dossier Cultos DIC.2018

Josafat el bodhisattva

Ximena Ramírez Torres

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Hace años en la lejana India gobernaba el rey Avenir, que adoraba a los dioses hindúes y era enemigo de los cristianos, a quienes perseguía y asesinaba despiadadamente. Un buen día nació su primogénito, pero de inmediato tuvo lugar un terrible vaticinio: el niño abandonaría el palacio al convertirse en hombre para dedicarse a la devoción y el ascetismo, sería muy poderoso, pero no como sucesor de su padre sino como seguidor del cristianismo. El amor desbordante y retorcido del rey hacia su hijo, aunado a la preocupación por el vaticinio, provocó la sobreprotección del niño, a quien confinó en el palacio real rodeándolo de ambientes hermosos, gente amable y bien parecida, música alegre y comida deliciosa para que nada lo entristeciera ni preocupara, para que no conociera las grandes penas de la vida y sobre todo para que no descubriera la doctrina cristiana. Al abandonar la infancia, el joven cuestionó su encierro y convenció a su padre de dejarlo pasear por el reino. Josafat salió por primera vez guiado por un cochero y un séquito de criados que debían evitarle cualquier experiencia desagradable. El pueblo lo recibió con una gran celebración, las calles se cubrieron de flores y se cuidó que sólo gente bien vestida, joven y de buen porte saliera a saludarlo. Pese a todo y gracias a la intervención divina, el joven vio a un leproso y a un ciego entre la multitud, por lo que preguntó a su cochero quiénes eran esas personas y por qué lucían tan mal. El sirviente explicó que se trataba de la enfermedad, que el cuerpo humano era corruptible y que no se sabía qué podría pasar con él, así que podía enfermar en cualquier momento. Josafat no pudo controlar sus emociones al escuchar esto y volvió al palacio. Luego de unos días, el joven salió por segunda vez. Entre el tumulto, alcanzó a ver a una persona encorvada, con cabello gris, desdentada y con el rostro fruncido. La visión lo sobrecogió y preguntó qué le sucedía a ese pobre hombre. Le dijeron que se trataba de la vejez y que todos pasaríamos por esa etapa, a menos que la muerte llegara prematuramente, que la vejez llegaba después de ochenta años y luego venía la muerte. ¿La muerte? Él jamás había escuchado hablar de aquel estado. Pálido y casi sin aliento dijo:

Amarga vida ésta, llena de todo dolor y congoja si así son las cosas. ¿Y cómo se puede estar sin angustia a la espera incógnita de la muerte, cuya llegada no sólo es inexorable sino desconocida, según habéis dicho?

Buda Gautama. © The Met, Nueva York

¿Cómo pueden vivir las personas sabiendo que es posible enfermarse, que van a envejecer o que pueden morir de un momento a otro? ¿Por qué lucen tan felices si saben que existen estas grandes penas? Josafat no encontró respuestas, así que escapó del palacio para encontrarse con el viejo asceta Barlaam, quien había viajado grandes distancias hasta la India para acogerlo como discípulo. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, Barlaam lo instruyó en el Evangelio y el príncipe se sintió aliviado cuando supo que después de morir podía ascender al Cielo si se conducía con rectitud, castidad y devoción. Ya convertido en cristiano, Josafat construyó una iglesia en el reino y logró convertir a su padre; así instauró el cristianismo en todo el territorio. Luego se fue al desierto a buscar a su maestro, quien había regresado a su hogar, y ahí pasó dos años, sufriendo hambre y sed. Al final lo encontró, pero el sabio murió pronto. El príncipe vivió 35 años en el lugar entregado al ascetismo radical, orando y esquivando la tentación hasta que murió. Un criado del reino de India llegó al desierto y al abrir las tumbas tanto del maestro como del discípulo descubrió que los cuerpos estaban intactos y que olían a flores. Finalmente decidió llevarlos a India y sepultarlos en la iglesia de Josafat. Este relato de origen hindú fue acogido con gran éxito en la España medieval del siglo XIII y se conoce como Barlaam y Josafat. La fusión de la historia con el mundo hispánico fue total. Contó con innumerables versiones, traducciones y adaptaciones a otros géneros textuales durante la época y aún en siglos posteriores directo de las plumas de escritores de renombre, como el mismo Lope de Vega, que escribió una comedia en tres actos relatando la vida de Josafat. La hagiografía tendría ecos también en Calderón de la Barca y en el propio Shakespeare. Esta historia deleitaba por su ambiente exótico y al mismo tiempo fascinaba a las buenas conciencias por tratarse de un relato edificante que invitaba a la piedad y la virtud; además, fue muy utilizado por el cristianismo para ganar adeptos. Pero ¿cómo fue que la historia atravesó medio mundo para llegar a España? El Barlaam y Josafat tiene su origen, nada más y nada menos, en la leyenda de uno de los líderes religiosos más importantes de Oriente, Siddhārtha Gautama, el Buda, y pudo llegar a Europa gracias a la labor de los árabes como difusores de la cultura oriental en Occidente. Esto significa que detrás del personaje de Josafat se encuentra Siddhārtha y que la vida del iluminado sirvió de base e inspiración para construir el relato hagiográfico. Incluso, para gusto de los lingüistas, el nombre de Josafat refleja la identificación de ambos personajes, pues es la evolución fonética y ortográfica del sobrenombre de Buda: Josafat derivó del sustantivo bodhisattva, en sánscrito “el que llegará a ser un Buda”, es decir, “el despierto”, a través del árabe (Bodhisattva > Budasaf > Iudafat > Josafat). Al final se adoptó el nombre Josafat por analogía con el nombre bíblico ya existente. Al hablar de Buda comúnmente se hace una distinción entre el Buda histórico y el legendario. Del histórico, sabemos que nació en una familia aristócrata en la India antigua, que vivió ochenta años y que practicó su doctrina durante 45. Se casó, tuvo un hijo y a los veintinueve años abandonó su palacio para buscar una doctrina que lo ayudara a entender la condición humana. Sobre el Buda legendario, se dice que vivió en el encierro tras el vaticinio de que abandonaría su derecho al trono por dedicarse a la espiritualidad, después tuvo sus nobles visiones: la enfermedad, la vejez, la muerte y el ascetismo, en forma de un monje mendicante en su cuarta salida. Abandonó su reino para encontrar respuestas y entender esas visiones, pero al no encontrarlas en las doctrinas existentes, fundó la suya propia y así nació el budismo, el cual, burdamente descrito, se cimenta en reconocer que el dolor es inherente a la existencia humana y en acabar con el deseo erróneamente dirigido (como desear la juventud eterna o no morir), pues éste da origen al sufrimiento.

Buda Shakyamuni con discípulos, dinastía Qing, 1644–1911. © The Met, Nueva York

En India, uno de los textos más antiguos y populares sobre la vida de Buda es el Buddhacarita (s. II d.C.). Éste, junto con otras versiones nacidas en el subcontinente, es el germen del Barlaam y Josafat. De las versiones índicas de la historia se desprendieron otras en turco; de éstas, algunas en árabe; de estas otras, en hebreo, y así surgieron más en griego, armenio, latín, francés, español. De lengua en lengua y de lugar en lugar, la historia viajó durante años, eliminando y añadiendo contenido debido al gran proceso de adaptación que experimentó para seguir viva. Durante el medievo español jamás se identificó a Josafat con Buda, aún más, se le incluyó en el catálogo de santos y mártires cristianos en 1585, y se estableció el 27 de noviembre como el día de San Josafat de India. Esto demuestra el gran impacto de la historia en Occidente, lo importante que fue para la Iglesia y que no se identificaba para nada con el budismo. El primero en advertir el parecido entre las historias fue Diego de Couto, historiador portugués y comentarista de Marco Polo, que al viajar a la India en 1599 se asombraba de las similitudes y pensaba que la vida de Josafat había influido en las historias sobre Buda, más no a la inversa. Fue así como en Europa Josafat superó la figura de Siddhārtha y se posicionó como la figura principal pues se le vio como el origen de la historia y no como su recreación. Dentro del imaginario medieval, el apóstol Santo Tomás había sido el primer evangelizador de la India, por lo que el Barlaam y Josafat relataría la segunda conversión de pueblo hindú al cristianismo después de que recayera en creencias paganas. Esa información se tuvo como cierta hasta que en 1859 Edouard de Laboulaye, un intelectual parisino comparó las dos historias punto por punto y estableció la identidad entre Siddhārtha y Josafat. A partir de este descubrimiento, surgirían los estudios sobre el Barlaam desde el punto de vista de su origen oriental. Al leer paralelamente las historias podemos notar dos elementos que identifican la leyenda de Buda como el antecedente del Barlaam y Josafat: la estructura sobre la que se construyen y el argumento que desarrollan. Es decir que el núcleo argumentativo, cimentado en la historia de un príncipe heredero al trono, que abandona la vida cortesana para abrazar una vida de prácticas ascéticas y espirituales vinculadas a su salvación, está distribuido y ordenado de la misma forma en ambas narraciones. La estructura de las historias puede fácilmente identificarse con la del héroe tradicional: en términos generales, ambas siguen el modelo heroico de los cuentos folclóricos del que hablan Vladimir Propp o Joseph Campbell, por mencionar sólo un par de ejemplos. El Buddhacarita, como decíamos, uno de los textos indios más reconocidos sobre la vida de Buda, es un poema épico: narra las hazañas de la vida de un héroe, en las que como es costumbre intervendrá lo sobrenatural o maravilloso. No es sorprendente entonces que este texto siga el esquema general del héroe tradicional, pero ¿qué pasa con el Barlaam y Josafat que es una hagiografía? Una de las características más importantes del género hagiográfico es que tomó recursos de otras formas narrativas medievales, por lo que posee características propias de géneros como la biografía, el exempla, la épica y las colecciones de milagros. Durante la Edad Media, los hagiógrafos comenzaron a utilizar recursos literarios de los cantares de gestas en sus trabajos, en primer lugar, por la gran popularidad que poseía el género y, después, por el concepto medieval de santo, el cual experimentó la superposición del arquetipo del héroe. Así fue como la santidad comenzó a representarse como una dura batalla contra las tentaciones, los vicios y la falsedad del mundo. Pronto, los valores inherentes al héroe, tales como la valentía, la firmeza, la dignidad, la fidelidad, pasaron a formar parte de la caracterización del protagonista hagiográfico, quien se convertiría en héroe luego de triunfar en la batalla contra las tentaciones, el mundo ilusorio y los enemigos del cristianismo. Tiempo después el proceso se dio también a la inversa: la hagiografía tuvo injerencia en la épica y así los grandes héroes comenzaron a ser, casi por fuerza, héroes cristianos.

Miguel Ángel Buonarroti, Asa-Jehoshaphat-Joram (detalle), 1511-12. Se cree que el personaje de la izquierda es Josafat

Ahora bien, el Buddhacarita se centra en exaltar la vida de un personaje heroico, en este caso la de Siddhārtha Gautama, el Buda, y para ello se sirve del arquetipo del héroe, el cual es compartido por varias culturas antiguas y modernas. Este modelo arquetípico está compuesto de elementos folclóricos por lo que, mientras la historia viajaba de Oriente a Occidente, esos elementos eran fácilmente reconocidos dado que tenían correspondencias en varias culturas; esto permitió que la historia se aceptara y adaptara con éxito. Además, la transformación del texto de poema épico a hagiografía no fue difícil debido a la equivalencia que las categorías héroe y santo tenían en diversos contextos en el occidente medieval. Más allá de las similitudes y diferencias entre los relatos, debidas a los contextos y a los géneros en que cada uno se desarrolló, vale la pena destacar un vínculo claro entre los textos que está íntimamente ligado a su universalidad: el descubrimiento de la vulnerabilidad humana presentada de la misma forma, a través de la enfermedad, la vejez y la muerte. Las visiones son el gran motor narrativo de las historias, sin el cual no podrían desarrollarse ni identificarse una con la otra. Josafat y Siddhārtha experimentaron un severo choque con el mundo real al advertir la gran vulnerabilidad humana y fue eso lo que los llevó a actuar. ¿Quién no ha temido a la vejez? ¿Quién no ha temido a enfermar repentinamente? ¿Quién no ha imaginado con miedo su propia muerte? Josafat pudo encarnar la historia de Siddhār­tha porque tanto el hombre de la Europa occidental como el de la India antigua temen a la misma cosa: a su condición de criaturas terrenales y por ello imperfectas y finitas. En ambas variantes el héroe, ya fuera refugiado en el cristianismo o en el budismo, tuvo que encontrar la manera de sobrellevar y aceptar su naturaleza. Cada uno tuvo que contarse una historia para poder vivir, como todos hacemos a diario, con la presencia latente de la enfermedad, la vejez y la muerte.

Imagen de portada: Escena de El sutra ilustrado del karma pasado y presente, en la versión de Matsunaga, siglo XIII. © The Met, Nueva York