—Disculpe, maestro, buenas noches. Yo más que una pregunta tengo un comentario… —A ver, dígalo, joven… —Es que no sé, maestro… No quiero avergonzarlo en la presentación de su novela. Veo que aquí están sus padres, sus hijos, sus ex esposas, sus amigos… —Hombre, y tengo una cena además. Suéltelo y así podemos irnos todos. —¿De verdad? —Sí, caray. Como no lo conozco, no sé qué podría decir que me avergonzara. —Bueno, maestro… Es que… Es que al leer su novela descubrí algo que me sorprendió y me pareció tremendo. —Eso es lo que un escritor espera. —No, maestro. No de ese modo… Lo que descubrí es que usted… Usted me plagió… (En la sala se escucha un “ahhhh” general, seguido de un silencio incómodo y prolongado). —¿Yo? ¿A usted? —Me temo que sí, maestro. —Oiga, amigo, perdón. No sé de qué habla. No lo conozco. —Supuse que lo negaría, maestro. Pero lo he admirado tanto, por años, y descubrir este plagio ha sido terrible para mí. Imagine mi situación. —Pues imagine usted la mía. Pero dígame, ¿en qué consiste el plagio? ¿Se refiere a la novela que estoy presentando? —Sí, maestro. La misma. —¿Memoria de las ocas? —Sí, maestro. —¿Y qué libro de usted se supone que plagié? —… —Porque habrá usted publicado algo… —… No precisamente, maestro. —… ¿No? ¿Entonces qué le plagié? —Un microrrelato, maestro. —… —De verdad. Un microrrelato. El mejor que he escrito. No lo he publicado en ningún libro, porque ni siquiera he publicado un libro, pero lo subí a mi página en Instagram hace unos días. —… Hombre, no hablará usted en serio. —Claro que sí, maestro. Mire: su novela… —¿Memoria de las ocas? —Ésa. Trata de una pareja que se separa. Y el microrrelato también. —Mi novela, joven, tiene 480 páginas en cuarto mayor. Y llevo escribiéndola el último lustro. —Pero trata de una pareja que se separa. —Sí. Y de la guerra de castas en Yucatán y de Cuba en el siglo XIX. Y la prosa… —Mi cuento tiene veintiséis palabras y trata de una pareja que se separa y el espíritu es el mismo. —Hombre, las letras mundiales están llenas de historias de parejas que se separan. —Sí, maestro, pero en mi microrrelato también hay uvas. —¿Uvas? —Sí. Mi microrrelato dice y lo cito de memoria, si me permite: “Dejaron de amarse y cada uno se llevó la mitad del kilo de uvas que compraron el día anterior. Y el amor se quedó sin vino”. —En mi libro no hay uvas, joven. —No, maestro, pero hay caña. Y henequén. —¿Y eso qué carajos tiene que ver, animal? —No me ofenda, maestro. —Usted está loco. —Está fuera de control, maestro. —¿Yo? Usted es quien viene a mi presentación a decirse plagiado. ¿Cómo cree que leí su porquería, si no lo conozco y ni siquiera me sé meter a esa cosa de Facebook? —Instagram. —A eso. Llevo años trabajando en esta novela y antes investigué durante muchos años más y tomé apuntes, notas, lecturas… —Pero mi microrrelato… (Entran aquí una serie de insultos impublicables. La sesión se da por disuelta. Los cercanos al maestro lo jalan y, aunque bufa y forcejea, se lo llevan de allí. Le dicen cosas como: “Ya déjalo” o “No te pongas a su nivel”, que no lo consuelan ni le remedian el entripado. Entretanto, una muchacha tímida, que ha permanecido al margen de la discusión, se acerca al muchacho). —Hola. —Eh… Hola. —Me llamo Lila. —Ah. —Y te escuché discutir con el viejito. Y escuché que le declamabas tu cuento. —Sí. Mi microrrelato. —Ése. Lo oí. Y me gustó. —Ah, muchas gracias. —Me pareció muy bueno. —Gracias, gracias de verdad. —Sólo que se parece mucho a un poema de mi amiga Tata. ¿Conoces a Tata? —¿Yo? No. No tengo el gusto. —Tata baila. Y trabaja conmigo en la cafetería. —¿Sí? —Sí. Pero escribe en su cuaderno. Y tiene un poema como el tuyo. Demasiado parecido. ¿Tú lees a Tata? —¿Yo? No, no la conozco. Y lo mío es un microrrelato, no un… —Pues tu cuento se parece mucho al poema. Es de una pareja. —Hay muchos textos sobre parejas. —Pues esta se separa. Y hay pingüinos. —Yo no tengo pingüinos por ningún lado. Son uvas. —Es lo mismo. —Yo… No, no creo. —Es lo mismo. Tu cuento es como el poema de Tata. —Mira: yo no la conozco ni te conozco. Y creo que ya me voy. —Pues vete. Pero uno se da cuenta ¿eh? Se da cuenta. —¡Mi cuento se me ocurrió a mí y yo no copio! —Uno se da cuenta. (El tipo sale precipitadamente de la sala. La chica, reinante, lo ve largarse. De su bolso extrae una libreta y en ella, con una pequeña pluma de tinta color lila, como su nombre, dibuja dos líneas, dos palitos que se unen a otros tres, uno vertical y corto y el último horizontal y largo, cruzado sobre los demás: con ellos ha cerrado un grupo. Y tiene más). —La cuenta nunca se acaba. Nunca.
Imagen de portada: A prehistoric man defends his family from an attacking bear: the man’s family huddle together in a cave, while mammoths, a tiger (?), a rhinocerus and cattle roam in the landscape beyond, ca. 1840-1900. Wellcome Collection CC.