Hace unos meses, en una famosa red social, vi una publicación donde el jalisciense Antonio Ortuño —uno de los autores más importantes de la narrativa mexicana contemporánea— anunciaba, con emoción notoria, la inminente publicación de su nuevo libro. El post era breve y, si la memoria no me falla, hablaba del trabajo exhaustivo —es un escritor muy prolífico— de construir un universo musical en la zona de Zapopan, una novela sobre el rock más encabronado, salvaje y bélico que campeó por las calles tapatías en los noventa. Al leer esto, y repensar algunas de las canciones que Ortuño suele compartir en sus redes, me puse a imaginar el tipo de novela que podría ser y aguardé con entusiasmo la llegada de La Armada Invencible
Aprovechando el nombre de la tristemente célebre flota española que Felipe II envió para conquistar Inglaterra en el siglo XVI, Ortuño escribió una historia sobre la nostalgia, los sueños, la amistad y la abominable costumbre que tiene la vida de alejarnos de todo lo que alguna vez amamos. La narración comienza con Barry Dávila, un hombre que planea revivir el grupo de heavy con el que triunfó en su juventud y recuperar así el tiempo perdido. Al igual que la flota de Felipe, la empresa de Barry parece destinada a fracasar, pues el paso de los años, los asuntos pendientes, la muerte, el trabajo y la cotidianidad parecen haber arrastrado a los antiguos miembros —antes vigorosos hombres templados por el heavy y el thrash— a una vida inocua y bastante común. Una vida que, sin embargo, solo espera un pequeño empujón para arrojarse sin miedos a un despeñadero: “Así pasaban mis días, así, de la chingada, cuando Barry apareció por el taller, y todo se puso peor”, cuenta Yulian, el bajista, minutos antes del reencuentro de la banda. Escribir un libro —cualquier clase de libro— sobre rock es una apuesta arriesgada. En parte porque los rockeros somos un público difícil de complacer —léase “insoportable”—. Pero también porque no faltará quien califique el intento de mera añoranza, de avejentado corolario de una época que ya fue y que se niega a desaparecer completamente. Con dignidad. El rock —y el rockero— parece haber perdido el ímpetu hasta convertirse en una especie de burla para el sector de la sociedad al que conquistó durante varias décadas. Hay que decirlo con toda honestidad: a los jóvenes de ahora no les gusta el rock; y nosotros, los rockeros… Bueno, nosotros los rockeros escribimos sentencias que empiezan diciendo “a los jóvenes de ahora…”.
La respuesta de Ortuño a esta circunstancia es una novela que, lejos de tratar de conciliar generaciones para atraer nuevos adeptos al género, lanza un puñetazo al hígado contemporáneo en la figura de Barry: un metalero cuarentón lleno de añoranza y sueños insatisfechos que decide llevar a cabo la idea que muchos hemos tenido en la punta de la lengua por lo menos una vez en la vida: revivir su banda de juventud veinteañera y, con ello, renegar de la vida adulta que lo llevó tan lejos del metal, la greña larga y las noches etílicas. Es el propio Barry quien traza esta frontera con la siguiente generación en una escena que, a mi parecer, condensa de manera apropiada la actitud de la obra:
El morro era un güerillo inocuo, uno de esos pendejitos nuevos con los tobillos por fuera del pantalón y una gorra de plato sobre la cabeza, un güey que no había tocado una guitarra en la vida, un puto fraude, pero la morra lo miraba con ojos de vaca enamorada. Y tú tocas heavy nópal o qué, dijo el morro al verme, y ella le rio la gracia y a mí se me apretaron los puños del coraje. O qué, pendejo, respondí. Y el morrito se achicó.
Desde el humor, la ironía y la nostalgia, La Armada Invencible plantea un recorrido necesario por el rock/metal desde los testimonios de los involucrados. Una novela narrada por múltiples personajes que se antepone a todos aquellos altavoces que inundan las conversaciones, las redes sociales, las escuelas y hasta los antros, y anuncian, categóricos y nietzscheanos, que “el rock ha muerto”. Como Barry, Yulian, el “Gordo” o el “Mustaine”, el lector se resiste a aceptar esa muerte y encara a los detractores al ritmo de una playlist que encabeza cada capítulo como máximo grito de resistencia.1 El acervo casi enciclopédico es otro de los aciertos de esta novela, pues Ortuño tiene el tino de contarnos historias —mitos ya— de la formación de algunas de las mejores bandas: The Beatles, Megadeth y Black Sabbath. De igual manera, aquí y allá se alternan datos históricos que, incluso para el lector que ya los conoce, se leen con gusto. Este anecdotario, por cierto, no es sino el marco de la historia de una banda que promete también insertarse en los terrenos de la leyenda desde el —no tan— modesto escenario tapatío. Para los miembros de La Armada Invencible, el rock no es solo un género musical que se defiende a capa y espada —y no lo es para ningún rockero, me parece—, sino también una forma que tienen los personajes de asumir sus vidas y sus propias identidades (en las que se impone el mito sobre la existencia mundana): no es Julián Ortega, sino el Yulian; no es Alberto Dávila, sino el Barry, no es Luis Armando Ceballos, sino el Mustaine, llamado así en honor al líder de Megadeth, Dave Mustaine,
aunque luego el apodo degeneró en el Mustio, el pinche Mustio, el pendejo que prefirió estudiar biología marina antes que seguir con la banda y que ni siquiera se paró al funeral del Isaías, nuestro baterista.
Con un ritmo vertiginoso e insolente, la prosa nos muestra el testimonio del Yulian que, a manera de cronista, cuenta el ascenso y declive de cada miembro de la Armada:
Carajo. Puta memoria. A cierta edad ya no puedes caminar por la calle porque cada piedra que pisas está manchada de historias y ponerle un pie encima es darle play a la máquina y correr el riesgo de perderte por horas en recuerdos que no quisieras tener así, tan embarrados.
Esta voz participante alterna con una entrevista donde los miembros nos recuerdan lo que es la experiencia del rock: un chispazo que cambia la vida, una corriente que empieza en el distor de la guitarra eléctrica y termina achicharrando el corazón. Incluso las “disonancias” que uno pudiera encontrar en la narración terminan por integrarse a la melodía. “El rock no está muerto”, repite la novela en cada una de sus más de trescientas páginas. Y aún más: “el rock es un arte marcial, puta madre. No musiquita”. En una entrevista Ortuño declaró que la resistencia es el único heroísmo en el que podemos creer. Me parece acertado: tal es la sensación que me quedó cuando, al imaginar el periplo de Barry, pensé en todos los rockeros de la vieja escuela que llevaron el rock a mis tardes zapotlenses, allá en mi infancia: Barry es mi padre, que surcó las carreteras del sur de Jalisco entre retenes de soldados y de narcos, amparado por Saxon en sus jornadas de maestro rural; Barry es mi amigo el “Mosco”, que se voló los sesos una tarde de diciembre al ritmo de “Smoke on the Water”; Barry es mi tío Keji, fumando marihuana y bebiendo alcohol de farmacia en su habitación de soltero eterno, allá en la orilla más triste de Zapopan; Barry es cada uno de nosotros, burros nostálgicos que reniegan de su flauta, piden —necios— que ya pongan metal en los antros llenos de púberes, rechazan las rolas de moda en las estaciones de radio, enfadan a sus sobrinos/hijos hablando sobre “la buena música” y tiran puñetazos contra la vida mientras declaran tajantemente, como nuestro protagonista: “Soy feo, pero estoy bien bueno”. Eso es el rock, chingada madre.
Seix Barral, CDMX, 2022
Imagen de portada: Sin título, 2022. Fotografía de Evgeniy Smersh. Unsplash