¿Y qué más vas a hacer? Daisy se echa de espaldas en la alfombra del living, con las orejas aplastadas, y tú acaricias con más inercia que buena gana ese atado de pelos. Hasta que algo, la respiración pausada del animal, la monotonía de la palma peinando el espinazo, el cansancio acumulado, las últimas cien noches de desvelo con Alia tratando de aliviar las punzadas, métale calmantes, la sola estaca de Alia en tu pecho, algo involuntario y acaso anterior a la civilización humana hace que te duermas en la alfombra. En el sueño estás frente a un pájaro gigante. El pájaro abre la boca y tú entras y te deslizas por el pasillo de su garganta, que es anaranjada y viscosa como la tela de una cortina antigua, pero de golpe dejas de ser tú y eres Alia que se encharca entre los fluidos del pájaro. Alia anaranjada y viscosa en el sueño que ahora suena y se te clava en los oídos. Un ruido punzante, el timbre. Abres los ojos y ves a Daisy desperezándose a tu lado y moviendo la cola con el vaivén de un péndulo. Perrita de mierda, dices. El timbre vuelve a sonar. Corres la cortina y te parece ver una sombra detrás de la reja. Piensas que nunca debiste discar el número de la medalla, que no debiste decir aló, tengo a tu perra, que la inercia te traicionó otra vez. Sospechas que la dueña del animal está aquí para encenderte una vela a la altura de los ojos. Te dirá lo siento, lo siento mucho, pero qué va a sentir una mocosa. Entonces le vas a describir los aullidos, te vas a sacar el corazón con una mano, y va a ser imposible imitar los rumores atorados de Alia que ya nadie escucha porque ese sonido se incrustó demasiado adentro en tu cráneo mientras ella perdía el aliento. Y después las condolencias gangosas y los sentidos pésames. Y al final ese silencio que te aplastó entre las sábanas. Hasta que escuchaste los rasguños en la puerta diez, doce, quizá cuántas horas atrás y te levantaste y encontraste a la perra moviéndote esa misma cola que ahora bate como el aspa de un ventilador y te ladra con eco, totalmente excitada. Te asomas otra vez por la ventana. Buscas unas sandalias, un moño, un bolsón cruzado entre pecho y pecho hacia la espalda, la expresión de una vida a orillas de cualquier compostura. Pero lo que ves allá afuera es un espectro. Un cuerpo al que le han chupado la materia y le han dejado el puro cuero. Alia extinguiéndose o emergiendo de un lugar improbable, imaginas. Temes que sea una señal, pero no tienes idea de qué. La perra vuelve a ladrar con ese entusiasmo exasperante cuando siente el tercer timbrazo, y parece compadecerte. Déjate de huevadas, te pide el animal. Es exactamente lo que haces. Miras por última vez la medalla con el corazón raspado, levantas el citófono y escuchas con aterrada fascinación. Una sola voz, siempre la misma. Pulsas el botón, dejas que entre. Tienes tantas ganas de aullar.
Imagen de portada: Mike Skidmore Jess